Muchos tenemos el defecto... o la virtud... o la peculiaridad (éso, lo tibio es lo más falso pero lo menos complicado también) de tomar hechos claramente inconexos entre sí y crear entre ellos una relación que los dote de sentido. Un ejemplo simpático de ello es lo que me ocurrió a fines de mayo, un domingo soleado por la mañana. Andaba por la Plaza de Armas y me sorprendió encontrarme con una interesante mezcla de tradiciones. Por el jirón Carabaya, frente a la catedral, avanzaba lentamente una ruidosa y festiva multitud. Al frente de ella había una banda de músicos armados de saxos, tubas y trompetas que tocaban un carnaval al ritmo de un bombo. Contorneándose alrededor de ellos había una docena de bailarinas, con la clásica minifalda y el sombrerito pequeño de las fiestas puneñas. Más allá una grupo de sikuris con sus gorros rojos de penachos amarillos, tocando una música muy diferente con sus enormes zampoñas mientras hacían sus propias cabriolas sobre sí mismos.Y doblando la esquina había comparsas de caporales llenos de charreteras doradas y todo tipo de accesorios estrambóticos. Las pancartas que portaban explicaban el jolgorio: Era una celebración por el aniversario de Unicachi (un distrito de Puno del que procede una importante comunidad de comerciantes en Lima). Pues bien, hasta ahí lo típico, lo que suele verse en cualquier fiesta patronal peruana. Lo curioso es que en ese preciso momento entraba a la plaza por el jirón Junín otra procesión, una más pequeña, que no tenía nada que ver con la otra y cuyos integrantes tenían trajes largos y sobrios, cubiertos de mantos blancos y adornados con crucecitas metálicas. Tenían su propia banda de músicos, que tocaba una marcha lenta y tristona, a cuyo compás un grupo de cargadores mecía una pesada anda religiosa (una cruz de madera abrigada con toda clase de telas y colgajos). Liderando la procesión iba un grupo de sahumadoras con mantillas de encaje que murmuraban algo sincronizadamente mientras otras personas arrojaban pétalos de flores sobre la imagen. Era la Santísima Cruz de Torrechayoc (una devoción de la provincia de Urubamba, en Cusco).
A 4 mil kilómetros de aquí ciertos hombres importantes están simulando que tratan de encontrar a un famoso delincuente que se ha escapado de prisión gracias al apoyo -o la desidia, que es lo mismo- de esos mismos hombres importantes.
A 11 mil kilómetros de aquí hombres importantes, de países que hasta ayer se acusaban mutuamente de ser terroristas, están a punto de firmar un acuerdo nuclear que, sin duda, otros hombres importantes se encargarán de desmantelar en los próximos meses.
A más de 5 mil millones de kilómetros de aquí, en un lugar al que felizmente no han llegado los hombres importantes, un robot muy veloz empieza la jornada de trabajo más importante de su misión, en la que tomará las mejores imágenes posibles de un mundo frío y marrón que ha sido objeto de amargas discusiones entre los hombres importantes de nuestro mundo cálido y azul.
Me detengo un momento y vuelvo a leer sobre estas cosas, las únicas que han logrado capturar mi atención en un día como hoy, en el que he dejado de lado los muchos asuntos pendientes que me agobian para perderme, distraerme y emborracharme de las noticias de México, Austria y Plutón. Y me doy cuenta de que algo debe andar muy mal cuando lo único importante que ha ocurrido en mi día ha sucedido tan pero tan lejos de mí.
(13 de julio de 2015)
(13 de julio de 2015)
En la ciudad de París que Balzac dibuja en su novela Papá Goriot, el prestigio social es lo único que importa. Allí los que obran por amor, generosidad, sentido ético o incluso mera practicidad están condenados a la miseria o, peor aún, a la intrascendencia. Si vives ahí y quieres "triunfar" tienes que entender que la hipocresía encabeza todo los códigos de conducta y que parecer es mucho más importante y rentable que ser. Y si estás casado debes exhibirte con tu amante en los eventos sociales porque eso no perjudicará la opinión que los demás tengan de ti, que es mucho más importante que tu propia opinión.
Pero, aunque esta sociedad está llena de carruajes lujosos, trajes inmaculados y modales refinados en realidad es más pobre de lo que parece. Es cierto que los que más brillan siguen siendo los miembros de la nobleza que sobrevivieron a la Revolución Francesa. Pero hoy esa casta no es si no una sombra de lo que fue, al punto que a los condes y marqueses ya no les bastan sus títulos para ser importantes y luchan por obtener dinero como sea para mantener su estatus y su imagen. Empeñan sus relojes y sus joyas, se amanecen en los casinos y tratan, por cualquier medio concebible, de hacer algún buen negocio con los burgueses, a quienes pertenece el dinero. El objetivo no es hacerse rico sino verse magnífico, esconder la decadencia, brillar. Todo lo demás (el amor, la familia, la paz espiritual) es secundario. En esta civilización de la apariencia la autenticidad es un mal.
Pero, aunque esta sociedad está llena de carruajes lujosos, trajes inmaculados y modales refinados en realidad es más pobre de lo que parece. Es cierto que los que más brillan siguen siendo los miembros de la nobleza que sobrevivieron a la Revolución Francesa. Pero hoy esa casta no es si no una sombra de lo que fue, al punto que a los condes y marqueses ya no les bastan sus títulos para ser importantes y luchan por obtener dinero como sea para mantener su estatus y su imagen. Empeñan sus relojes y sus joyas, se amanecen en los casinos y tratan, por cualquier medio concebible, de hacer algún buen negocio con los burgueses, a quienes pertenece el dinero. El objetivo no es hacerse rico sino verse magnífico, esconder la decadencia, brillar. Todo lo demás (el amor, la familia, la paz espiritual) es secundario. En esta civilización de la apariencia la autenticidad es un mal.
Crimen y Castigo es una trampa que te encierra en los bolsillos del abrigo de su protagonista, desde donde compartes su ansiedad, su esperanza, su terror y sientes el filo del hacha que esconde bajo la ropa. Desde ahí comprendes también que el infame proyecto que cocina en su mente (asesinar a una vieja usurera para robarle), no es algo que se contradiga, como podría parecer, con su buen corazón ni con su capacidad para ayudar desinteresadamente a sus semejantes. Porque desde el principio de la novela queda claro que todos los monstruos son seres humanos.
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Autor
Pablo Ignacio Chacón
Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).
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