Regresar. Ya lo he hecho antes. En lo laboral, lo amoroso o lo académico, los retornos son parte de mi historia. Algunas veces regresé para reparar faltas o reconstruir lo que nunca debió derrumbarse. Otras, lo hice por aburrimiento, por joder y hasta para hacer el ridículo. He vivido muchos retornos. Tantos que creo que si mi vida fuera una carretera, no sería recta y ni siquiera sinuosa. Sería una especie de espiral.
Hace unas semanas, mi espiral me llevó a cierto edificio de San Isidro en donde trabajé por varios años. Fui por invitación de mis antiguos empleadores. Querían que vuelva, aunque no en las mismas condiciones de antes. Me hicieron una oferta. Y llegamos a un acuerdo que me permitirá colaborar con ellos pero manteniendo el control sobre mi tiempo. Aunque no sé cuanto durará este encargo —y tampoco si podré llevarlo a cabo—, no parece un mal negocio porque podré seguir trabajando en mis otros proyectos sin conflictos de interés. Pero desde que les dí el "Sí" siento una especie de picazón culpable. No es que tenga algún problema con los habitantes de esa oficina o con sus espacios, sino que yo, a pesar de mis retornos, siempre he creído que las etapas existen para ser superadas y no repetidas. Y porque irme de ahí, hace algunos años, fue un paso muy importante para mí, como conté en la primera entrada de este blog. Entonces ¿Me estoy equivocando? O, peor aún, ¿traicionando?
Aunque la física nunca ha sido mi fuerte, sé que seguir una trayectoria en espiral puede ser una estrategia para avanzar. Correr en círculos te permite salir de un hoyo o de una trampa, utilizando la fuerza centrífuga. Es lo mismo que hacen, por ejemplo, las sondas espaciales que pretenden llegar a otros planetas: Rodean la Tierra varias veces para tomar "impulso" antes de ser lanzadas, a una velocidad mucho mayor que la inicial, hacia "afuera". Viéndolo así, regresar, puede ser una manera gloriosa de volver a irse.
El problema es que no todas las espirales son virtuosas. Hay unas altísimas y oscuras que atrapan a las personas que viven en las planicies ventosas y las arrojan por los aires (pero no para que salgan de la Tierra sino para regresarlas a ella, hechas pedazos). Hay otras, más discretas, que sorprenden a los marineros distraídos y los succionan hasta el fondo de los mares. Y también están esas espirales monstruosas, las más grandes del universo, que arrastran a las estrellas que las componen hacia su centro, donde son desintegradas por el más voraz de los abismos.
Y mi espiral ¿a qué clase pertenece? ¿a dónde me llevará? No lo sé. Nunca lo supe. A veces creo que voy directo al agujero negro en el que se refugian los vencidos, en donde solo se habla de batallas perdidas y resignación. Pero a veces —hoy, por ejemplo— creo que me puede llevar hacia otros soles, donde las reglas de la física son tan maravillosas que las únicas carreteras que existen son rectas, derechitas, sin curvas. Donde es imposible dar la vuelta. Donde nadie puede traicionarse. Ni regresar.
Pablo Ignacio Chacón
Y mi espiral ¿a qué clase pertenece? ¿a dónde me llevará? No lo sé. Nunca lo supe. A veces creo que voy directo al agujero negro en el que se refugian los vencidos, en donde solo se habla de batallas perdidas y resignación. Pero a veces —hoy, por ejemplo— creo que me puede llevar hacia otros soles, donde las reglas de la física son tan maravillosas que las únicas carreteras que existen son rectas, derechitas, sin curvas. Donde es imposible dar la vuelta. Donde nadie puede traicionarse. Ni regresar.
Pablo Ignacio Chacón