Brotan de todos los barrios y se amontonan en los sitios públicos más amplios e iluminados. No necesitan más que dos colores para identificarse. Se acercan, se sonríen, se abrazan, como si se conocieran, como si lo merecieran, como si por el solo hecho de estar ahí fueran buenos y confiables. Luego improvisan estribillos, los corean con euforia, dan saltos, hacen declaraciones muy serias para sus acompañantes o para las cámaras ocasionales que la prensa ha repartido por todas partes. Comparten una emoción que, a los más jóvenes, les resulta nueva y que regresa a los mayores a una juventud lejana. En muchos casos derraman lágrimas. Pero nadie se avergüenza por ellas. Parece que, contrariamente a lo que toda la vida nos han dicho, llorar hoy está permitido. Y hacerlo en público es una hazaña casi tan grande como la que se celebra. ¿Yo podría hacerlo? Creo que no. Se darían cuenta de que mis motivos son distintos. Me considerarían un traidor.
¿A dónde ir? Un viejo amigo me mandó un mensaje a mí y a los muchachos para emborracharnos en su casa. "Vamos al Centro", me dijo una amiga que vive cerca. Y alguien más me sugirió celebrar la ocasión en un espacio horizontal y discreto. Pero pensé que no estaría mal salir solo. Ir a alguna plaza, a saltar sobre el cemento, a agitar banderas, a aparecer en selfis propios y ajenos. Podría, simplemente, deambular sin dirección y contagiarme de la locura, grabarme las muecas de los miles de rostros que encontraría en mi camino, prestar atención a las palabras solemnes que los padres les dirían a los niños soñolientos... Recogería, en fin, un montón de ideas, imágenes y anécdotas memorables que podría recrear algún día en un cuento o recordar en alguna reunión social para hacer reír a mis amigos. Pero mis piernas se resisten, mi ánimo busca excusas. No es pereza ni arrogancia ni templanza. No puedo salir, simplemente. Aquí, detrás de la puerta que me separa de los que cantan y revientan cohetones y martillean los cláxones de sus vehículos, aquí, lejísimos, es donde estoy verdaderamente a salvo. Y ellos de mí. Nadie se merece un aguafiestas en una jornada como ésta.
Felizmente para mí, no me he quedado solo. La Noche, que habitualmente gobierna el mundo a estas horas, también está descolocada y confundida por lo inusual del alboroto. Aterrada, ha huido de los festejos y ha corrido a esconderse en uno de los pocos reductos de silencio que quedan en esta ciudad enajenada. El único espacio en donde puede ser ella misma y aplastarlo todo: yo.
La he acogido y le he hecho un lugar junto a mis proyectos rotos. Y pienso abrazarla y protegerla hasta que pase el peligro. Hasta que la gente, mañana, recuerde que está hecha de carne y no de sueños. Hasta que vuelvan a ser conscientes de sus penas, su indefensión, sus corazones quebradizos, su ingenuidad monumental y su vulgar mortalidad. Yo les cuidaré esos defectos hasta mañana. Cuando vuelvan a necesitarlos. Cuando se parezcan otra vez a mí.
Si algún día me preguntan cómo viví la clasificación del Perú al Mundial de Rusia, no negaré que vi el partido y que grité los goles y que me alivió el resultado. No contaré, en cambio, que cuando quise salir a celebrar me alcanzó el luto que me perseguía desde ayer. Así que mentiré: Diré que estuve pogueando sobre una camioneta hasta reventarle las llantas, que me quedé afónico cantando el himno trepado en un monumento o que bebí hasta la inconsciencia en frente de una comisaría. Que mi cara sonriente, roja y blanca, salió en los noticieros. Que la caravana de hinchas en la que me enrolé era la más larga que ha visto jamás la capital. O que recorrí media ciudad para abrazar a la única persona a la que realmente quería darle un abrazo en esa noche... Quizá hasta termine creyéndome esa última mentira. Porque, como entendí en la víspera, no me resulta difícil vivir engañado.