Hace algunos meses publiqué en mi cuenta de Twitter un videíto informativo sobre un tema político. ¿Por qué? Un poco por joder, por opinar, por meter mi cuchara, dizque aportar, complicarme la vida haciendo algo que nadie me había pedido que haga. Mi cuarto de hora cívica del mes, de esas cosas que uno hace para, en compensación, poder portarse como un patán el resto del tiempo, sin remordimiento alguno. Como tengo poquísimos seguidores en twitter, me tomé la confianza de compartir el video con varios periodistas "líderes de opinión" de la tuitósfera (a ninguno de los cuales tengo el gusto de conocer) y tuve la suerte de que dos de ellos lo retuiteraran. Lo que siguió fue interesante: Varias personas desconocidas lo re-re tuiteraron y algunos otros hicieron comentarios (desde "estoy de acuerdo" a "eres un caviar de mierda"). Se siente bien. Durante un par de horas te da la sensación de que existes, de que eres alguien y hasta de que tienes poder. Pero luego el ego se te desinfla y una avalancha de nuevas publicaciones (ajenas y más bonitas que la tuya) inundan el timeline de todos los tuiteros, enterrando tu maravillosa publicación debajo de las publicaciones de los demás. Puede que tres horas más tarde alguien, que estuvo ocioso excavando en su propio twitter, encuentre tu videíto y lo rescate y lo lance a la superficie una vez más. Tú, iluso, creerás que renacerá y conocerá un segundo minuto de fama. Pero la avalancha seguirá y seguirá tan multitudinaria y cruel que tu video volverá al fondo rápidamente y de manera definitiva. Y ahí se quedará, sepultado junto con otros millones de tuits que nadie jamás volverá a leer.
Aparece de la nada, justo en el momento en que apoyas la cabeza contra el vidrio del bus, casi vacío, en el que viajas.
—¿Por qué no? —te dices—. Hago esto, luego aquello y tendré esto otro. Soy un genio.
Es una idea nueva, feliz y factible. Te parece fácil y la das por hecho. Y haces planes que van a salir tal cual te los imaginas: Perfectos. Y pones fechas y te prometes que para tal día de tal mes lo habrás logrado todo. Y piensas en lo que podrás hacer con las ganancias que obtendrás. Y pequeños proyectos derivados, cosas lucrativas o satisfactorias, se hacen sitio en tu cabeza caliente que, en un instante, se ha llenado de futuro.
—Ya la hice— sonríes, mirando la calle, que luce más bonita que nunca.
Cuando llegas a tu paradero de destino te bajas entusiasmado. Pero, al contacto con el suelo, algo cambia. Tienes la sensación de que una sustancia gris y violenta, que se va cayendo del cielo encapotado, está envolviéndolo todo. Sólo entonces te das cuenta que hay unos detalles de tu proyecto que convendría pensar un poco mejor. Te molestas por eso y decides avanzar un poco más rápido para alejarte de ese punto de la calle en donde tu entusiasmo se redujo. Media cuadra después, vuelves a calcular los plazos que habías imaginado para tu idea y compruebas que no son tan realistas como pensabas.
—Ya... Pero cuando lo ponga por escrito todo se verá más claro.
Cambias de vereda, creyendo que al hacerlo se te irá lo pesimista. Te apuras. Llegas a la puerta de tu casa y te demoras en la cerradura porque te has equivocado de llave. En ese momento se te ocurre que quizá los beneficios económicos no serían tan buenos como habías creído hace solo unos minutos.
—Bueno pero... será cosa de darle vueltas al asunto ¿no? Por ejemplo, si cambio "a" por "b".
Ya estás adentro. Ya estás a salvo. Te aseguras de cerrar bien la puerta, vuelas hacia tu escritorio y enciendes la computadora, con la incómoda certeza de que varios pedazos de tu idea se te han caído por ahí y que ya no puedes hacer nada para salvarlos. Te pones a teclear rápidamente, como si el hecho de escribir tus proyectos los inmunizara contra los "peros" y los "mejor no". Pero algo está mal con la máquina o con la habitación o contigo porque tienes que borrar y volver a escribir y volver a borrar y volver a intentar, porque las palabras no te salen, porque los números no te convencen, porque lo que era lógico se ha vuelto ridículo. Es la misma sensación que tienes cuando intentas recordar un gran sueño minutos después de despertar. La pantalla vacía te confirma que tu idea se ha vuelto invisible, inasible, irreal, como si ella también hubiera huido... ¿De quién? ¿De qué? Entonces miras a tu alrededor y te das cuenta de que la sustancia gris y violenta se ha metido a tu casa por alguna rendija y se está expandiendo por los zócalos y las instalaciones eléctricas. No hay escapatoria. Pero cuando está a punto de alcanzarte, la desafías con una promesa.
—Ya lo verás. Mañana se me ocurrirá una idea mejor. Y correré tan rápido que no podrás alcanzarme.
(7/11/2016)
Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados
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Autor
Pablo Ignacio Chacón
Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).
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