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Montón de rocas
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[CUENTO] 

 

Los amigos de la revista chilena Paso Habilitado tuvieron la generosidad de publicar un cuento que les envié. Es una especie de cowboyada perucha con su nota de fantasmas y amores tóxicos. Para leerlo en la revista, clic aquí. O, si no, sigue bajando 👇


Cuando llegues allá abajo

No percibías ese olor desde la noche en que los Párraga fueron a matarte. ¿Cuánto ya de eso? ¿Catorce? Quince años. Pregúntate: si no estuvieras así, barbilla en tierra sino, digamos, luciéndote en la feria de Sicuani con tus espuelas de plata y el anillo de oro, y de pronto te alcanzara ese aroma… ¿huirías, Ciro? ¿O cerrarías los ojos y te dejarías guiar por el perfume hasta Martita? No me arrugues la cara, bien que te gusta fantasear. Además, ¿qué otra cosa puedes hacer ahí tirado, escurrida tu fortuna, incapaz de defenderte? Mejor perderse en la memoria, torcerlo todo, cambiar la historia. Imagina: Sicuani, la feria, Pinkullo amarrado en el atrio de la iglesia, tú en traje de domingo caminando por los puestos, el aroma. Sigues el rastro hasta la espalda de una mujer que, de la nada, se detiene, sacudida también por olores intrusos —a caballo, a pólvora, a desgracia— que la obligan a girar y a clavar sus ojos retemblones en los tuyos. ¿Tartamudearías al decir dame un minuto, dos palabras y me largo? Y si no se va corriendo, ¿qué dirías después? ¿Te debo una explicación, he pensado en ti por quince años, perdóname, Martita? Y ella, ¿querría responderte? ¿Se limitaría a abofetearte, a escupirte o a sacarse de la faja el corvo que le regalaste y que conservó solo para hundírtelo en la panza apenas pueda? ¿O diría —al notarte demacrado, enfermo, roto— te lo tienes merecido, saqra diablo, traidor, cobarde? ¿O diría tengo que irme, come bien, ya no mates ni rompas corazones? ¿O te ignoraría retomando el paso, sin mirar atrás, para mezclarse con las yerberas y cubrir de muña y hierba luisa su perfume, como para que le pierdas otra vez el rastro? ¿Y te quedarías quietecito, con la sonrisa borracha que siempre ponías al olerla, al mirarla? Y luego, esa semana o la siguiente, cuando vayas a asaltar el convoy de Laykakota, a atacar la hacienda de Angostura o a desvalijar viajeros en La Raya, ¿serías negligente adrede, para que te maten de una vez porque, total, con ella viva, no habría riesgo de enfrentar su furia al otro lado? No, Ciro, no me cortes este ensueño, aún respiras, no hay apuro, sigue inventando y vuela, no podrás cuando hayas muerto, solo aquí hay porvenir, en el pensamiento. Entonces, de nuevo, concéntrate: Martita y tú en la feria. Digamos que no te huele, que no sabe que caminas tras de ella y no voltea y no te ve… ¿La perseguirías todavía, a distancia segura, hasta averiguar a dónde va y con quién se encuentra? Y si se topa con un hombre al que abraza y sonríe, ¿retrocederías resignado? ¿sacarías el revólver? ¿O les irías a preguntar a los guardias civiles que compraste qué saben de él, si se gana el pan como cristiano (¿labra la tierra? ¿vende lana? ¿minero?) y no como tú, desvalijando arrieros y hacendados? ¿Y si en vez de un hombre se encuentra con un jovencito de catorce años que posee —mejorados por los de ella— algunos de tus rasgos? ¿Te quedarías todavía? ¿Para qué? ¿Para duplicar las culpas? ¿O para hacerte cargo? ¿Tú crees que dejaría que te acerques a tu hijo? ¿Después de lo que hiciste? Acuérdate: Checacupe, antes de las lluvias, el año de la peste… Te avisó la vieja Asunta, llegando al pueblo: ten cuidado, Ciro qorimaki, los Párraga ya saben que estás aquí, bajarán con sus matones a buscarte, avísale a tu warmi. Corriste a verla: Martita, vamos a la selva, el señor del caucho busca pistoleros, paga bien, vente conmigo, me he traído otro caballo, está con el Pinkullo río abajo, por Pitumarca nos iremos, por Ocongate bajaremos, ahora mismo debe ser, si amanece será tarde. Te tenía ley, no iba a decir que no y te convenía: era ladina, de buena puntería y sabía tirar su rienda. Pero apenas empezaste a hablarle, juás, como viento, como patada de potro, fuerte, olorosa la sentiste, como no la habías sentido antes y ya no pudiste decir nada sobre enderezarse o comenzar de nuevo. Es que habían pasado tres meses, Ciro. Y cómo borrachito te pusiste, acomodando los ollares en sus pechos, ay, Cirucha, qué te pasa, riéndose, riéndose, y tú lamiendo, mordiendo, desde la grupa hasta las crines, ¿qué me dices de la selva?, nada, Martacha, Martuchita, no hagas caso, son tonteras, ya ni me hables, me distraes y empeñoso le sorbiste los sudores, como si tuvieras la garganta seca de tres días y la lluvia fuera ella. Estuviste esmerado esa noche (¿para compensar lo que vendría?) y te olvidaste por completo del peligro. Cuando al fin se durmió y la quisiste más que nunca, bastó un ruidito afuera para romper con el hechizo. No eran los Párraga, ellos llegarían después. ¿Qué sería entonces? Un ratón, una gallina, sabe Dios, y aunque abrazado como cincha te tenía, te safaste, veloz y sigiloso, pensando ya clarea, es muy tarde, ¿y ahora qué hago?, no puedo despertarla, no puedo demorarme. Rabioso te saliste por el muro del corral, sin decirle nada, para no perder más tiempo, rezando porque no le hicieran daño, pero también para que no contara lo que le habías contado. Alcanzaste el río y luego a tu alazán y remontaron el cerro por el lado de las chacras. A lo mejor no pasa nada, le decías al Pinkullo, un par de meses y regreso. Y él, prudente y sabido, ni resopló siquiera. Al promediar la cuesta, oíste los gritos. Pudiste volver. Quisiste volver. Pero no, picaste espuelas y seguiste, aun imaginándote la escena: los Párraga rompiendo la puerta, sacándola sin ropa de la cama, rebuscando en los rincones, ¿dónde lo tienes?, ¡no sé nada!, desquitándose. Desde esa madrugada vives convencido: en sus últimos pensamientos, mientras la hacían pedazos, Martita debió jurar venganza. Para desorientarle el alma rencorosa, para que su odio no te encuentre nunca, cambiaste de plan: no viajarías a la selva, porque por allá seguro penaría, sino a las breñas donde antaño diste tus mejores golpes. Reuniste a los compinches y volviste a las andadas, pero distinto, ya no es igual, ¿se han dado cuenta?, no tan avieso, perdonavidas, dispara menos, ¿serán los años?, es el remordimiento, está pedido, nos lo han dañado. La fama resistió un tiempo hasta que, en el robo de las minas de Caylloma, te mataron media banda y al Pinkullo. Y aunque nunca te agarraron y supiste mantenerte activo, otros bandoleros fueron reemplazándote en las pesadillas de los señorones. Por lo menos, ya podías bajar a los pueblos y deambular libremente por las ferias, sin disfrazarte tanto como antes, conservando, eso sí, el olfato muy atento, por si había que salir corriendo en caso sople la brisita perfumosa que temías.

Pero ahora la has olido y no te importa. Te preguntas, más bien, cómo te encontró. A lo mejor, harta de buscarte entre culebras, jaguares y alimañas, el alma de Martita abandonó la selva y vino a retirarse al silencio de esta pampa, donde montaron el Pinkullo tantas veces. O será que allá, en el infierno, alguien le ha dicho ya viene, échate tus polvos, que te huela, y han abierto bien abiertas las ventanas para que se rebalsen sus aromas y te vayas haciendo la idea. Porque ya estás más allá que acá, Ciro. Porque quince años después, los Párraga te han encontrado con la guardia baja y, pese a la mala puntería que tenían —que de tanto errar se ha ido afinando—, te han partido el espinazo con un único disparo, volviendo inútiles tus piernas y, según parece, también los dedos de la mano, que no atinan a cerrarse sobre el mango del revólver. ¿Qué te queda? ¿Otro ensueño? ¿Seguir perdiéndote en hubieras y quizáses? ¿Pensar qué le dirás cuando llegues allá abajo? Yo no sé, pero, ahora sí, mejor te apuras, qorimaki, esos dos no paran hasta desalmarte.

Y ahí están: Celedonio y Marcos Párraga, riendo como caballos. Después de perseguirte por todas las punas y quebradas que hay entre La Raya y Abancay, al fin pueden bañarte en escupitajos y arrancharte el mote de imbatible rey de los bandidos. A patada limpia te han girado el cuerpo para que les mires bien las caras —blandengues, arrugadas, descompuestas— y, de paso, las marcas imborrables de tus deudas: el ojo vaciado de uno, los dedos que le faltan al otro. Pero donde se detiene tu mirada no es en los hermanos vengadores, sino en la mujer que, bien vivita y muy entera, los acompaña. Martita ahora es más robusta, más madura y tiene los pómulos rayados, pero todavía huele como huelen los jardines de los santos en el cielo. Y sigue siendo, a su manera, tan bonita como antes, a pesar de haberse unido al enemigo, a pesar de que ahora dice al fin te agarro, malnacido, con la remington en ristre y la faz desencajada, no porque de pronto sienta afecto por tu traza desnutrida y haraposa y medio chueca, sino porque no le cabe en la cabeza que sonrías de ese modo cuando descarga, retemblando, un par de tiros sobre ti.

 

(Pablo Ignacio Chacón, 2024)

(La imagen fue generada por IA) 



 

Levantamos los vasos, coreamos el nombre, sorbimos despacio. Dejamos luego las botellitas en el tablero, suave nomás, como temerosos de romperlas o de hacer mucho ruido. Como si estuviéramos en una especie de templo y no en esa chingana mediopelo que vende cerveza y alitas picantes hasta después de medianoche. Siguió un silencio breve y cargado de rabia, nostalgia y una cosa parecida a la culpa, de la que ninguno quería hablar. Entonces Héctor se dejó de ceremonias y soltó el balazo:

— Explíquenme, ¿por qué nos vemos tan poco si nos llevamos tan bien?

Era como para demorarse en responder. Como para masticarlo, discutirlo. Pero Renato contestó al toque, como si siempre lo hubiera sabido.

— Quizá es por eso mismo.

Darío dio un golpe en la mesa:

— Ya, carajo: quiero que prometan que el día en que me muera, pondrán en riesgo su salud y sus matrimonios por la bomba que se meterán por mí.

Kamil —que había estado más serio de lo habitual— se rió, por fin. Yo —que había estado más callado de lo habitual— reté a Darío: así será, prometí, tocando madera. Y mientras la reunión empezaba a distenderse, me pregunté si no deberíamos pegárnosla ya sin esperar a que algún otro se muera. Y ahí nomás me respondí que no, porque era lunes, porque había que chambear al día siguiente, porque tenía el estómago vacío... y no sé qué otras excusas más. Es que por ahí va la cosa: por lo fácil que es ponerle excusas a los que nos perdonan todo. Porque nos llevamos tan bien que no existe el riesgo de quedar mal, porque no hay una inversión que cuidar y porque nos resulta peligrosamente cómodo abusar de la frasecita esa de que, pase lo que pase, así seas falla, los amigos siempre estarán ahí. Y ya, sí, están. Hasta que se van.

Antes de los lamentos de esa noche, de los abrazos avergonzados, de los no puedo creerlo, de los trágame tierra (cuando la esposa, los hermanos o el padre de  Alberto respondieron nuestros lo-siento-mucho con inocentes pero crueles a-los-años), antes de acercarnos temerosos al cajón y de verlo al Chino como dormidito adentro, ahorita se despierta, quién diría, carajo, puta madre, no es posible, no lo entiendo, antes de las llamadas y los audios y los wasaps inconcebibles de la mañana de ese lunes más lunes de lo habitual, antes de todo eso, nos habíamos encontrado por última vez en otra noche de cervezas, once o diez meses atrás, un jueves en que no se había muerto nadie. El plan era el de siempre: chelas y anticuchos. Un rito de esos que finaliza con la promesa, sincera y entusiasta, de pronta repetición ¿en un mes?, máximo en dos, será en mi casa, o aquí mismo, no sean fallas, cómo se te ocurre, nos volvemos a juntar de todas. Promesas que se incumplen sin querer, que se compensan muy fuera de plazo, después de agendar y postergar y renegociar y reprogramar los pormenores, en ese chat que tenemos, en el que hablamos más de series, de comics y de pelas que de prontos reencuentros. Es que hay que comprender, ya no es como antes, ahora somos importantes y hay tantas responsabilidades y ocupaciones y prioridades que podemos postergarlo todo porque, total, si tú eres un verdadero amigo vas a entenderlo, ¿Sí o no?, por supuesto, y seguirás estando, como debe ser

Un pájaro que contagia vanidades. Un hombre que busca descifrar una cartografía oculta en el aire. Una arqueóloga obsesionada con un muro en medio de la nada. Un cuaderno que cobra vida...

En estos cuentos raros, que se inscriben en la tradición de las escrituras imaginativas e irracionalistas, lo distópico convive en armonía con lo mitológico, lo fantástico con lo infraordinario, y las divagaciones metafísicas con el humor del auto escarnio... (extracto del texto de la contraportada)

 

 https://editorialparaisoperdido.com/wp-content/uploads/2023/12/Los-perseguidores-2023-420.png

 

Cómo adquirirlo

En México

  • Literal Librería: https://literalmx.com/products/los-perseguidores-pablo-ignacio-chacon?_pos=1&_sid=001f6eb8e&_ss=r
  •  Editorial Paraíso Perdido: https://editorialparaisoperdido.com/libro/los-perseguidores/

 

 

 



 [CUENTO]

A propósito del #DíaDeMuertos, los amigos de Literatura UNAM me publicaron un cuentito. No sé si sea una historia de #terror, una de #horror o simplemente un texto horrible (fácil es un poco de las tres cosas). Pero, bueno, ya está. Que juzguen los valientes. 

Para leerlo, clic aquí. 


 

Lo hacía cuando regresaba de la universidad. Abrazaba mi mochila, orientaba los cierres contra mi pecho y me dejaba llevar. Total, hasta mi casa había, mínimo, hora y media de viaje, suficiente para siestón, llegar fresquito y poder seguir de largo hasta las tres de la mañana.

Pero, así como los pasajeros, los conductores de los buses también pueden quedarse dormidos. No me consta, felizmente, pero todos conocemos casos que, o bien nos han contado o bien hemos visto en las portadas de los diarios: Mancan nueve por chofer dormido. Tiró pestaña y ahí quedó. Dormilón se lleva a veinte hacia el abismo. Los periodistas se las ingenian para encontrar a un testigo, un sobreviviente que confirme los hechos: el tipo al volante olía a alcohol, tenía cara de cansado, no dormía hace tres días. Es curioso que ningún noticiero le atribuya el fallo a un síncope, a un infarto o esas cosas que, usualmente, matan a la gente, porque sería como exculpar al maldito irresponsable que ojalá se pudra en el infierno. Por Judas. Por demonio.

Pero un cobrador de micro no puede quedarse dormido. Está demasiado ocupado para eso. Cuando el carro está en el paradero (o sea, en cualquier punto de la pista o la vereda) debe gritar, ciento siete veces por lo menos, los nombres de las calles propias de la ruta. Y cuando la combi se mueve, debe atenerse al guion que el oficio le prescribe, esto es, decir que no hay boleto, de ahí te doy tu vuelto, faltan cincuenta céntimos, hasta la Brasil son tres soles, así cuesta, ¿no te gusta? toma otro carrito, ¡baja uno!, a ver, papi, allá al fondo entran siete, siéntate, amigo, porque hay batida en la otra cuadra y no pueden ir parados; con sencillo por favor, avisen con tiempo, ¡no paro en Marsano!, ¡cambia veinte!, ¡asiento reservado! (cuando suben los viejitos), ¡aguanta, está con bebe! (cuando sube madre con su hijo), ponte aquí nomás, mamita linda (cuando sube la guapota), pérate un ratito (cuando el que ha pagado con cincuenta, media hora antes, aun no tiene su vuelto). Y de ahí, sacar cabeza y medio cuerpo por la ventanita, arrojarle treinta céntimos al datero o pelearse con él o lornearlo con la más vil chapa o explicarle que no tiene sencillo para darle ahorita, que a la vuelta, causa, sin falta. Y debe estar atento, ser mosca, buen vigía, por si hay tombos o viene el carro de la competencia o ya ha llegado al tren y hay que esperarse un semáforo más para que suba un buen montón de pasajeros, aunque los que están abordo chillen, pataleen y se indignen, porque por más amenaza que lancen y laberinto que hagan, ninguno va a bajar, ya todos han pagado y la mayoría van sentados. Luego habrá que halar la puerta corrediza, con furia, y estrellarla contra el vano a ver si se rompe de una puta vez. Y gritar, a voz en cuello, vamos vamos, pisa pisa, baja ahí, aguanta, viene otro, angamos espinar ejército la paz callao callao santa rosa. Y mandar mensaje a la flaquita, a la que ha dejado en visto hace una hora, no sea que sea resienta, como la otra, y ya no quiera nada, es que así son. Y prepararse bien para el frenazo, flexionar las piernas como muelles para que, cuando al fin el carro se detenga, pueda abrir la puerta, saltar y gritar lo suyo, todo al mismo tiempo y sin ninguna consideración por las leyes de la física. Son tantas actividades contables, acrobáticas, oratorias, de relaciones públicas, recursos humanos y gestión de crisis que no hay manera de que un cobrador, si es humano, pueda dormirse ni un segundo durante en el viaje.

Por eso, ayer, aun antes de decirle —al de la cúster en la que viajaba— que me bajaría en la siguiente esquina y de repetírselo porque no me respondía y de ver que no hacía caso y tocarle el hombro y empujarlo y gritarle y zamaquearlo y escuchar las exclamaciones de todos y de sentir el frenazo y oír los oh los asu y los dios mío y de verlo rodar por el suelo del vehículo, supe que él no estaba dormido. Era imposible.

 

Pablo Ignacio Chacón


 

[Microrrelato]

Tus ojos están cerrados, pero puedes verlo todo: butacas llenas, espectadores devotos, miradas ensoñadas. La tibieza de los reflectores y la acústica perfecta de la sala de conciertos arrean la secreta musculatura de tus dedos endiablados. Lo haces bien. Como siempre. Los siete arpegios encadenados de la transición, los armónicos de la cadencia, el tamborileo quedo en el clímax, los acordes en cascada del final, todo suena competente y limpio y matemático, pero con esos acentos y esas pausas que hacen que tu instrumento respire —eso decían los críticos— como adolescente enamorado.

La pieza ha terminado, pero tu dedo medio se mece todavía sobre la primera cuerda. No la soltarás hasta que la reverberación se extravíe lejos de lo audible, aunque permanezca agazapada en tus confines interiores. Cuando el silencio ya es inapelable, la orquesta desaparece, los reflectores se hacen humo y el recinto se encoje hasta las ridículas dimensiones de tu cuarto. En vez de aplausos, irrumpe el gimoteo de los resortes en el catre. Es la señal, el fin del juego: estás de vuelta en el mundo real, el que hace años se olvidó de ti. Tu mano derecha deja el arco sobre el piso de cemento y se atreve, por si acaso, a hurgar de nuevo en el bolsillo de la chamarra, pero lo único que encuentra ahí son las migas resecas de la merienda de antenoche. Suspiras, te calzas las zapatillas viejas, te incorporas y guardas el violonchelo en el estuche, como a un hijo en su mortaja. La mano izquierda se demora en aferrar el asa, como si pesara toneladas. Tus piernas te arrastran a regañadientes y alcanzas la puerta. Ya estás afuera, pero tus labios se rebelan y tararean la melodía que ya no tocarás. Suspiras. Será difícil llegar hasta la casa de empeño.

 
Pablo Ignacio Chacón - Texto publicado en "Juanito Tragapelas - micrometrajes (2022)



[Microrrelato] Los nómadas pasan de largo para no enfadar a sus dioses. Leones y guepardos temen su sombra y sus espinas. Y hasta el Padre Fuego, que se ceba cada año con el pastizal, evita tiznar los contornos de la Madre de las Acacias, faro y eje del cosmos. Ahí vivimos nosotros. Cada rama es un país. Cada hoja, una ciudad. Las nervaduras son las calles por las que vamos a estudiar, a trabajar o a divertirnos. Y los minúsculos polígonos verdosos, nuestras casas. Hay pocas penas allá arriba y se come y vive bien. Mi abuela me enseñó a apreciar nuestros privilegios y yo los acepté, fascinado. Pero el día en que murió aprendí a desconfiar de la armonía y el sosiego del mundo.

Cuando me hice mayor, decidí viajar tronco abajo para ver, con mis propios ojos, las raíces del santísimo árbol y comprobar si era cierto que, como decía mi abuela, ahí quedaba el asilo de los muertos. Partí una noche de verano, ignorando las razones y lloriqueos de los que me querían. Seis meses tardé en llegar a nuestra ramita provincial. A la rama norte, dos años. Un lustro más hasta la gran bifurcación y dos décadas adicionales para alcanzar tan solo el punto medio del tronco. Ya era un anciano cuando posé por fin mis piernas sobre el suelo amarillo de la sabana, frente a la discreta portada del asilo de los muertos. Ahí me recibió mi abuela que, con una sonrisa compasiva, me dijo —como si fuera necesario— que de haberme quedado arriba, habría tardado el mismo tiempo en encontrarla.


 [Texto publicado en "Juanito Tragapelas" con el título "Una de exploradores"]


Pablo Ignacio Chacón, 2022

 
 
Soy el que no volvió contigo. El que esa tarde se mordió la lengua y se amarró las manos. El que pensó al verte: no es momento, está muy fresco todo, mejor después, al año, nunca, terminemos el café y quedemos como amigos, no puedo acompañarte a casa, pero gusto en verte, te llamo para tu santo, me alegra que estés bien. Soy el que deja que el reloj camine, no se aferra y tiempo al tiempo. El que les da chances a otras voces y a otras tardes. El que se sacude de sus ruinas. El que ya no mira para adentro. Ni para ayer.

O soy el que sí volvió contigo, pero puso reglas, cosas claras. Ya sabes: tú en tu sitio, yo en el mío, nada de entusiasmos ni mudarnos juntos, despacito, porque ya no somos niños y no queremos repetir la historia, ¿no? Crecer, de eso se trata. No de pudrirse en el intento.  

O soy el que esa tarde no asistió al café. El que cambió de opinión y dijo no, ya me conozco: si voy, caigo. El que no pone tan fácil el cuello sobre el tronco, porque zás, el hacha. Soy, entonces, el que envió un mensaje horas antes de la cita: “lo pensé mejor, no iré”. Así. Sin asco. Nada de tuve un imprevisto o mejor quedamos otro día o me duele la barriga. Todo real. Para que te fueras enterando cómo va eso de hablar con la verdad. Si lo tomas a bien, genial, quizá quede abierta una rendija, quién sabe, más adelante, más maduros ambos... Pero ahorita, ni de vainas.


El candelabro ese que cuelga debe pesar mucho y por eso evito sentarme cerca de él. El piso cruje, por lo que mejor no moverse para no molestar. Un retrato hechizo del amauta preside la sala. Su cátedra, la que usó para dictar sus clases legendarias, sirve de ambón para los organizadores del congreso, que desde ahí anuncian, cada hora, a qué ponentes les tocará hablar. Fácil la mesa larga en el estrado también tiene su alcurnia. Sentados ante ella, hay tres narradores que, aunque juntos, están solos, porque no dialogan entre sí y cada quien habla de lo suyo. Más allá del espacio físico que ocupan, hay un vínculo temático: las temáticas fantásticas de sus obras. Yo, al fondo de la sala, detrás de los pocos espectadores y del trípode con la cámara que retransmite la sesión por internet, intento guardar las formas, no desentonar, a pesar de mi vestuario. Si hubiera sospechado las formalidades de este sitio, no habría venido en polo y zapatillas. Es que, aunque aquí es fresquito y parece mayo, afuera es marzo, hay Niño Costero y una ciudad que arde por el verano y por la represión gubernamental. Esto es una pausa. Un escape.

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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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