Di los primeros pasos con cuidado, para comprobar si me sentía tan cómodo como en la tienda. Crucé la berma, evité un charco, salté sobre un sardinel y me alivió ver que los lados de mis zapatillas no se habían manchado.... Cuando pasé en frente del edificio en construcción, con su vereda llena de montoncitos de arena y tierra compactada, hice un higiénico rodeo. También evité un mojón dejado por algún perro monstruoso, un hueco muy sucio y unas salpicaduras de tierra seca que habían quedado sobre el cemento luego del paso del camión cisterna que riega los parques. Ya en el paradero, estuve un poco inquieto mirando la gran cantidad de zapatos ajenos que, amenazantes, pisaban por aquí y por allá. Al subir al autobús puse mis pies en un sitio seguro: Debajo de otro asiento. Volví a mirarlos. Los bordes de las suelas seguían impecables.
Durante ese día en la oficina en donde soy consultor a medio tiempo, sentí la alfombra más esponjosa que de costumbre. Algunas cosas salieron bien, otras no tanto, pero nada resultó suficientemente grave para incomodarme. Flotaba. Como si mis rodillas hubieran sido reencauchadas y unas nubes anatómicas amortiguaran todos mis movimientos. A la hora del almuerzo fui hacia el chifa que hay a tres cuadras. La sopa, habitualmente sobrecondimentada, me supo bien y hasta sus falsos wantanes (rellenos, no de carne sino de más wantán) me parecieron soportables. Luego hice un poco de tiempo probando mis pisadas nuevas en otras veredas, en un piso empedrado con cantos rodados, en el cruce desnivelado de unas losetas... y en todos esos casos el agarre de mi cuerpo con el terreno era cómodo y preciso. Pensé que mis zapatillas negras me daban un poder secreto sobre los elementos y la calle. ¿Sería así todo el día?
Mi agenda de la tarde estaba reservada para la visita a una entidad estatal (un posible cliente) a donde acudiría con mi buena amiga "C". Hacía por lo menos un año que ella y yo, ex-colegas de otras empresas, no conversábamos en persona, pero en el taxi solo nos ocupamos de hablar de lo que diríamos en la reunión de trabajo. Los funcionarios del área de sistemas del ministerio nos recibieron con cordialidad y hasta se rieron de un chiste que hice. Yo tenía la impresión de que todos sabían que las cosas buenas —el buen humor general y hasta el sol que había salido en esa tarde de mayo— se debían a mis zapatillas nuevas. A ratos las miraba de reojo, orgulloso de haberlas adquirido. Eran lo suficientemente cómodas para mis andanzas peatonales y, al mismo tiempo, lo suficientemente discretas para no desentonar en los lugares "medio formales" a los que mi trabajo me obliga a acudir.
La reunión terminó sin ningún acuerdo concreto, pero igual "C" y yo regresamos a la calle de buen ánimo. El taxi que tomamos para regresar a San Isidro se enredó con otros carros que atestaban el centro histórico... pero no nos importaron mucho las bocinas y la lentitud del tráfico. Esa distensión propició que toquemos temas más personales. Hablamos de lo que sabíamos de nuestros antiguos colegas y mencionamos al viejo mensajero, que había enfermado y fallecido hacía poco, luego de una dura enfermedad. Entonces le pregunté por su mamá.
— ¿Cómo está?
— Mal —contestó.
La leve vibración de sus ojos me sugirió que el adjetivo no era suficientemente justo. Desvió la conversación por otros rumbos y yo traté de regresar al tema con la menor torpeza posible, intrigado (pues no sabía nada) y culpable (por no saber nada). Entonces me contó de las dificultades que, varios meses atrás, había tenido su mamá para dormir, del medicamento que tuvieron que recetarle, del nulo efecto que le hizo, de la dosis que los médicos sugirieron aumentarle, del día en que se la aumentaron, del sueño profundo que eso le provocó, del susto, del hospital, de la sala de cuidados intensivos, de pensar en lo peor, del inesperado despertar de la señora (que había vuelto a la vida más allá que acá), de la imposibilidad que ahora existía para comunicarse con ella (pues solo era capaz de mover los ojos y un brazo), de la violencia de los cambios, de las rutinas destruidas, de los gastos exorbitantes, de los pensamientos horribles a los que uno llega por amor. Del "no sé qué hacer" de "C". Del "no sé qué decirte" mío. De sus ojos gelatinosos. De mi lengua inepta.
Cuando llegué a mi destino y nos despedimos, la alfombra de la oficina estaba más delgada y dura que en la mañana. Traté de distraerme de esos temas difíciles dedicándome a mis asuntos laborales pendientes. Al final de la tarde, antes de irme a casa, necesitando cambiar de aires y pensamientos, fui a molestar a mi amiga "A" con quien antes (cuando yo trabajaba ahí a tiempo completo) solía matar el rato chismeando sobre los avatares de la oficina y rajando de los clientes caprichosos. Le comenté de mi reunión en el ministerio y de lo que había oído esa tarde sobre el mensajero fallecido, que ella también conocía.
— Ah sí, pasó justo cuando yo estuve mal.
—¿Mal? ¿qué te pasó? —pregunté.
—Tuve una pérdida —respondió y en sus ojos apareció el mismo temblor que había visto unas horas antes en otros ojos.
"A" se refería a un reciente embarazo que se quedó a medio camino. Le dije que no sabía nada, otra vez culpable e indigno. Me contó, a grandes rasgos, lo que había pasado. "Pero ya estoy bien" me dijo, con la vocecita de quien sabe que no es cierto. Otros colegas pasaron por ahí y aproveché su presencia para cambiar de tema. Al rato me despedí de todos y bajé por las escaleras de emergencia, de concreto afilado y sentí que mis rodillas sufrían con cada paso, como si le tuviera miedo al primer piso. Al asomarme por la puerta del edificio vi un Covida estacionado en el paradero de la esquina, esperándome. Corrí para alcanzarlo, esquivando torpemente la tierra mojada de una jardinera sobre la que tropecé. Subí justo en el momento en que el carro arrancaba. Caminé hacia los asientos del fondo (los más espaciosos) que estaban sorprendentemente vacíos. Me ubiqué ahí, junto a la ventana. Casi de inmediato abordó un vendedor de golosinas. Se mandó todo un discurso que, seguramente, había pronunciado ese mismo día en otras decenas de autobuses. Su historia hablaba de una vida desgraciada que estaba intentando cambiar con ayuda de la religión. Era un cuento terrible y trillado, pero me resultó muy interesante porque me daba la oportunidad (por primera vez en el día) de hacer algo "útil" por otra persona. Pero los cinco caramelos que le compré no me quitaron el remordimiento.
Resignado, apoyé mi frente contra el vidrio. Gracias a la lentitud con la que el carro avanzaba por las calles de Surquillo, pude ver con claridad las expresiones de los que estaban inmóviles o caminando sobre las veredas. Seguramente muchas de esas personas se sentían serenas y felices... pero yo solo tuve ojos para las que lucían hurañas, serias o asustadas, mientras pensaba en las amistades que he descuidado ("A", "C" y el resto del abecedario), en las reuniones a las que ya no asisto y en las batallas secretas que seguramente libran aquellos que están cerca de mí. Pensé en los "cómo estás" que a veces omito, en las sonrisas que niego, en las bromas inocentes que, por falso pudor, ya no digo, en cómo he sustituido los apretones de mano y los abrazos por una simple levantada de cejas. Pensé en lo mucho que me alejo de los que debería tener más cerca y en los nubarrones de mala suerte que acechan por todas partes. Pensé en todo lo malo que podría ocurrirle en cualquier momento a las personas que más quiero. Y tuve miedo.
Intenté recuperar la tranquilidad alejándome del vidrio. Recordé que al día siguiente tendría varias horas libres para retomar algunos proyectos personales que estaba postergando y eso mejoró mi humor. Luego pensé en lo cómodo que estaba allí, en el acolchado asiento trasero de un bus medio vacío, en plena hora punta, un día de semana, sin angustias que me aquejen, sin apuros y sin duelos que sobrellevar. A bordo de ese cascarón metálico que me llevaba a casa, yo era un hombre afortunado, protegido de las cientos de personas en ruinas que me acechaban desde la calle. Y decidí que, en lo que quedaba de ese día, nadie podría contagiarme su tristeza.
Pero cerca del tramo final, cuando estiré mis piernas para estar más cómodo, miré mis pies. Lo más curioso de todo es que no me sorprendió comprobar lo sucias (y viejas) que se veían mis zapatillas negras.
Pablo Ignacio Chacón
Durante ese día en la oficina en donde soy consultor a medio tiempo, sentí la alfombra más esponjosa que de costumbre. Algunas cosas salieron bien, otras no tanto, pero nada resultó suficientemente grave para incomodarme. Flotaba. Como si mis rodillas hubieran sido reencauchadas y unas nubes anatómicas amortiguaran todos mis movimientos. A la hora del almuerzo fui hacia el chifa que hay a tres cuadras. La sopa, habitualmente sobrecondimentada, me supo bien y hasta sus falsos wantanes (rellenos, no de carne sino de más wantán) me parecieron soportables. Luego hice un poco de tiempo probando mis pisadas nuevas en otras veredas, en un piso empedrado con cantos rodados, en el cruce desnivelado de unas losetas... y en todos esos casos el agarre de mi cuerpo con el terreno era cómodo y preciso. Pensé que mis zapatillas negras me daban un poder secreto sobre los elementos y la calle. ¿Sería así todo el día?
Mi agenda de la tarde estaba reservada para la visita a una entidad estatal (un posible cliente) a donde acudiría con mi buena amiga "C". Hacía por lo menos un año que ella y yo, ex-colegas de otras empresas, no conversábamos en persona, pero en el taxi solo nos ocupamos de hablar de lo que diríamos en la reunión de trabajo. Los funcionarios del área de sistemas del ministerio nos recibieron con cordialidad y hasta se rieron de un chiste que hice. Yo tenía la impresión de que todos sabían que las cosas buenas —el buen humor general y hasta el sol que había salido en esa tarde de mayo— se debían a mis zapatillas nuevas. A ratos las miraba de reojo, orgulloso de haberlas adquirido. Eran lo suficientemente cómodas para mis andanzas peatonales y, al mismo tiempo, lo suficientemente discretas para no desentonar en los lugares "medio formales" a los que mi trabajo me obliga a acudir.
La reunión terminó sin ningún acuerdo concreto, pero igual "C" y yo regresamos a la calle de buen ánimo. El taxi que tomamos para regresar a San Isidro se enredó con otros carros que atestaban el centro histórico... pero no nos importaron mucho las bocinas y la lentitud del tráfico. Esa distensión propició que toquemos temas más personales. Hablamos de lo que sabíamos de nuestros antiguos colegas y mencionamos al viejo mensajero, que había enfermado y fallecido hacía poco, luego de una dura enfermedad. Entonces le pregunté por su mamá.
— ¿Cómo está?
— Mal —contestó.
La leve vibración de sus ojos me sugirió que el adjetivo no era suficientemente justo. Desvió la conversación por otros rumbos y yo traté de regresar al tema con la menor torpeza posible, intrigado (pues no sabía nada) y culpable (por no saber nada). Entonces me contó de las dificultades que, varios meses atrás, había tenido su mamá para dormir, del medicamento que tuvieron que recetarle, del nulo efecto que le hizo, de la dosis que los médicos sugirieron aumentarle, del día en que se la aumentaron, del sueño profundo que eso le provocó, del susto, del hospital, de la sala de cuidados intensivos, de pensar en lo peor, del inesperado despertar de la señora (que había vuelto a la vida más allá que acá), de la imposibilidad que ahora existía para comunicarse con ella (pues solo era capaz de mover los ojos y un brazo), de la violencia de los cambios, de las rutinas destruidas, de los gastos exorbitantes, de los pensamientos horribles a los que uno llega por amor. Del "no sé qué hacer" de "C". Del "no sé qué decirte" mío. De sus ojos gelatinosos. De mi lengua inepta.
Cuando llegué a mi destino y nos despedimos, la alfombra de la oficina estaba más delgada y dura que en la mañana. Traté de distraerme de esos temas difíciles dedicándome a mis asuntos laborales pendientes. Al final de la tarde, antes de irme a casa, necesitando cambiar de aires y pensamientos, fui a molestar a mi amiga "A" con quien antes (cuando yo trabajaba ahí a tiempo completo) solía matar el rato chismeando sobre los avatares de la oficina y rajando de los clientes caprichosos. Le comenté de mi reunión en el ministerio y de lo que había oído esa tarde sobre el mensajero fallecido, que ella también conocía.
— Ah sí, pasó justo cuando yo estuve mal.
—¿Mal? ¿qué te pasó? —pregunté.
—Tuve una pérdida —respondió y en sus ojos apareció el mismo temblor que había visto unas horas antes en otros ojos.
"A" se refería a un reciente embarazo que se quedó a medio camino. Le dije que no sabía nada, otra vez culpable e indigno. Me contó, a grandes rasgos, lo que había pasado. "Pero ya estoy bien" me dijo, con la vocecita de quien sabe que no es cierto. Otros colegas pasaron por ahí y aproveché su presencia para cambiar de tema. Al rato me despedí de todos y bajé por las escaleras de emergencia, de concreto afilado y sentí que mis rodillas sufrían con cada paso, como si le tuviera miedo al primer piso. Al asomarme por la puerta del edificio vi un Covida estacionado en el paradero de la esquina, esperándome. Corrí para alcanzarlo, esquivando torpemente la tierra mojada de una jardinera sobre la que tropecé. Subí justo en el momento en que el carro arrancaba. Caminé hacia los asientos del fondo (los más espaciosos) que estaban sorprendentemente vacíos. Me ubiqué ahí, junto a la ventana. Casi de inmediato abordó un vendedor de golosinas. Se mandó todo un discurso que, seguramente, había pronunciado ese mismo día en otras decenas de autobuses. Su historia hablaba de una vida desgraciada que estaba intentando cambiar con ayuda de la religión. Era un cuento terrible y trillado, pero me resultó muy interesante porque me daba la oportunidad (por primera vez en el día) de hacer algo "útil" por otra persona. Pero los cinco caramelos que le compré no me quitaron el remordimiento.
Resignado, apoyé mi frente contra el vidrio. Gracias a la lentitud con la que el carro avanzaba por las calles de Surquillo, pude ver con claridad las expresiones de los que estaban inmóviles o caminando sobre las veredas. Seguramente muchas de esas personas se sentían serenas y felices... pero yo solo tuve ojos para las que lucían hurañas, serias o asustadas, mientras pensaba en las amistades que he descuidado ("A", "C" y el resto del abecedario), en las reuniones a las que ya no asisto y en las batallas secretas que seguramente libran aquellos que están cerca de mí. Pensé en los "cómo estás" que a veces omito, en las sonrisas que niego, en las bromas inocentes que, por falso pudor, ya no digo, en cómo he sustituido los apretones de mano y los abrazos por una simple levantada de cejas. Pensé en lo mucho que me alejo de los que debería tener más cerca y en los nubarrones de mala suerte que acechan por todas partes. Pensé en todo lo malo que podría ocurrirle en cualquier momento a las personas que más quiero. Y tuve miedo.
Intenté recuperar la tranquilidad alejándome del vidrio. Recordé que al día siguiente tendría varias horas libres para retomar algunos proyectos personales que estaba postergando y eso mejoró mi humor. Luego pensé en lo cómodo que estaba allí, en el acolchado asiento trasero de un bus medio vacío, en plena hora punta, un día de semana, sin angustias que me aquejen, sin apuros y sin duelos que sobrellevar. A bordo de ese cascarón metálico que me llevaba a casa, yo era un hombre afortunado, protegido de las cientos de personas en ruinas que me acechaban desde la calle. Y decidí que, en lo que quedaba de ese día, nadie podría contagiarme su tristeza.
Pero cerca del tramo final, cuando estiré mis piernas para estar más cómodo, miré mis pies. Lo más curioso de todo es que no me sorprendió comprobar lo sucias (y viejas) que se veían mis zapatillas negras.
Pablo Ignacio Chacón
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