Me salen otros gallos y vuelvo a pensar que no soy el mismo de antes. Terco, cambio la forma en que respiro e intento impostar la voz. Pero suelto otro cacareo y decido callarme un rato para evitar la afonía. Miro a mi alrededor y no veo a mis amigos. A mi lado está, más bien, un hombre sesentón que camina silencioso con una cartulina que dice algo sobre la justicia. Al frente, un grupo de chicas que dan saltos sobre la pista con una pancarta en la que el presidente aparece con cuerpo de ratón. Y, a dos personas a mi derecha, hay un tipo sudoroso con un megáfono averiado. Grita inútilmente una frase por el auricular. Se me ocurre que debería decirle que el aparato no funciona pero, se le ve tan contento declamando que no me atrevo a importunarlo... Miro detrás de mí. Busco las cabezas de Javier o de Manuel y los veo a diez metros, delante de unas banderas. Me detengo para esperarlos. La multitud avanza. Cada minuto que pasa, una voz distinta propone una frase y el resto de personas que está cerca, repite, siete u ocho veces, sus palabras, hasta que el estruendo empieza a extinguirse y otro entusiasta, cualquiera, toma la posta. En una de esas, siento que es mi turno. Curvo mis manos sobre la boca, y suelto, con todas mis fuerzas, el estribillo poco elegante pero rimador, que el tipo sudoroso estaba gritando. Esta vez no me salen gallos.
Pe Pe Ká decía
que no lo indultaría.
Mentira, mentira.
La misma porquería.
Varios me imitan. Felizmente lo hacen, porque tropiezo con uno de los baches de la Avenida Grau y tengo que dejar los lemas políticos para concentrarme en no caerme. Mi garganta no es la misma, está claro. Pero mi torpeza es la de siempre. Y eso me reanima. Me rejuvenece.
Comparaciones
Torpe fui en la primera manifestación política en la que participé, hace 22 años. Me acuerdo de que, luego de un plantón frente al Congreso, crucé la avenida Abancay con mis compañeros de la universidad, de manera tan descuidada, que un Volkswagen que avanzaba lentamente, me embistió. Aunque estuve vendado y medio cojo por varios días, solo una semana después ya estaba marchando de nuevo, en una movilización mucho más grande, en la que grité varias de las palabras que estoy escuchado en esta noche de diciembre: Dignidad, pueblo, carajo... Otras similitudes me sorprenden: El apellido que más resuena en esta multitud, es el mismo que gritábamos en esos años, aunque en aquel tiempo nos cuidábamos mucho de los adjetivos que lo acompañaban, para evitar que la policía tuviera la excusa que buscaba para apalearnos. Incluso el asunto que nos congrega en esta noche no es más que una variación de lo mismo que nos hizo salir a la calles en junio de 1995. Entonces fue la liberación de un grupo de esbirros del fujimorato. Hoy, la del viejo exdictador. En ambos casos, la excusa oficial fue una palabrita prostituida por los políticos peruanos: reconciliación. Como si la concordia pudiera imponerse por decreto.
El escenario
Las locaciones son casi las mismas. El decorado, también: Rejas portátiles en las plazas, el brillo de los cascos y escudos de los guardias que nos escoltan, banderas peruanas, los sikuris de San Marcos, los desangelados cartelones de la Católica, los bombos, los muñecones con las caras de los políticos rechazados, los tipos que llevan letreros con los nombres de las víctimas (aunque ahora se han agregado sus fotos gigantes), sus parientes (22 años, más viejos pero igual de incansables), los grupitos compactos y los dispersos, las cartulinas de los apartidistas pintadas con tiza o con plumón, las manos que se mecen en el aire (abiertas o en puño) y la mirada serena del Libertador en la Plaza en la que casi siempre empieza todo.
Por supuesto, hay también cosas distintas. En el 95, uno de los inofensivos drones de los que hoy sobrevuelan nuestras cabezas, hubiera propiciado el pánico. Y el brillo de los celulares en cada mano, el asombro. Hoy abundan las camisetas de Paolo Guerrero, los vendedores de vinchas con lemas que denuncian la traición del presidente y que están impresos en diferentes colores (para calzar con el credo político de cada quien), los negocios están abiertos en todas las calles (algo impensable antes, porque todas las tiendas cerraban por miedo a las bombas lacrimógenas o el vandalismo) y el clima general, que no tiene nada de la tensión que nos acompañaba en los noventa. A ratos, más que una protesta, parece un paseo. En el 95 hubiera sido surrealista encontrarte en plena marcha con tu ex (como me acaba de ocurrir en el cruce de Wilson con 28 de Julio), con tu primer jefe (junto al Sheraton), o con un amigo del colegio que no ves hace muchísimos años (en frente del Palacio de Justicia). Sé, por lo que veo en mi móvil, que Walter (centro izquierda, amigo de la universidad) anda con un grupo más adelante y que Jorge (liberal, como yo, y ppkausa decepcionado), me estuvo esperando frente al Teatro Colón pero que decidió empezar a marchar por mi demora. Yo estoy caminando junto a los compañeros de un grupo literario: A Manuel (habitualmente apolítico) me lo encontré en la estación Canaval y Moreyra, viniendo para acá; Javier (socialista), que se nos unió con sus amigos en la Plaza San Martín. Sabemos que Cayre (de ideología indescifrable) anda con una gente de la Católica y Malena está marchando en primer fila. Johan, que no está en Lima, ha mandado sus fotos de una marcha equivalente que hay en Arequipa. No había forma, en el 95, de que te sintieras tan acompañado en una manifestación de protesta. Me siento casi seguro. ¿Cómo es posible? ¿Es que nos hemos ablandado? ¿Donde quedó esa tensión que volvió épicas nuestras pechadas con el poder? Antes había mucho miedo. Todos te disuadían de levantar una pancarta. No podías contarle a tus padres que estabas en estas movidas. Y te demorabas horas en convencer a uno de tus amigos para que te acompañe. Decir "No", decir "Justicia" en voz alta, decir "Ni olvido ni perdón", equivalía a ser fichado, a que tus conocidos se alejen de ti, a que alguien te denuncie. Si sabían que estabas en contra de las políticas del Chino, te decían prosenderista, terruco, rojo o cualquiera de esas cosas. Y cuando les contestabas que nada que ver, que tú eras liberal, se reían en tu cara, porque en ese tiempo el libre mercado era agua y los derechos humanos, aceite.
Historia de un pancarta
Ocurrió tras las elecciones de 1995. Fujimori había logrado una aplastante reelección y, en la resaca de su triunfo, su congreso constituyente aprobó -de madrugada, para que no aparezca en los diarios del día siguiente-, una Ley de Amnistía con la que dejaba en libertad a los integrantes del Grupo Colina, un escuadrón paramilitar que secuestró y asesinó a un grupo de estudiantes universitarios (Caso La Cantuta) y de provocar un baño de sangre en una pollada (Caso Barrios Altos). La ley, hecha en nombre de la manida "Reconciliación Nacional" generó una corriente de opinión (modesta y minoritaria, pues de esos temas se hablaba poco) contra una vulgar liberación de asesinos confesos y propició declaraciones de grupos de derechos humanos que exigían su derogación. Como yo andaba metido en el Centro Federado de la facultad, estuve al tanto de los contactos que se hicieron con otras universidades para que los estudiantes hicieran un pronunciamiento y me vi involucrado en la organización. Pedimos el consejo de algunos notables (un artista plástico, una congresista opositora recién elegida, alguna periodista, grupos de derechos humanos) y preparamos una manifestación sin participación de los políticos, pues la idea era desmarcarnos de ellos y enfocar el asunto como algo que le tocaba a la gente de la calle, algo de sentido común y de justicia.
La noche previa a la marcha principal, unos compañeros y yo quisimos hacer una pancarta. Conseguimos un buen pedazo de tela cuadrada blanca y la colocamos sobre el piso del patio de la Facultad de Letras para poder pintar sobre ella un mensaje con la pintura que nos habían regalado. No recuerdo qué escribimos, pero sí que denunciaba la injusticia de la ley de amnistía. Nos quedó bien. Pero cuando levantamos la tela para verla erguida, nos dimos cuenta de que parte de la pintura la había traspasado y se había quedado impregnada en el piso, como un mensaje poco legible pero —oh sacrilegio— rojo. Uno de los vigilantes de la universidad pasaba en ese momento por ahí. Vio la escena, retrocedió y gritó por su walkie talkie:
— Patio de Letras. Pintas subversivas en el patio de letras. Manden gente.
Los refuerzos llegaron pronto. Nos estaban tomando por simpatizantes senderistas. Nos costó varios minutos, horribles, convencerlos de que lo que había pasado tenía una explicación física y para nada política.
— Patio de Letras. Pintas subversivas en el patio de letras. Manden gente.
Los refuerzos llegaron pronto. Nos estaban tomando por simpatizantes senderistas. Nos costó varios minutos, horribles, convencerlos de que lo que había pasado tenía una explicación física y para nada política.
Y es que casi cualquier cosa en esa época era "sospechosa", incluso si eras un estudiante de clase media de una universidad privada. Por eso, en los días previos, algunos del grupo de organizadores (entre los que recuerdo a Alejandra Alayza y a Alberto Castro) habíamos conversado con algunas de las autoridades de la institución para explicarles que no apoyábamos a ningún partido y que, como estudiantes, solo queríamos pedir que se derogue una ley terrible aprobada al caballazo. Unos patas de la facultad de derecho gestionaron el apoyo de varios egresados para que defendieran a cualquier posible arrestado en la movilización. Y, con nuestros compañeros de Ciencias, organizamos un piquete de seguridad que incluía a los más grandulones de la universidad, para que nos mantuvieran a salvo de los saboteadores. Pero contra los rumores que desalentaban a los posibles participantes, no podíamos hacer mucho. Se decía que el permiso que nos había dado la prefectura iba a ser revocado. Que agentes del Servicio de Inteligencia nos habían infiltrado. Que detonarían una bomba en la universidad para sabotear la movilización (de hecho, un petardo fue reventado en esas fechas). Alberto me habló de una camioneta que lo seguía en las noches. Y yo empecé a ver carros acosadores en todas partes. Había miedo. Mucho. Dimos entrevistas en la radio e hicimos una micro conferencia de prensa en las gradas del Palacio de Justicia, entre la desconfianza y la burla de amistades y allegados. Evidentemente descuidé mis estudios en esas semanas, pero tenía la idea —ingenua, absurda— de que hacer esto era más importante. Así llegó el viernes 23 de junio. A medio día era la pre-concentración en el tontódromo de la Católica. Fue deprimente estar ahí: no más de veinte participantes. Entonces, a alguien se le ocurrió la idea de caminar por todo el Fundo Pando, golpeateando suavemente el bombo que había llevado un barrista de Universitario de Deportes. Durante ese pregón, nadie mostró ninguna pancarta, como si fuéramos una procesión fúnebre o religiosa, sin decir ni una palabra. Pasamos en frente de las cafeterías, por la puerta de las facultades, por los estacionamientos y, cuando media hora después, salimos del Campus para encontrarnos con nuestros compañeros de San Marcos, ya éramos un manchón. Mi pancarta blanca encontró portadores entusiastas y a mi me tocó ser del grupito que se turnaba el megáfono para elaborar las consignas.
Tuvimos que autocensurarnos un poco, evitando frases agresivas o mencionar explícitamente al dictador, usando más bien palabras como justicia y paz. No queríamos darle excusas al rochabús que nos seguía (bien pegadito a la retaguardia del grupo) para que se desquite con nosotros. Nuestro destino era la Plaza Francia, en donde hora y media después nos encontramos con los familiares de los estudiantes asesinados y algunas organizaciones de derechos humanos para los discursos de rigor. Aunque era improbable que nuestra movilización cambiara las cosas, confieso que yo creí que algo lograríamos. Quizá algún congresista de la mayoría entendía el punto. Quizá convenceríamos a la prensa para tocar más el tema. Quizá la gente que nos veía pasar, con indiferencia o desprecio por las calles, se quedaba pensando en lo que estábamos pidiendo. Pero la realidad es que defendíamos una causa poco popular ("si los han matado debe ser porque eran terrucos"), no había ninguna cobertura de prensa sobre nuestra movilización (pues la mitad de los medios ya se había vendido a los fajos de Montesinos y, los demás, no querían indisponerse con el recién reelegido gobernante) y a nadie, salvo a nuestros parientes, le hubiera importado que nos pasara algo. La prueba de ello eran las lágrimas que ese día nos contagiaron los hermanos y los padres de los estudiantes asesinados, cuando nos contaron todo lo que estaban pasando (hostigamiento, amenazas) por reclamar un mínimo de justicia. La arenga preferida a partir de ese momento, fue un clásico de las marchas de protesta: La sangre derramada / jamás será olvidada.
Tuvimos que autocensurarnos un poco, evitando frases agresivas o mencionar explícitamente al dictador, usando más bien palabras como justicia y paz. No queríamos darle excusas al rochabús que nos seguía (bien pegadito a la retaguardia del grupo) para que se desquite con nosotros. Nuestro destino era la Plaza Francia, en donde hora y media después nos encontramos con los familiares de los estudiantes asesinados y algunas organizaciones de derechos humanos para los discursos de rigor. Aunque era improbable que nuestra movilización cambiara las cosas, confieso que yo creí que algo lograríamos. Quizá algún congresista de la mayoría entendía el punto. Quizá convenceríamos a la prensa para tocar más el tema. Quizá la gente que nos veía pasar, con indiferencia o desprecio por las calles, se quedaba pensando en lo que estábamos pidiendo. Pero la realidad es que defendíamos una causa poco popular ("si los han matado debe ser porque eran terrucos"), no había ninguna cobertura de prensa sobre nuestra movilización (pues la mitad de los medios ya se había vendido a los fajos de Montesinos y, los demás, no querían indisponerse con el recién reelegido gobernante) y a nadie, salvo a nuestros parientes, le hubiera importado que nos pasara algo. La prueba de ello eran las lágrimas que ese día nos contagiaron los hermanos y los padres de los estudiantes asesinados, cuando nos contaron todo lo que estaban pasando (hostigamiento, amenazas) por reclamar un mínimo de justicia. La arenga preferida a partir de ese momento, fue un clásico de las marchas de protesta: La sangre derramada / jamás será olvidada.
Luego marchamos hacia el Congreso, entre el temor (Somos estudiantes / No somos terroristas) y la euforia (Pueblo, escucha / y únete a la lucha). Avanzamos por Camaná a Colmena y, rodeando la Plaza San Martín —donde se nos unieron grupitos de la Villareal, de la Garcilaso y hasta de la Pacífico— tomamos la Abancay entre abucheos y pocos aplausos de los transeúntes. Nos detuvimos en frente del Ministerio Público para lanzar arengas a la magistrada que, hasta hacía pocos días, estaba procesando a los liberados (Honor y dignidad: / Jueza Saquicuray ) . Y luego, en la plaza Bolívar, pusimos un montón de velas encendidas en el piso en memoria de los muertos. La pancarta blanca se quedó por ahí, notoriamente descosida, junto al monumento al otro Libertador. Pasaron muchas otras cosas en ese día, pero, en resumidas cuentas, puede decirse que la movilización fue pacífica (no hubo ningún incidente con la policía) y emotiva, a pesar de toda la bulla que hicimos. Para muchos de mi generación fue la primera marcha. Desde hacía años, primero por la violencia senderista y luego por la represión del estado, los estudiantes no salían a las calles. Pero lo mucho que nos impactó esa experiencia no se vio reflejado en los medios de comunicación y el resto del país ni se enteró. Eso me frustró y me hizo pisar la tierra. Años después, me consoló la idea de que esas jornadas sirvieron, al menos, como un "ensayo" de las masivas y más difundidas protestas estudiantiles del 97 y el 98. Pero de algún modo el tiempo le dio la razón a los que caminamos en ese día: Seis años después (cuando cayó el régimen) la Ley de Amnistía fue derogada y los criminales volvieron a la cárcel. Hoy ni siquiera los fujimoristas defienden la legalidad de la norma. En el mejor de los casos, es recordada como una torpeza de la dictadura. En el peor, como puro encubrimiento de asesinos. No reconocilió a nadie.
¿Entonces?
En la marcha de hoy no tengo un megáfono ni una pancarta ni soy parte de ningún grupo organizado. Las sensaciones son casi todas las mismas pero hay una que falta: el miedo. Será que estoy más viejo, que soy más conchudo o que, simplemente, se respira más tranquilidad. Está claro que, pese a todo, son tiempos mejores. Algunos dirán que el miedo a marchar se extinguió, precisamente, gracias a la pacificación contrasubversiva del fujimorato. Otros, que el peligro de participar en una marcha se ha diluido porque casi todos los asistentes cuentan hoy con una cámara en su celular y es muy fácil filmar cualquier exceso, abuso o sabotaje. Y otros dirán que, a diferencia de los noventas, no vivimos en una democracia de cartón, sino en una real, a pesar de todos sus defectos. Pero hoy, cuando puedes decir todo lo que quieras en las redes, cuando no necesitas abrir la boca para ser escuchado, cuando unos votos bien contados pueden resolver cualquier discrepancia, es inevitable que te preguntes ¿sirve de algo ir a marchar? ¿Lo haces solo para sentirte bien? ¿Acaso te sientes absurdamente superior a los que se quedaron en casa? ¿Lo haces para que Fujinski te devuelva tu voto? ¿Para que tus amigos comenten las fotos que colgaste en tu cuenta de Instagram con tu pancarta? ¿Para presumir que caminaste de noche por la Plaza Bolognesi? ¿Para poder decirle a tus hijos que no te quedaste de brazos cruzados cuando tu candidato te traicionó? ¿Porque crees que las manifestaciones cambian la historia? ¿Porque te encanta reventar el tráfico de la ciudad? ¿Porque estás lleno de odio-caviar-social-confuso-pichi-caca-pensamiento-gonzalo? ¿Porque eres un demócrata? No estoy seguro. Creo que la marcha en sí no resuelve nada. Pero algo siembra. Hace que se discuta, que se cuestione, que se comente, que se entienda. Pone los problemas en la agenda. Incomoda, pica y, por eso mismo, alienta la discusión. Y, tarde o temprano, empuja a un grupo mayor que el que participa en ella, a resolverlo.
Cuando pienso que la mayoría de esta gente (el sesentón que hizo en casa su pancarta , las chicas que construyeron un pepekarrata de cartón, el tipo del megáfono averiado o cualquiera de los miles que hay aquí), en vez de ir a su casa a ver televisión hoy jueves por la noche, de comer con la familia, salir con los amigos o acostarse temprano para ir a trabajar fresquito al día siguiente, en vez de hacer cualquiera de esas cosas, han ido al centro a gastar sus suelas y gargantas, junto con un montón de extraños de todas las edades, fachas y creencias que, como ellos, llegaron en su bus, su carro o sus dos piernas, como pudieron, a cambio de nada, para ir luego irse a dormir afónicos, cansados, con una rarísima sonrisa en los labios, como si hubieran hecho algo hermoso y trascendente, cuando veo todo eso, decía, entiendo que protestar también sirve para que no te sientas solo. Ni loco.
Cuando pienso que la mayoría de esta gente (el sesentón que hizo en casa su pancarta , las chicas que construyeron un pepekarrata de cartón, el tipo del megáfono averiado o cualquiera de los miles que hay aquí), en vez de ir a su casa a ver televisión hoy jueves por la noche, de comer con la familia, salir con los amigos o acostarse temprano para ir a trabajar fresquito al día siguiente, en vez de hacer cualquiera de esas cosas, han ido al centro a gastar sus suelas y gargantas, junto con un montón de extraños de todas las edades, fachas y creencias que, como ellos, llegaron en su bus, su carro o sus dos piernas, como pudieron, a cambio de nada, para ir luego irse a dormir afónicos, cansados, con una rarísima sonrisa en los labios, como si hubieran hecho algo hermoso y trascendente, cuando veo todo eso, decía, entiendo que protestar también sirve para que no te sientas solo. Ni loco.
Pablo Ignacio Chacón, 2017