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Montón de rocas
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Apuntes de lectura sobre Guerra y Paz.


A diferencia de lo que pasa cuando ves película o escuchas música,  en un libro tú pones la velocidad. Puedes regular el flujo, el ritmo, la  intensidad de lo que se te va metiendo en el cerebro mientras lees. No solo poner "pausa" las veces que quieras sino, sobre todo, rebobinar una escena de una manera que jamás podría ocurrir en un video. Porque cuando relees, pudes "ver" la escena de una manera distinta a como la imaginaste la primera vez. Con otros colores, otros ruidos de fondo, otra temperatura ambiental, con más o menos luz, con un olor particular, con las voces de los personajes más agudas o más roncas, más sensuales, mas odiosas... Y puedes hacer todo eso sin el texto deje de ser el mismo que leíste hace un rariro. Incluso puedes darte el lujo de retirar el libro de tu vista y quedarte mirando a la pared, o a la ventana o a la nuca del pasajero que sentado frente a ti en el bullanguero microbús que te lleva a otra horrible jornada laboral. Y pensar en la escena y reimaginarla desde otro ángulo o punto de vista y verte dentro de ella y participar de su paz o su violencia. Lo mejor de todo es que esa pausa para volar no es una interrupción a tu lectura. Es parte de ella. Es el poder libro, que coloniza el espacio que hay afuera de él, inundando -a veces por un raro, a veces para el resto de tu vida- el mundo real.
 
No he leído todo lo que quisiera. Y, mucho menos, todo lo que debería. Pero he tenido la suerte de experimentar esas sensaciones varias veces en libritos memorables. Pero admito que nunca me había pasado tantas veces con un solo libro. Hasta que leí este.

Una mirada a los tragicómicos petersburgueses de Gogol.

Probablemente no hay escena más delirante en este libro que aquella en la que una nariz se pasea por San Petersburgo, como un ciudadano cualquiera.

Acerca de mi negligente lectura de Almas Muertas (Gogol), de su confianzudo narrador y del triste final de su autor.


Si hablas castellano hay algo que no debes hacer cuando te enfrentas una novela rusa: Dejar una pausa de varios días en la lectura. Y es que, como todos saben, en aquellas latitudes nadie se llama ni Hugo, ni Paco ni Luis y eso hace que el nombre de cualquier personaje resulte un poco más difícil de fijar en la memoria.

Esa lección me ha llevado a descubrir una curiosa estrategia, totalmente inconsciente, que empleo en este tipo de libros. La voy a explicar con un ejemplo: En la página x aparece un personaje llamado Vishneprokomov. Entonces mi mente, flojaza, en vez de leer "Vish-ne-pro-ko-mov" prefiere ahorrarse energías y tiempo y sustituir el nuevo término por un "apodo". Es por eso que a partir de ese momento identifico al mentado personaje sólo como "Vish". Y así, a medida que sigue apareciendo la palabra Vishneprokomov, sólo leo las cuatro primeras letras para identificarlo y nunca el resto. Funciona bien. Pero si interrumpo la lectura y la retomo, digamos, cinco días después, y vuelvo a enfrentarme a la bendita palabreja, ya me olvidé por completo del alias y no tengo la menor idea de a quién se refiere ni si es ésta su primera aparición en la trama ni si se trata de un personaje conocido o un error de la imprenta o de un defecto de mi visión... Y me veo obligado a regresar varias páginas atrás para situarme en el contexto o incluso revisar algún capítulo pasado... Y así mi experiencia lectora, que debería ser relajante y entretenida, se convierte en algo pesado. Todo por no leer de corrido. Y me pongo saltón y refunfuño y termino echándole la culpa al autor de "hacérmela difícil" y abandono el trabalenguas una vez más.

Con Almas Muertas de Gogol me ocurrió eso pero, además, tuve que cambiar la versión del libro que estaba leyendo porque tenía muchos problemas de escaneado (sí, era una versión pirata y muchas palabras aparecían equivocadas) y la otra que conseguí tenía una traducción distinta,. Y ¿qué creen? Todos los nombres propios estaban escritos de forma diferente (porque, por ejemplo, Tschichikof se convirtió en Chichikov,) así que mis apodos ya no servían. Con todo eso, no es extraño que me haya demorado demasiado en terminar una novela que ni es muy larga ni es complicada. Pero ¿valió la pena? Sí.

A veces, cuando viajo en bus sin radio (sí,existen), cuando miro al techo en las noches de insomnio, o cuando hago una caminata nocturna para bajar una comilona brutal, se me da por hacer listas mentales de asuntos que no tienen ninguna importancia. Uno de esos jueguitos consiste en preguntarme qué música escogería para distraerme si quedara abandonado en una isla desierta sólo con un reproductor de música (con batería solares). La lista no puede exceder las cinco o diez piezas. Todas las listas de preferencias que haces (de comidas, lugares, películas, viajes y de eso que estás pensando) van cambiando a lo largo del tiempo a medida que vives nuevas cosas (es decir, a medida que envejeces). Es lo normal. Pero en el caso de la música hay una pieza que desde siempre se encuentra en los primeros lugares de mi ranking.  
  


Acerca de "Lima la horrible", una plaza tomada y un quijote limeño.




Muchos tenemos el defecto... o la virtud... o la peculiaridad (éso, lo tibio es lo más falso pero lo menos complicado también) de tomar hechos claramente inconexos entre sí y crear entre ellos una relación que los dote de sentido. Un ejemplo simpático de ello es lo que me ocurrió a fines de mayo, un domingo soleado por la mañana. Andaba por la Plaza de Armas y me sorprendió encontrarme con una interesante mezcla de tradiciones. Por el jirón Carabaya, frente a la catedral, avanzaba lentamente una ruidosa y festiva multitud. Al frente de ella había una banda de músicos armados de saxos, tubas y trompetas que tocaban un carnaval al ritmo de un bombo. Contorneándose alrededor de ellos había una docena de bailarinas, con la clásica minifalda y el sombrerito pequeño de las fiestas puneñas. Más allá una grupo de sikuris con sus gorros rojos de penachos amarillos, tocando una música muy diferente con sus enormes zampoñas mientras hacían sus propias cabriolas sobre sí mismos.Y doblando la esquina había comparsas de caporales llenos de charreteras doradas y todo tipo de accesorios estrambóticos. Las pancartas que portaban explicaban el jolgorio: Era una celebración por el aniversario de Unicachi (un distrito de Puno del que procede una importante comunidad de comerciantes en Lima). Pues bien, hasta ahí lo típico, lo que suele verse en cualquier fiesta patronal peruana. Lo curioso es que en ese preciso momento entraba a la plaza por el jirón Junín otra procesión, una más pequeña, que no tenía nada que ver con la otra y cuyos integrantes tenían trajes largos y sobrios, cubiertos de mantos blancos y adornados con crucecitas metálicas. Tenían su propia banda de músicos, que tocaba una marcha lenta y tristona, a cuyo compás un grupo de cargadores mecía una pesada anda religiosa (una cruz de madera abrigada con toda clase de telas y colgajos). Liderando la procesión iba un grupo de sahumadoras con mantillas de encaje que murmuraban algo sincronizadamente mientras otras personas arrojaban pétalos de flores sobre la imagen. Era la Santísima Cruz de Torrechayoc (una devoción de la provincia de Urubamba, en Cusco). 


A 4 mil kilómetros de aquí ciertos hombres importantes están simulando que tratan de encontrar a un famoso delincuente que se ha escapado de prisión gracias al apoyo -o la desidia, que es lo mismo- de esos mismos hombres importantes. 

A 11 mil kilómetros de aquí hombres importantes, de países que hasta ayer se acusaban mutuamente de ser terroristas, están a punto de firmar un acuerdo nuclear que, sin duda, otros hombres importantes se encargarán de desmantelar en los próximos meses. 

A más de 5 mil millones de kilómetros de aquí, en un lugar al que felizmente no han llegado los hombres importantes, un robot muy veloz empieza la jornada de trabajo más importante de su misión, en la que tomará las mejores imágenes posibles de un mundo frío y marrón que ha sido objeto de amargas discusiones entre los hombres importantes de nuestro mundo cálido y azul.

Me detengo un momento y vuelvo a leer sobre estas cosas, las únicas que han logrado capturar mi atención en un día como hoy, en el que he dejado de lado los muchos asuntos pendientes que me agobian para perderme, distraerme y emborracharme de las noticias de México, Austria y Plutón. Y me doy cuenta de que algo debe andar muy mal cuando lo único importante que ha ocurrido en mi día ha sucedido tan pero tan lejos de mí.

(13 de julio de 2015)
En la ciudad de París que Balzac dibuja en su novela Papá Goriot, el prestigio social es lo único que importa. Allí los que obran por amor, generosidad, sentido ético o incluso mera practicidad están condenados  a la miseria o, peor aún, a la intrascendencia. Si vives ahí y quieres "triunfar" tienes que entender que la hipocresía encabeza todo los códigos de conducta y que parecer es mucho más importante y rentable que ser. Y si estás casado debes exhibirte con tu amante en los eventos sociales porque eso no perjudicará la opinión que los demás tengan de ti, que es mucho más importante que tu propia opinión.

Pero, aunque esta sociedad está llena de carruajes lujosos, trajes inmaculados y modales refinados en realidad es más pobre de lo que parece. Es cierto que los que más brillan siguen siendo los miembros de la nobleza que sobrevivieron a la Revolución Francesa. Pero hoy esa casta no es si no una sombra de lo que fue, al punto que a los condes y marqueses ya no les bastan sus títulos para ser importantes y luchan por obtener dinero como sea para mantener su estatus y su imagen. Empeñan sus relojes y sus joyas, se amanecen en los casinos y tratan, por cualquier medio concebible, de hacer algún buen negocio con los burgueses, a quienes pertenece el dinero. El objetivo no es hacerse rico sino verse magnífico, esconder la decadencia, brillar. Todo lo demás (el amor, la familia, la paz espiritual) es secundario. En esta civilización de la apariencia la autenticidad es un mal.



Crimen y Castigo es una trampa que te encierra en los bolsillos del abrigo de su protagonista, desde donde compartes su ansiedad, su esperanza, su terror y sientes el filo del hacha que esconde bajo la ropa. Desde ahí comprendes también que el infame proyecto que cocina en su mente (asesinar a una vieja usurera para robarle), no es algo que se contradiga, como podría parecer, con su buen corazón ni con su capacidad para ayudar desinteresadamente a sus semejantes. Porque desde el principio de la novela queda claro que todos los monstruos son seres humanos. 

Raskolnikov sobre Alena Ivanovna

Seguramente te ha pasado: Recuerdas que en tu adolescencia viste una película o una serie en la tele que te impresionó mucho y que no volviste a ver nunca más y, muchos años después la buscas por ahí, te pones a verla y das tu veredicto. O bien te decepciona ("¿cómo diablos podía gustarme esta estupidez?") o bien (más raro) te vuelve a impactar.

Esto fue algo así: Yo me acordaba que en el colegio (en cuarto de media, creo) había leído un relato de Clemente Palma, sobre una mujer de ojos misteriosos, que me había dejado cojudo. No lo había vuelto a leer desde entonces y, en parte por curiosidad y en parte por mi reciente empeño en aprender un poco más sobre nuestra tradición literaria me puse a buscar ésa y otras piezas narrativas del autor.

" Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas" dice el narrador de Los ojos de Lina

Y he descubierto varias cosas. Para empezar que he llegado tarde a la fiesta. En efecto, Clemente Palma, durante varias décadas considerado un segundón en nuestra historia literaria, ha sido felizmente rehabilitado en los últimos tiempos. Esto ha ocurrido en parte por eventos sobre su obra que ocurrieron recientemente (en 2013 hubo coloquios sobre sus creaciones y yo, que entonces aun era un esclavo de los horarios de oficina, ni me había enterado) y de una publicación antológica de sus obras completas que hizo la PUCP (a cargo de Ricardo Silva Santisteban). Me asomé también a su biografía y entendí un poco el por qué había sido olvidado. Y es que don Clemente parecía haberse empeñado en boicotear su propio currículum para hacerse repelente con la historia. En efecto su primera tesis universitaria era profundamente racista (con frases en las que calificaba a la raza indígena de decadente e inferior, otras en la que afirmaba que la raza "criolla" era inepta y que lo único que podía salvar al Perú era que ésta última se cruce con una raza "enérgica" como la germana). Además había tenido el atrevimiento de sugerirle a un entonces joven César Vallejo que se dedicara a otra cosa que no sea la poesía (¡nada menos!)  y habia sido partidario de causas políticas profundamente impopulares. Además sus obras eran pretendidamente cosmopolitas y nunca aludían al Perú (lo que para mí no es un defecto pero sí para el nacionalismo peruano que dominó la academia del siglo XX), salvo una de ellas, caricaturesca y vulgar. Pero también estaban contra él las antipatías clásicas de quienes lo acusaban de ser "sólo" el hijito de su inmenso papá (el imprescindible Ricardo ) que le presentó a todos sus amigos influyentes en Europa. En defensa de Clemente habría que decir que dirigió la revista literaria más importante del Perú de su tiempo (Variedades, durante 23 años) , que en ella publicaría en más de una ocasión al Vallejo maduro que todos admiramos (diferente en calidad al que inicialmente denostó, lo que significa que al verlo evolucionar reconoció en él a nuestro poeta mayor) y que ha sido el autor de una obra literaria, ciertamente atípica, pero original. 

Pero si me produjo tanto interés su vida es porque antes encontré, por fin, el relato que buscaba (Los ojos de Lina) y me leí la colección de cuentos en la que fue publicado en 1904. El libro tiene el sugestivo título de Cuentos Malévolos. Es una colección desigual pero contiene un puñado de cuentos brillantes. Aquí van mis impresiones. 
A todos les horroriza la guerra. Pero a él no. Y eso que es un novato. Ahora está ahí, en medio de la batalla decisiva de su siglo a la que ha llegado por su propio gusto, engañando a todos, disfrazado de soldado de un ejército que no es el suyo y armado con un fusil que no tiene idea cómo cargar o disparar. Alrededor de él se levantan nubes de pólvora y no puede ver el paisaje. El chillido de los cañones le impide escuchar los gritos de dolor de los heridos. Aquí y allá aparecen los cuerpos despedazados de hombres con los que sólo un minuto antes estaba conversando. Pero él no está asustado. Simplemente está excitado porque, como si la guerra fuera una vulgar atracción turística, ahora le podrá contar a todos sus amigos que estuvo ahí.

Fabricio del Dongo, protagonista de la Cartuja de Parma, escapa de su prisión.
Este podría ser un apretado resumen de una de las aventuras de Fabricio del Dongo en La Cartuja de Parma, una novela que leí hace algunos meses y que recién me animo a comentar porque hasta hoy no había sido capaz de poner en pocas líneas mis impresiones sobre un texto tan potente. La razón de que por fin me animara es que he leído en las noticias que en estos días se conmemoran, precisamente, 200 años de la batalla de Waterloo a la que aludía en el párrafo anterior. La escena en la pluma de Stendhal, es un ejercicio impecable de cómo se puede contar, simultáneamente y con claridad, los acontecimientos de  una batalla y los pensamientos de uno de los combatientes. Copio un extracto para que vean de qué hablo:


Pocos personajes de la historia del arte me provocan tanta simpatía como Giuseppe Verdi (1813-1901). No sólo porque me encanta la música de su último período (desde Simon Boccangra hasta Falstaff), sino porque encarna el arquetipo del artista que sabe ser popular y genial al mismo tiempo. Nunca se conformó ni se mareó con el éxito y su carrera fue la de alguien que estaba constantemente tratando de superarse a sí mismo, arriesgándose a decepcionar a su público al presentarle, una y otra vez, nuevos caminos para una forma de arte, la ópera, que él transformó. Si escuchas sus primeras obras y las comparas con las últimas es casi imposible adivinar que pertenecen al mismo compositor. Pero además era un tipo agradable, políticamente comprometido, modesto (a pesar de que se hizo rico pues, como él mismo decía, "soy sólo un campesino"), muy crítico con las injusticias sociales de su tiempo. Vivía con sus propias reglas al margen de imposturas (su prolongada convivencia con la que más tarde sería su segunda esposa fue todo un escándalo). Fiel a su arte, implacable con sus libretistas y todo un tirano con sus cantantes (a los que sometía a incansables ensayos ofendiendo la vanidad de divas y divos), siempre supo exactamente lo que quería que pasara en el escenario y cómo debía de pasar. Lo que él llamaba "la palabra escénica". Incluso cuando se hizo viejo y fue furiosamente atacado por ser un "compositor anticuado" por parte de los jóvenes músicos, supo responder creando obras muy superiores a las de sus supuestos sucesores, al punto que sus últimas cuatro obras representan la cima de la ópera italiana de todos los tiempos.

De cómo probé el peor sitio de nuestro mejor teatro y de cómo escuché una ópera que no vi. 




Si no quieres gastar mucho dinero para escuchar un concierto en el Gran Teatro Nacional bien puedes comprar un ticket para una de las butacas laterales del cuarto piso, ésas que ofrecen sólo una vista parcial del escenario. Pero si además de escuchar quieres ver, ya no es tan buena idea. La butaca está orientada hacia al frente y tienes el escenario al lado, por lo que para mirarlo hay que girar la cabeza y asomar medio torso sobre la barandilla. Si, para colmo, el espectáculo al que asistes es un ópera en un idioma distinto al tuyo y quieres leer los sobretítulos con la traducción simultánea que se proyectan sobre el escenario, piña, no podrás, porque el armazón que sostiene las luces está ubicado entre tu sitio y los títulos.

Pero, por supuesto, también hay ventajas. Una muy relevante para tipos cascarrabias como yo es que, desde ahí estás prácticamente solo y no tienes que escuchar los atoros, ataques de tos, gorjeos, murmullos, estornudos, risitas y demás linduras a las que son aficionados muchos espectadores de los conciertos de música clásica. Pero la ventaja más clara es que en los espectáculos menos baratos (como por ejemplo éste, el Festival de Ópera Alejandro Granda) en vez de gastarte los 90 soles que te cuesta la butaca en la zona central del cuarto piso (o los 450 de la platea baja, si quieres pagarlos) abonas sólo 30 ... con los bemoles mencionados. No es buena idea si vas a ir acompañado. Pero para los melómanos amarretes (¿no se les ocurre de quién hablo?), no está mal. Más aún si no te quieres perder una puesta en escena de Lucia de Lamermoor, la más famosa ópera de Donizetti, con un elenco bastante competente. En resumen: Algo que bien vale una tortícolis.

Tenía los ojos cerrados, amarilla la piel, recogidos los miembros. Salvo el pecho, que subía y bajaba rápido, el resto de su cuerpo parecía hecho de paja, de vidrio. Intenté reconocerlo. No se parecía al pastor que había presidido los matrimonios de casi todos mis amigos, los bautizos de sus hijos y los sepelios de sus padres. Ni al reclutador que era capaz de convencer a decenas de adolescentes clasemedieros de cambiar sus vacaciones en la playa por una temporada de trabajo en las zonas más pobres de Ancash, Arequipa, Cusco o Ayacucho. Pero tampoco se parecía a ese ogro que, jadeando, caminaba en círculos cada vez que se molestaba. Ni al cura desafinado que, consciente de sus limitaciones musicales, evitaba cantar en las misas. Ni al trabajólico que se irritaba cuando alguien le sugería tomarse un descanso. Ni a ese cuya risa -una metralleta de jotas y ges- imitábamos sin que lo supiera. Ni al diestro patinador, ni al legendario capellán de Acho, y mucho menos al maestro jesuita que respondía sereno cualquier pregunta imaginable. No se parecía... ¿era él?

Kamil, Jorge y yo. A un metro de distancia de él. No nos atrevíamos a acercarnos más, quizá porque creíamos que el frágil hombre de la cama se desintegraría al primer suspiro. Y por la sorpresa. Los tres habíamos oído que, durante las semanas previas, otros visitantes habían sostenido animadas charlas con el enfermo, asombrándose de su lucidez y serenidad. Pero lo que no sabíamos es que desde hacía varios días ya no era capaz de atender a sus visitas. El cáncer se había envalentonado y los dolores eran tan intensos que no tuvo que aceptar los sedantes que ahora lo mantenían medio dormido. Esa era la única medicación que autorizó, pues había renunciado a cualquier tratamiento.

— No pensé verlo tan mal. Le queda poco.

Eso lo dijo Jorge, que es médico. Kamil es abogado. Como ambos son expertos en resolver problemas, me sorprendieron sus respectivas muecas de preocupación y de impotencia. Si yo hice alguna mueca debió ser de vergüenza, porque en vez de estar preocupado por el enfermo, como correspondía, me sentía aliviado porque él no podría reconocerme y, por lo tanto, no me recriminaría no haberlo visitado en los últimos años. ¡Qué arrogancia! El Padre Alfredo Castañeda no tendría por qué echarme de menos. Él había sido profesor y consejero de unas treinta promociones del Colegio y en los últimos tiempos no le había faltado el aprecio y consideración de cientos de personas, mucho menos ingratas que yo. Pero a pesar de ser "el amigo de todos" y el más popular de los curas de la Inmaculada, Alfredo tenía el don, maravilloso, de acordarse de los nombres y las historias personales de cada uno de los que habíamos sido sus alumnos. Y por eso ninguna visita, ni siquiera la mía, hubiera estado de más. Además, no importaba si habían pasado muchos años desde la última vez en que lo habías visto. Él igual se acordaba de tu nombre, te preguntaba por tus hermanos (cuyos nombres recordaba igual de bien) y hasta sabía quienes eran y qué hacían tus padres. Era una computadora.

La última vez que lo había visto, tres o cuatro años atrás, aún estaba sano. Nuestra conversación había sido más bien breve y protocolar, como le ocurre a los que se encuentran después de mucho tiempo y tienen tantas cosas que preguntarse que al final no se preguntan nada. Pero hubo una época en que nuestros diálogos eran abundantes y fluidos. Y nuestros temas de discusión, apasionantes...

No fue mientras yo era alumno del colegio, por cierto, sino en los años que siguieron, entre el 93 y el 96. Yo estaba en la universidad pero mantenía el vínculo (por lo cerca que el colegio estaba de mi casa, por mi participación en los grupos de teatro y por mi eventual apoyo a los programas de confirmación). Así, resultó casi natural que pudiera colaborar con Alfredo en algunas experiencias de trabajo social (en las barriadas de Arequipa, en el 94 y el 95), en jornadas y retiros para alumnos de secundaria (donde tuve la oportunidad de dar charlas de motivación y asistirlo en debates) y hasta haciéndome cargo de la preparación de un grupo de alumnos de tercero de media que se iba a confirmar. En todas esas actividades me esforcé, no siempre con éxito, por imitar esa calidez de la pastoral jesuita que Alfredo encarnaba tan bien y que volvía hasta divertidos algunos asuntos espirituales. Pero me alejé esas tareas porque asumí mis diferencias con la religión cristiana... y comprendí que tenía que ser coherente conmigo mismo.

Nunca olvidaré el día en que fui a su mítico despacho (una cueva de muros verdes en donde crecían torres de papeles y libros) para explicarle por qué había rechazado el último de sus encargos. Sabía que iba a decepcionarlo porque en varias oportunidades me había sugerido —de soslayo, pues era todo sutileza— que ingrese a la Compañía de Jesús para ser un sacerdote como él. Cuidé mucho mis palabras pero le dije que, aunque Cristo era un tipazo, solo era un humano como nosotros y que el universo era tan vasto que no podíamos ser lo mejor de la Creación. Él asentía con la cabeza ante cada una de mis herejías, manteniendo una media sonrisa. Cuando acabé, esperé su réplica, su excomunión, su exorcismo... pero en su brevísima respuesta no hubo nada de eso.

—No me preocupa lo que creas.

Yo, que ese día me creía un satánico peligro para la cristiandad, debí hacer una mueca de espanto porque él se apresuró a explicarme sus palabras. Dijo algo así como que golpearse el pecho en misa era muy fácil, que lo difícil era actuar como un verdadero cristiano.  "Pero Alfredo...", repliqué, "¿no entiendes? Ya no soy cristiano". Se rió. "No me preocupas", insistió, con desprecio, como si me creyera incapaz de dañar a un insecto (lo que por supuesto era falso: había matado muchísimos). Y luego cambió de tema y empezó de hablar de asuntos menos relevantes. Para mí fue un insulto. ¿Qué se había creído? ¿Cómo se atrevía a subestimar mi —ya para entonces probada— capacidad de pecar? A pesar de haberme educado en un colegio de curas, era la primera vez en mis 19 años de vida, que buscaba a un sacerdote para hablarle de una incómoda crisis espiritual... ¿Y no era capaz de ayudarme? Indignado, busqué una excusa para irme. Y cuando la encontré, salí de su despacho, furioso. Pero luego de un rato, de manera misteriosa, mi nueva situación dejó de preocuparme a mí también... Y nunca más, desde ese día, he vuelto a sentirme culpable por creer o no creer.

Pero a pesar de mi proclamada apostasía, seguimos conversando, especialmente en las reuniones que a veces sosteníamos con otros compañeros de mi clase, en las que discutíamos de política y cuestiones sociales espinosas. En esas reuniones Alfredo me trató con la misma generosidad y respeto de antes, a pesar de nuestras discrepancias y de las memorables discusiones que sostuvimos (que él solía ganar, no necesariamente porque tuviera razón, sino porque era un fino polemista). Casi siempre lograba dejarme callado y eso era algo que divertía mucho a mis otros amigos, hartos de mis verborreas. Es difícil creerlo pero al margen de la enorme diferencia de edades, ideas e intereses eso era, para mí, una amistad. Pero las nuevas relaciones, ocupaciones y agendas y todas esas excusas poco originales que usamos para liberarnos de la culpa, me alejaron de ese y de otros buenos amigos.

Me acordaba de todo eso mientras lo veía allí, encogido, respirando a duras penas. Seguramente Jorge y Kamil estaban entregados a sus propios recuerdos y tenían ganas de compartirlos con él. Pero, sin poder interactuar con el enfermo, quedarse en ese lugar era irrespetuoso e invasivo y es por eso que acordamos retirarnos. En la habitación también había una enfermera que, hasta entonces, no había merecido nuestra atención. Permanecía sentada en una silla, iluminada por el fuerte resplandor que entraba por la ventana, observándonos con la misma curiosidad con la que seguramente había mirado a muchos otros visitantes. Pero apenas le dijimos que nos íbamos, se puso de pie, se acercó a uno de los oídos del enfermo y le dijo algo que bien pudo ser un hechizo...

— Ya se van sus alumnos, Padre Alfredo.

Y entonces, sucedió. Abrió los ojos. Volvió la cabeza. Nos miró. Y tras un instante de duda, balbuceó algo que no pudimos entender. Nos acercamos por fin, diciendo cosas que pretendían ser tranquilizadoras y cortéses, pero que le resultaban poco útiles para alguien que sufre y sólo quiere descansar. No hubo conversación. Su lengua estaba atrofiada y sus reflejos eran lentos... pero nosotros queríamos creer que nos oía, que nos recordaba y que nos respondía cosas coherentes. Luego levantó su mano derecha y nos echó la bendición. No fue inercia: Fueron tres señales de la cruz muy claras, dibujadas en el aire y dirigida cada una hacia las posiciones en las que estábamos Kamil, Jorge y yo. A nosotros, los sanos. Él, un enfermo terminal. Aún en esas circunstancias conservaba la capacidad de darnos lecciones sobre cómo ser "hombres para los demás", el lema del padre Arrupe que siempre nos repitió en sus clases y sermones. Y entonces entendí que ahí estaba el Alfredo de siempre. Entero. Invencible.

Impactados por el gesto, empezamos a despedirnos, uno a uno. Cuando me tocó hacerlo, le dije alguna tontería, más protocolar que sincera. Luego tomé su mano derecha para estrechársela, como habían hecho antes mis dos amigos. Y fue entonces cuando abrió mucho los ojos, se acercó como pudo y cerró sus dedos sobre mi mano, apretándola. Intenté separarme. No pude. No me dejó. Me miró fijamente y unos sonidos incomprensibles pero pausados, salieron de su boca. Yo traté de mantener mi sonrisa de idiota en la cara, sin entender nada, mientras me mordía la lengua para no soltar el torrente de cosas que, solo entonces, supe que quería decirle. Quería pedirle perdón por no haberlo visitado ni una sola vez desde que enfermó. Y agradecerle por esa ocasión en que me recordó la parábola de los talentos y me invocó a que no escondiera los míos. O por esa otra en que se sopló todas mis dudas vocacionales y entendió que yo no quería ser abogado ("ni sacerdote, Alfredo") sino todo aquello que no se aprendía en la universidad. O por esa tarde, oscurísima, en que solo unos minutos después de que murió mi papá, se apareció en la clínica para intentar que mi mamá, mis hermanos y yo estuviésemos un poquito menos rotos. Quería decirle lo siento, gracias, sé fuerte, persevera en tu fe, resiste, no te mueras... Pero aunque mis ojos se estaban cargando por la presión de su mirada y sus palabras incomprensibles, no fui capaz de decir nada coherente. Porque cualquier palabra ya era innecesaria. Porque Alfredo Castañeda había conseguido dejarme callado, una vez más.

Kamil notó lo que pasaba. "Te ha reconocido", me dijo. No lo sé. Pero en secreto, quise (quiero) creer, que durante esos segundos mi amigo más viejo me había querido regalar una última lección sobre el poder de la humildad y la estupidez del orgullo. Cuando por fin me soltó, se acomodó, cerró los ojos y empezó a roncar de nuevo, como si nada hubiera pasado. Nos quedamos mirándolo. Mis amigos, más tranquilos. Yo, temblando. Luego de un minuto, nos despedimos de la misteriosa hechicera, que sonreía orgullosa desde su silla. Y salimos de la habitación, caminando hacia la calle por el claustro de Fátima, muy, muy despacio, como si estuviéramos en una procesión, como si quisiéramos alargar lo más posible esa despedida que nos supo a poco y a tanto. Porque entonces ya estábamos seguros de qué se trataba todo eso: no íbamos a verlo nunca más.

Seis días después, la última batalla de Alfredo terminó. Y, solo entonces, el que nunca se cansaba, pudo por fin descansar. El que siempre tenía tiempo para los demás. El de la infinita paciencia, la palabra precisa y la memoria prodigiosa. El más consecuente. El hombro. El pastor. El amigo. La leyenda. Irreemplazable. Inolvidable.


Pablo Ignacio Chacón, promoción Canisio 92.
5/4/2015 c) Todos los derechos reservados



Pablo Ignacio Chacón Blacker 

Impresiones sobre una lectura de "Rojo y Negro" .

A ratos simpatizas con él, por su inocencia, por sus sueños. Pero luego lo detestas porque es malvado, egoísta y manipulador. Te cae bien, te cae mal, no lo soportas más, pero luego quieres que triunfe en sus arriesgadas aventuras amorosas, en sus intrigas laborales o políticas, en los descabellados planes que elabora cuando le da uno de sus ataques de ira, de celos o de idiotez. Esa es la relación que el lector (al menos en mi caso) desarrolla con Julien Sorel, protagonista de Rojo y Negro. Lo más curioso del asunto es que ese ir y venir de desprecio y simpatía es similar a lo que él mismo siente por todas las personas. Y es que Julien nunca se decide: Los personajes que lo rodean pueden merecer un día su devoción completa y al siguiente su odio. Son considerados por él sus amigos y enemigos con la misma facilidad, y el cambio se produce una y otra vez sólo en el trancurso de unas horas. Y ello no ocurre por lo que éstos hacen o piensan , sino por lo que él cree que hacen y piensan. Casi todo lo que hace Julien está guiado por su permanente paranoia. Nunca se entera que su único enemigo es él mismo.





En veranos como éste me acuerdo de mis tiempos de esclavo. Trabajaba entonces en uno de esos pretenciosos edificios de vidrio espejo del centro financiero de la ciudad. Es cierto que no me gustaba el grillete anudado a mi cuello almidonado, ni los kilos de correos electrónicos que tenía que revisar, ni las negociaciones con clientes inflexibles (porque casi todos eran de empresas estatales), ni asistir a interminables Reuniones de Operaciones, en las que los gerentes de los diferentes proyectos nos alternábamos el privilegio de servir de punching ball al Gran Jefe. Esas fueron algunas de las razones por las que decidí cambiar de aires y rutina. No me arrepiento... salvo en días como hoy, porque me pongo a comparar el generoso, reparador e intenso aire acondicionado que en esa época engreía mi cuerpo, con el horno en el que se ha convertido la oficina que hoy alquilo para trabajar. 

La parte más curiosa del asunto es que nunca, como ahora, había tenido a mi disposición una ventana tan grande como la que hay junto a mi escritorio. Pero a pesar de estar completamente abierta, el aire fresco la ignora y prefiere seguir de largo. No entra nada. Me consuela la vista de las copas de los árboles y la berma central de la avenida, en donde otros ciudadanos, que sudan tanto como yo, buscan sombra desesperados. Más allá se delinean también algunos edificios... pero no se alcanza a ver la torre de vidrio espejo de antaño, con su inolvidable brisa artificial. Felizmente. Porque, si no, sentiría mi cuello incompleto, extrañaría el látigo y tendría tentaciones peligrosas. Muy peligrosas.
De por qué leí un libro que no quería leer, de mis prejuicios y de lo bien que salió todo.  


Andaba por casa un ejemplar de Diez Negritos, la novela policial más vendida de la historia y que mi madre (una incondicional de Agatha Christie) acababa de leer por milésima vez y me sugirió, como muchas otras veces, que le de un vistazo. "Te la lees en una noche" me dijo para convencerme. Sólo por no desairarla lo empecé a leer. Y fue una buena decisión.

Si bien las primeras páginas con la presentación de los diez personajes pueden resultar un poquito confusas una vez que llegas al tercer capítulo la cosa se pone atrevida, la emoción va in crescendo y la curiosidad -por conocer la identidad del gran villano que martiriza a los personajes- te martillea el cerebro.
A fines del siglo pasado había un lugar en mi pequeño universo en el que los juegos de palabras estaban a la orden del día: la cafetería de letras de la universidad. Jugando a hacer puzzles con el absurdo, algunos de mis amigos y yo a veces matábamos el tiempo entre las clases de Estudios Generales Letras, hablando, literalmente, estupideces, combinando y recombinando palabras e inventándoles significados. Mientras leía algunas de las conversaciones y monólogos de los personajes de Tres Tristes Tigres me resultó inevitable recordarlo (aunque los rocones que los personajes de Guillermo Cabrera Infante dicen en su novela son más agudos que los que nosotros  improvisábamos).

(...) del gotán, que es el reverso del tango, derivó el barúm que es lo contrario de una rumba y se baila al revés, con la cabeza en el piso y moviendo las rodillas en lugar de las caderas. (Página 226)


Parece una broma. Y lo es. Casi toda la novela se sustenta en el humor, en la tomadura de pelo de unos personajes frente a otros. Pero no es porque su asunto sea cómico...

Cuando era niño alucinaba con el depósito de dinero de Rico Mc Pato: Una inmensa piscina que, en uno de sus lados, tenía un trampolín desde donde el personaje se lanzaba y se zambullía para nadar, literalmente, entre sus millones de monedas. Ese fue el primer arquetipo de avaro-tacaño-enfermo-del-dinero que habitó en mi mente. Más tarde leí de Tolkien las historias de los dragones Smaug y Glaurung a los que les encantaba destruir países enteros solo por el gusto de reunir todos los tesoros disponibles y echarse de panza sbre ellos para dormir la siesta. Otros personajes, que he podido conocer en otras obras de ficción o en el cine, no han podido superar en angurria a esos arquetipos... Hasta que leí Eugenia Grandet (1833)





Es un lugar común decir que los buenos libros tienen la virtud de arrastrarte hacia la trama y hacerte vivir parte de ella. Pero hay ocasiones en que ocurre un curioso fenómeno inverso: Es uno mismo el que trae la trama hacia su propia vida, pero no hacia su pasado si no a lo que está viviendo en esos momentos. No es, en ese caso, un mérito mágico del autor, sino un problema psicológico rebuscado ejercicio lógico que hace uno mismo como lector. Como si quisieras creer que desde las páginas del libro resuena una voz, (en tono misterioso y con mucho eco) que te dice: Sé lo que estás pensando, sé lo que quieres hacer. Y, para colmo, agrega: Y también sé como va a terminar "eso"... Sí, la sensación es cuando menos, inquietante...


Pues bien, Honoré de Balzac (1799-1850) me ha contado, hace pocas noches, un pedacito de mi propia vida. Sí, ya sé, me vas a decir que ese ilustre señor lleva siglo y medio muerto y que, aún si aceptáramos que su alma deambula ociosa por la Lima de 2015, lo más seguro es que tendría cosas mas interesantes que hacer que ocuparse de un tipejo como yo. Y no, tampoco es que yo me haya encontrado un objeto mágico capaz de traerme la fortuna (aunque mataría por eso), que es en esencia de lo que trata  su novela La Piel de Zapa, que acabo de terminar de leer.  
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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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