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Montón de rocas
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Abren a las ocho. Iré antes. Así me evito el sol, la bulla o que me dejen sin pan ni queso como el otro día. ¿Siete y cuarto estará bien? No. No es para tanto. Con que salga siete y media, suficiente. Además, ¿qué voy a hacer parado como idiota junto al portón cerrado de la tienda? Todavía es temprano. Escucho: hay menos bulla afuera que ayer a esta misma hora. Mi mamá decía que los hombres somos tardones por naturaleza, ¿será eso? ¿O es que nos hemos acostumbrado a hacer menos y, por eso, nos sobra el tiempo? Ayer, día de mujeres, a estas horas ya se sentía el bullicio. Anteayer (que también fue día de hombres), cuando fui a llevarle sus pastillas a mi abuela, las calles estaban más o menos libres. Entonces, ya está: saldré a un cuarto para las ocho. Sobrado la hago.

Pero salí a las ocho. Y claro. Cola. Colaza, de una cuadra más o menos, con cada tipo a metro y medio de distancia, como mandan el doctor Huerta y la paranoia de mi abuela ("muchísimo cuidado, que no te agarre el bicho"). Parece que todos se han creído que esta será la Semana Santa más larga de la historia y que hay que almacenar provisiones para un año, más o menos. Pero ninguno puede entrar a hacer sus compras hasta que salgan del supermercado los puntuales. En medio de la puerta hay un vigilante —ojos cansados, anchura respetable— que no solo decide si ya te toca, sino que ya ha parado en seco a un par de despistados —o vivazos— que quisieron zamparse a la mala, no, no, no, haga su colita, por favor, como todos, sí, esta es la fila, hágame el favor. Resignado (¿ya dije que intenté colarme?) busco mi puesto, pasando revista de reojo a los enmascarados de todas las fachas, de todas las edades, que se alínean junto al muro de la tienda y de las casas sucesivas. Se nota que llevan poco tiempo aquí porque la hilera, todavía, parece trazada con regla. Poco a poco iremos aceptando que tenemos para rato y formaremos una culebra jorobada y contrahecha, apoyándonos en las paredes o en los postes, sentándonos en la vereda, jugueteando con las bolsas de tela que llevamos dobladas bajo el brazo o cambiando de hombro la mochila vacía. Hay dos con maletas de rueditas (en una de ellas cabría media tienda) y, más tarde llegará otro con un cochecito de bebé (sin bebé, pues, no te pases). Se nota que ninguno espera demorarse. Quizá por eso algunos se desquitan mirándome con cacha, como diciéndome a la hora que llegas, huevonazo, te vas al fondo por tardón. Raro que se burlen, estando tan jodidos como yo.

Día de hombres, dije. En esos días no nos pareció tan mala idea. Con todas las rutinas, incivismos y costumbres cotidianas suspendidas, hasta los despropósitos suenan sensatos. Cuando el gobierno anunció la medida (en una nueva edición de "almuerza con Vizcarra"), parecía lógico segregar a la población. Si los sabios y los doctores recomendaban reducir las peligrosas aglomeraciones en los mercados —principales focos infecciosos, según se había descubierto— había que tomar medidas a lo Thanos: que solo salga la mitad de la población un día y, la otra mitad, al siguiente. Mujeres: martes, jueves y sábados. Nosotros, lunes, miércoles y viernes. Los domingos, todos castigados. Durante la semana que duraría el experimento, los peruanos hablamos más de equidad de género que nunca, aunque, claro, los debates tenían poco que ver con derechos y más con sobrevivir a la catástrofe. Igual, nunca antes nuestros medios de comunicación aludirían a la problemática de quienes vivían al margen de la dicotomía sexual de toda la vida. Lo de las identidades diversas fue incluso mencionado por el presidente en cadena nacional. ¿Fulanite debía salir el día de los fulanitos o de las fulanitas? Como se sienta mejor, dijo. Guau. El asunto prometía. Pero, pronto, los números mostraron el fracaso del experimento: durante los días de mujeres se duplicó la aglomeración en los mercados. Y es que ni siquiera a la fuerza fuimos capaces de cambiar nuestros roles aprendidos. Las autoridades recularon el octavo día. Así, los temas progresistas desaparecieron de las agendas y la discusión y todo volvió a la anormalidad previa: represión, toques de queda, cuarentenas, la culpa es de los chinos, el fin del mundo, los trans no existen. Pero me estoy adelantando. Aquí, en la fila de los hombres, yo no sé lo que pasará en pocos días. La predectibilidad se ha esfumado de mí. Del mundo.



La epidemia le dio a Lucía la coartada que buscaba. Solo tenía que infectar a Javier. No esperaba que el virus, poco agresivo con los jóvenes, mate a su marido, pero sí que los médicos certifiquen la infección y lo envíen a casa quince días, como estipula el protocolo para casos leves. Solo entonces Lucía podría actuar sin riesgos. Ya que la ley sanitaria prohibía la autopsia de los infectados, cualquier rastro del veneno que pensaba ponerle en la comida desaparecería con Javier en el horno crematorio.

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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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