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Montón de rocas
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Es el ambiente más grande de este piso. Iluminación uniforme,  21 grados en el aire acondicionado, olor a ambientador de lavanda, mesas largas paralelas, muchos cables bien disimulados y unas 30 personas sentadas en sillas de colores, concentradas en su trabajo. Unos analizan, otros programan, otros planifican, otros -los menos- administran. O eso es lo que aparentan hacer. Cualquier observador que pasara por aquí diría: "Oh sí, cómo trabajan, qué concentrados y diligentes". ¿Será cierto? No puedo hablar por lo demás. Aunque mi estatus es un poco diferente al del resto  (soy un consultor externo, sin horario) en la práctica y casi sin darme cuenta, me he ido volviendo parte del staff regular, porque las rutinas de oficina son contagiosas, impositivas, inevitables: Llego a primera hora, almuerzo a la hora que todos almuerzan y he llenado mi cajón de cosas impropias de un empleo portátil: Mi cepillo y mi pasta de dientes, un cargador de celular que permanece aquí, el reglamento de la ley de contrataciones del estado, miles de papeles... ¿Cómo llegamos a esto? Inicialmente mi trabajo era vigilar el cumplimiento de ciertos contratos de tecnología que esta empresa tiene con el estado. Fácil: Coaching al equipo a cargo, validación de gantts, organización de proyectos, encabezar las reuniones con los burócratas clientes, negociar alguna adenda, etcétera. Pero el equipo ha ido abandonando el barco de manera progresiva (por razones de las que soy inocente) y, en la práctica, he terminado haciéndome cargo de toda la gestión. Una situación temporal que, como todo lo que es temporal en mi Perú, se eterniza. Por eso es que hace meses ya no parezco consultor externo y he dejado de desentonar aquí. Mi aspecto se ha uniformizado con el del resto: Inclinado sobre mi laptop, hablando poco, concentrado en las urgencias del día a día. Hoy, por ejemplo, tengo que resolver un impasse en un contrato con Sedapal y preparar un informe para el Ministerio de Economía. Pero, aunque parece que estoy concentrado en eso, aunque parezco igual a todos, no estoy haciendo lo que debería hacer.


Voy a abrir una hoja de cálculo. Esta servirá. El contenido no importa, sino que sea indescifrable para cualquier ojo que se dirija a mi pantalla. Que, desde lejos, solo se note que tiene tablas con datos y números, registros: que parezca un archivo de trabajo. Que todos crean que estoy trabajando. Bien. Ahora abriré un procesador de texto sencillo y redimensionaré la ventana correspondiente hasta que calce, casi perfectamente, con los márgenes de la columna C de la hoja de cálculo, de manera que, desde lejos, parezca que son un solo archivo y no dos. Y eso es todo. Ahora puedo dedicarme a lo que es verdaderamente mío, sin despertar sospechas.

¿Qué escribiré? Cualquier cosa que me permita salirme, por un rato, del malsonante ritmo corporativo, de la ansiedad de los cronogramas, de la incompetencia de mis proveedores, de los caprichos de los gerentes... Por ejemplo: un grupo de versos impublicables sobre un inesperado encuentro en el bus atestado que me trajo aquí. O una crónica aburrida de los aspectos menos formales de la reunión que tuve hace dos días con el gerente general. O el borrador de un cuento que hace tiempo me revolotea en la cabeza y que olvidaré pronto si es no lo anoto en alguna parte. O líneas divagantes, como éstas, que describan un poco el momento que estoy viviendo, desaprovechando estúpidamente las ventajas formales de mi horario, cuando debería ir a la oficina del gerente a decirle "no me contrataste para esto" o "me aumentas o me voy". Líneas que a lo mejor serán borradas dentro de un rato -porque recibí la llamada de un cliente, porque decidí terminar mis pendientes, porque salí huyendo de aquí- o que, a lo mejor, conservo junto con todos esos otros fragmentos de texto que se me han ido desgajando en los últimos meses en esta misma sala y que almaceno en un disco duro virtual, lejos de mí y a salvo de esos arrebatos que a veces tengo y que me obligan a borrarlo todo. Para que así, mañana o el día en que evoque esta época en que tenía que ganarme los frejoles haciendo cosas que odiaba hacer quede, por lo menos, alguna evidencia de que aquí también, en el pedazo de mundo en donde yo soy menos yo, trataba de hacer algo que valiera la pena.
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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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