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Montón de rocas
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Me han espoileado Drácula toda la vida. La culpa es, en primer término, de las películas: La de Coppola la he visto cinco veces, fascinado. La de Murnau, dos (Datazo: No vean la versión sin musiquita porque parece durar el doble de tiempo). La de Herzog, también dos (esa sí da miedo). Y, claro, también esos bodrios efectistas con Christopher Lee en donde el único interés radicaba en responder a la pregunta de rigor: ¿Cómo lo matarán esta vez? También han puesto de su parte los dibujos animados: Hay un capítulo ya-no-ya de la Pantera Rosa en el que esta se refugia en el castillo de un vampiro (y al encontrar el ataúd en el sótano hace un hueco y lo entierra, para estupor de todas las ratas y la ira del vampiro). Ah, también está el Conde Pátula, que vivía con su nana. Y los videojuegos (me envicié con  el Castelvania de Super Nintendo en una época, uno de los pocos juegos yucas que logré ganar), los disfraces de Halloween, el Conde Contar... En fin... Por todo lados hay vampiros. Incluso, a veces, se "te aparece alguno" en la vida real (no, no voy a hablar de ti). Pequeña historia: Hace siglos trabajaba en el Centro Cívico, cuando todavía era una ruina mugrosa llena de oficinas de gobierno y no el infame centro comercial que es ahora. A veces, cuando salía muy tarde por la noche y recorría ese pasadizo largo al aire libre que conecta Garcilaso con Paseo de la República, miraba hacia las altísimas columnas de concreto y ahí veía, revoloteando, unos murciélagos pequeños, haciendo esos movimientos angulosos tan distintos -y, por eso, tan perturbadores- de los de las aves... Una vez uno de ellos bajó hacia donde yo estaba y, aunque sabía de sobra que era un bicho herbívoro o insectívoro, "algo", muy primitivo, muy infantil, me estremeció. Y, aunque no lo hice (porque me reí nervioso de solo pensarlo) se me ocurrió que debería taparme el cuello... Uf, ya, por fin confesé ese trauma que me torturaba.

Así, resulta curioso cómo algunas obras literarias, que nunca has leído, pero que han inundado la cultura popular de manera gradual y poco obvia, pueden tener influencia en tu modo de ver al mundo (y a unos inofensivos animalitos, tan escasos en Lima como los políticos honestos). Pienso que Drácula es un pedacito (entre millones) de mis traumas y de mis fantasías, por lo que leer el best seller de Abraham (Bram, para los amigos) Stoker podía ser algo así como indagar en uno mismo...


Es el ambiente más grande de este piso. Iluminación uniforme,  21 grados en el aire acondicionado, olor a ambientador de lavanda, mesas largas paralelas, muchos cables bien disimulados y unas 30 personas sentadas en sillas de colores, concentradas en su trabajo. Unos analizan, otros programan, otros planifican, otros -los menos- administran. O eso es lo que aparentan hacer. Cualquier observador que pasara por aquí diría: "Oh sí, cómo trabajan, qué concentrados y diligentes". ¿Será cierto? No puedo hablar por lo demás. Aunque mi estatus es un poco diferente al del resto  (soy un consultor externo, sin horario) en la práctica y casi sin darme cuenta, me he ido volviendo parte del staff regular, porque las rutinas de oficina son contagiosas, impositivas, inevitables: Llego a primera hora, almuerzo a la hora que todos almuerzan y he llenado mi cajón de cosas impropias de un empleo portátil: Mi cepillo y mi pasta de dientes, un cargador de celular que permanece aquí, el reglamento de la ley de contrataciones del estado, miles de papeles... ¿Cómo llegamos a esto? Inicialmente mi trabajo era vigilar el cumplimiento de ciertos contratos de tecnología que esta empresa tiene con el estado. Fácil: Coaching al equipo a cargo, validación de gantts, organización de proyectos, encabezar las reuniones con los burócratas clientes, negociar alguna adenda, etcétera. Pero el equipo ha ido abandonando el barco de manera progresiva (por razones de las que soy inocente) y, en la práctica, he terminado haciéndome cargo de toda la gestión. Una situación temporal que, como todo lo que es temporal en mi Perú, se eterniza. Por eso es que hace meses ya no parezco consultor externo y he dejado de desentonar aquí. Mi aspecto se ha uniformizado con el del resto: Inclinado sobre mi laptop, hablando poco, concentrado en las urgencias del día a día. Hoy, por ejemplo, tengo que resolver un impasse en un contrato con Sedapal y preparar un informe para el Ministerio de Economía. Pero, aunque parece que estoy concentrado en eso, aunque parezco igual a todos, no estoy haciendo lo que debería hacer.


Voy a abrir una hoja de cálculo. Esta servirá. El contenido no importa, sino que sea indescifrable para cualquier ojo que se dirija a mi pantalla. Que, desde lejos, solo se note que tiene tablas con datos y números, registros: que parezca un archivo de trabajo. Que todos crean que estoy trabajando. Bien. Ahora abriré un procesador de texto sencillo y redimensionaré la ventana correspondiente hasta que calce, casi perfectamente, con los márgenes de la columna C de la hoja de cálculo, de manera que, desde lejos, parezca que son un solo archivo y no dos. Y eso es todo. Ahora puedo dedicarme a lo que es verdaderamente mío, sin despertar sospechas.

¿Qué escribiré? Cualquier cosa que me permita salirme, por un rato, del malsonante ritmo corporativo, de la ansiedad de los cronogramas, de la incompetencia de mis proveedores, de los caprichos de los gerentes... Por ejemplo: un grupo de versos impublicables sobre un inesperado encuentro en el bus atestado que me trajo aquí. O una crónica aburrida de los aspectos menos formales de la reunión que tuve hace dos días con el gerente general. O el borrador de un cuento que hace tiempo me revolotea en la cabeza y que olvidaré pronto si es no lo anoto en alguna parte. O líneas divagantes, como éstas, que describan un poco el momento que estoy viviendo, desaprovechando estúpidamente las ventajas formales de mi horario, cuando debería ir a la oficina del gerente a decirle "no me contrataste para esto" o "me aumentas o me voy". Líneas que a lo mejor serán borradas dentro de un rato -porque recibí la llamada de un cliente, porque decidí terminar mis pendientes, porque salí huyendo de aquí- o que, a lo mejor, conservo junto con todos esos otros fragmentos de texto que se me han ido desgajando en los últimos meses en esta misma sala y que almaceno en un disco duro virtual, lejos de mí y a salvo de esos arrebatos que a veces tengo y que me obligan a borrarlo todo. Para que así, mañana o el día en que evoque esta época en que tenía que ganarme los frejoles haciendo cosas que odiaba hacer quede, por lo menos, alguna evidencia de que aquí también, en el pedazo de mundo en donde yo soy menos yo, trataba de hacer algo que valiera la pena.
La lucha entre un anciano y un pez espada gigante, en el mar de Cuba, podría haber sido el típico relato de un pescador que agranda su hazaña (y las dimensiones de su presa) para ganarse los aplausos y la envidia de sus oyentes. Si sólo hubiera estado "bien contada" no hubiéramos tenido más remedio que aceptarla, aunque levantando la ceja y dudando de su verosimilitud. Pero, como escritor, ¿qué haces para que una historia así sea creíble? ¿Qué haces para que un personaje, físicamente disminuido, sin alimentos ni agua y sometido a los caprichos de los elementos, pueda enfrentarse con éxito a monstruos que son más grandes que su bote sin que digas "naaaaaa, eso no puede pasar"? Después de mucho tiempo he releído El viejo y el mar -ese tipo que libro que todos quisiéramos escribir- buscando alguna idea de respuesta.




Faltan dieciocho minutos.... trece... cuatro... Ya. Oficialmente es media mañana y no se verá tan mal que abandones tu sitio un rato. No usarás los ascensores: Vas a bajar los ocho pisos por las escaleras, para que el proceso de salir de la burbuja de aire acondicionado que te protege y te da de comer, sea gradual y poco traumático. Afuera hace calor. Cruzarás la calle hacia el parque, le comprarás a la señora del kiosco un paquete de galletas integrales y, mientras te las comes, caminarás alrededor del monumento, pisando las hojas crujientes que han caído de los árboles que te cubren del solazo, mientras espantas a las palomas que picotean tus huellas para robarse las migajas que se te caen de la boca. Mirarás tu reloj y te darás cuenta de que ya han pasado casi diez minutos, que te estás demorando demasiado, de que tienes que volver al edificio para seguir trabajando y, sobre todo, aparentar que lo haces. Y subirás por el ascensor, y te sentarás de nuevo en frente de tu computadora y mirarás el reloj cada cinco minutos para saber cuánto tiempo falta para que sean las doce y treinta y puedas bajar de nuevo para ir a uno de los localcitos de Chinchón para escoger tu entrada y tu segundo y comer, rápido, no más, no vaya a ser que se te pase la hora, y pagar y salir y dar una vuelta al parque para los eructos y volver a subir los ocho pisos para sentarte en frente de tu máquina y empezar a mirar tu reloj cada dos por tres hasta que sean las cuatro para decirles a todos que vas por un café o un chocolate (o solo a dar otra vuelta por el parque), rápido, no más, y subir y sentarte de nuevo y mirar el reloj para saber cuánto falta para las seis. Y cuando sean las seis te darás cuenta de que aún no puedes irte porque lo que tenías que terminar hoy (que no has terminado por tus galletas y tus menúes y tu chocolate y tu maldita incapacidad para organizarte) aún no está terminado y te harás preguntas impertinentes sobre tu vida y tus años y tus proyectos personales que te harán perder aún más tiempo y luego de eficientísimas dos horas más, cerrados por fin todos los pendientes, bajarás (esta vez sí por el ascensor, pues ya no jalas) y te apurarás para ver si encuentras rápidamente un carro no demasiado lleno que te pueda llevar sin demasiados empujones y apretones hasta tu casa durante hora y media, más o menos, para llegar, tirar tus llaves sobre la mesa, lavarte las manos, tomar un vaso de agua, abrir una lata de atún, masticar rápido y lavarte los dientes y arrojarte a tu cama eructando con la idea de leer algo y quedarte dormido sobre el libro que llevas tres meses sin avanzar y despertarte seis horas después para bañarte vestirte desayunar lavarte caminar paradero bus pagar sudar viajar sudar llegar sudar firmar sudar sentarte, prender tu computadora y continuarlo todo donde lo dejaste ayer mientras te dejas arrullar por la burbuja de aire acondicionado que te atonta y te enlentece pero te salva del verano y del hambre, antes  de empezar a mirar el reloj para saber cuántos minutos faltan para lo del parque y las galletitas.
Aunque de tramas muy distintas, hay una sorprendente coherencia entre los relatos que componen La Horda Primitiva. Todos los textos son de corte realista. Sus personajes viven en un contexto urbano o proceden de uno. Su "lucha" principal suele enfocarse en las presiones del entorno. Y la tentación de dejar de luchar y resignarse, atormenta a sus personajes, como si fuera la única salida a sus problemas.


Las mujeres que se salen de lo "socialmente esperado" y que deben soportar "las miradas clavadas en su espalda" (como le pasa a la protagonista del cuento "Dime sí") son recurrentes en esta colección de relatos.

—¿Cuál fue su descubrimiento literario del año?

La pregunta de Javier no se refería a ninguna novedad editorial sino a aquel libro o autor del que no tenías ninguna referencia previa y que, casi por casualidad, empezaste a leer y no te defraudó. Yasser mencionó "Antes que anochezca" , de Reynaldo Arenas. Johan mencionó a un cronista (de cuyo nombre no me acuerdo en este momento). Y el mismo Javier habló de Chinua Achebe con el estusiasmo de un poseso. Yo me sentí avergonzado porque mis escasas lecturas del último año habían sido menos arriesgadas. O bien me había ido "por lo seguro" (Tolstoi, Carver o Bellatín) o guiado por recomendaciones (Richard Parra, García Falcón). Y entonces recordé que sí que tuve un "descubrimiento" deslumbrante  en el 2017... solo que éste no tenía nada que ver con la literatura de ficción... 


El autor que mencioné era Oliver Sacks. Yo no sabía nada de él hasta que leí en la prensa de 2015 unos artículos en los que este neurólogo británico contaba cómo se estaba preparando para morir (pues sabía que le quedaban pocos meses de vida). Me quedé tan impactado por la lucidez y fría emoción de esos textos, que exploré su biografía, llena de elementos novelescos, y descubrí que era un famoso escritor de best sellers de divulgación científica. Curioso, me bajé una copia pirata de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, uno de sus libros más celebrados, en el que cada capítulo está enfocado en el caso de un paciente distinto y en la relación profesional que el médico establece con cada uno. El archivo se quedó escondido en mi tablet hasta que, por casualidad, lo reencontré el año pasado. 

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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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