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Montón de rocas
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Escribir es como fumar, beber alcohol o gastarte el domingo en Netflix: Algo que no sirve para nada (salvo para pasarla bien). Como todo vicio que se respete, posee propiedades que lo hacen adictivo. A mí, por ejemplo, me proporciona una momentánea sensación de grandeza. Pero apenas me pongo a hacer otra cosa, dejo de ser dios y vuelvo a ser un vulgar mamífero preocupado por las cuentas de fin de mes.

Por eso, la idea de pagar las cuentas escribiendo, es el santo grial de los que padecemos de esta adicción inútil. Algunos de los más grandes escritores nunca consiguen vivir de eso. Pero yo, mal imitador de los más pequeños, puedo presumir de que, al menos durante un período de mi vida, mi único trabajo remunerado consistió en escribir.

Ocurrió en una época poco dichosa, cuando todos mis proyectos de negocio se caían, mis ideas se agotaban, mis clientes me abandonaban, mis ahorros se esfumaban, mi corazón sustituía el amor por las arritmias y la gastritis se convertía en la única cosa que me quitaba —literalmente— el sueño. Entonces, un viejo amigo me comentó que quería hacer cambios en la página web de su negocio (un centro médico) y que necesitaba contenidos para su blog. Yo me encargo, le dije, disimulando la desesperación, a pesar de que lo único que sabía de la fisiología humana se limitaba a la envoltura (lo que se puede ver y tocar) y a alguna que otra cosa sobre las menudencias —corazón y estómago— que justo en esos días me torturaban.


Redactor profesional

El plan era el siguiente: Googlearía una vez por semana noticias sobre avances médicos o sobre salud que pudieran resultar interesantes para cualquier persona. Luego tendría que resumir las varias versiones que habían del tema elegido y "traducirlas" a un lenguaje más o menos sencillo, tratando de que tengan algo de gracia y colocando al final del texto una referencia a las fuentes de información (por si algún lector desconfiado quería verificar la información). Finalmente, le pondría a todo eso algún título llamativo que "jale" a la lectura, para publicarlo en el blog de la clínica y difundirlo por sus redes sociales con alguna ilustración sencilla (que yo mismo haría, para no caer en la infamia de piratear o, peor aún, de pagarle derechos de autor a terceros).

El "detalle" es que el campo del centro médico de mi amigo es la urología... y aunque a todo el mundo le gusta la cochinada, se requería de algo de tacto y un mínimo de conocimientos para hacer publicaciones que no resultaran ni tan serias ni tan vulgares, que fueran legibles y que no golpearan el prestigio de la clínica (cosa que podría arruinarme el negocio y, de paso, una amistad). El doc y yo acordamos que podíamos forzar un poco los "límites" de esa rama médica, para que los artículos pudieran incluir temas "más comerciales" como sexualidad y salud reproductiva. Y luego de un tira y afloja por el precio (aunque no estaba en condiciones de negociar mucho), garabateé un par de artículos que pasaron por la obligatoria revisión de otros médicos sin mayor problema. Y así, durante dos años, todas las semanas, escribí textos para el blog de una clínica privada.

Durante los primeros tres meses, escribir esos artículos fue prácticamente lo único que hacía. La sola idea de que alguien pudiera pagarme por escribir parecía emocionante... pero no lo era, porque no había forma de sentirse "poderoso" escribiendo sobre riñones, cistitis o problemas de la próstata. Tres meses después, otros proyectos con otros clientes empezaron a caminar y mis dificultades económicas disminuyeron. Solo entonces me di cuenta de las otras ventajas que tenía esa tarea: era una buena excusa para que no se me atrofien los dedos, para obligarme a mantener cierta "disciplina redactora" y para recibir el feedback de algunos lectores. Pero quizá lo más interesante de todo es que se convirtió en una plataforma para aprender nuevas formas de comunicación.

El confesionario

Y es que el área de márketing de la empresa decidió encargarme otros servicios. Uno de ellos era escribir respuestas directas a los mensajes privados que la gente enviaba a la página de facebook de la clínica. Acepté la tarea porque no eran muchos mensajes al día (unos seis o siete como máximo) y porque podía administrarlos desde mi teléfono móvil sin interferir con el resto de mis actividades. Lo hice durante poco más de un año. Y aprendí muchas cosas...

La mayoría de esos mensajes no eran difíciles de contestar (porque indagaban sobre los horarios de los doctores, precios, la dirección de la clínica, asuntos comerciales, etcétera), pero una tercera parte de ellos resultaban... especiales. Provenían de personas que requerían información acerca de graves problemas urinarios y sexuales. Las personas que los enviaban creían que les respondería un medico. Yo contestaba que "la persona encargada de responder estos mensajes no pertenece al staff médico de la clínica" y que por tanto no podía darles la orientación que requerían, sino, simplemente, canalizar consultas y reclamos; que, si deseaban hablar con uno de los doctores, debían llamar al teléfono tal, o escribir a este correo electrónico o que nuestros horarios son tales o que por supuesto que atendemos ese tipo de problemas o que nuestros laboratorios son de primera o que debe asistir al examen en ayunas... Pero en muchos casos me ganaba la conciencia e intentaba tranquilizar a mi interlocutor. Algo de información había acumulado desde que escribía artículos sobre nuestras vísceras más bajas y, con mi nueva confianza, me sentía capaz de dar respuestas elementales e  "ilustrarlas" con un enlace de internet (un artículo del doctor Fulanito que habla de un caso como el suyo). Incluso, cuando era necesario, le decía al desdichado de turno que vaya de inmediato a un hospital de emergencias porque su caso (un dolor insoportable, sangre en la orina, el ennegrecimiento repentino de un testículo) requería atención médica de urgencia. 

Lo que más me conmovía de esta alucinante colección de casos, era la mezcla de sinceridad y pudor de los remitentes. En sus mensajes se notaba la preocupación que tenían pero, también el esfuerzo que hacían por describir sus respectivas dolencias usando palabras imprecisas y pudorosas, porque más doloroso era contar el problema que padecerlo. Había mujeres preocupadas por sus frecuentes escapes de orina, jóvenes aterrados con lo que eran síntomas claros de una infección de transmisión sexual (de la que mandaban fotos que nadie les había pedido), esposas que creían que "esas manchitas" eran la prueba irrefutable de la infidelidad del marido y adolescentes a los que les urgía conocer la "dosis recomendable" de masturbaciones diarias que podían perpetrar sin dañar al amiguito. También había mensajes que no sabía cómo afrontar ("¿me pueden comprar un riñón? está sano") que confirmaban que yo no sabía lo que era estar desesperado. Pero también abundaban los que pedían remedios instantáneos y mágicos, como si el facebook fuera un oráculo sabio, infalible y gratuito en el que un imaginario doctor digital (yo) puediera recetar una pastilla capaz de quitar dolores vaginales, incrementar las dimensiones del miembro o erradicar la eyaculación precoz. "No soy médico", insistía,  antes de responder lo que buenamente podía o pasarles el teléfono de la clínica. Pero al final, igual me decían "gracias Doctor, dios lo bendiga" y me quedaba con la duda de si Dios se siente igual de confundido cuando le agradecen por cosas que no ha hecho.

Omnipotente

Y eso me regresa al punto en donde empecé este texto. Cuando lo que escribes es ficción, eres, de hecho, un dios, porque puedes crear un mundo completo a tu capricho y construir todo tipo de personajes, para que rían, sufran o gocen como te de la gana, sin el riesgo de que se pongan a rezar por las noches para rogarte, para agradecerte o para renegar de tu crueldad. Eres un dios sin culpas, sin consciencia, que usa cada una de las historias, diálogos o peripecias que te has inventado, para mostrar tu poder sobre un pequeño universo, que es tuyo y de nadie más y por el que no debes darle explicaciones a nadie.

Pero cuando lo que tienes que escribir no es ficción, sino una respuesta a un mensaje que empieza con "doctor, ayúdeme", cuando sabes que las esperanzas de un anónimo se ponen en tus manos, cuando te hablan descarnadamente de lo que más les avergüenza con la seguridad de que tú —un improvisado community manager— te portarás como si fueras el mejor de los amigos, tu afición por escribir (tu poder) te pesa demasiado y lo único que quieres responder es "no es mi problema", que es lo que realmente dices cuando les dices "llame a este número".
 
Pero muchas veces sientes que no puedes dejar las cosas así. Algo te remuerde y te consume. Sabes que el que te está pidiendo ayuda no es el personaje de uno de tus cuentos sádicos sino un humano verdadero, que está asustado (como tú mismo, tantas veces) y que seguirá con sus angustias después de que te hayas olvidado de él. Y entonces, además de darle el número de la clínica, haces un esfuerzo, piensas, calculas tus palabras, escribes una respuesta, la borras, la vuelves a escribir, la afinas, intercalas por ahí la palabra "ánimo" o "estas cosas no son tan graves", o "le recomendaría que lea esto" y presionas "ENVIAR" y luego, en vez de volver a tus asuntos, te quedas mirando la pantalla esperando a que ese desconocido lea tus palabras... Y las lee, y aparecen unos puntos suspensivos que se mueven ("¡me está escribiendo algo!") y te mueres de la ansiedad por saber si no la has cagado, si no has metido la pata, si no era mejor quedarse callado y, cuando por fin aparece su respuesta ("gracias doctor" o "gracias amigo")  te preguntas, por enésima vez en tu vida, si no te has equivocado de vocación. Y te contestas de inmediato, que no, Pablito, no te has equivocado, porque escribiendo puedes ser community manager, doctor, dios y todo lo que te de la gana.




Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados



Di los primeros pasos con cuidado, para comprobar si me sentía tan cómodo como en la tienda. Crucé la berma, evité un charco, salté sobre un sardinel y me alivió ver que los lados de mis zapatillas no se habían manchado.... Cuando pasé en frente del edificio en construcción, con su vereda llena de montoncitos de arena y tierra compactada, hice un higiénico rodeo. También evité un mojón dejado por algún perro monstruoso, un hueco muy sucio y unas salpicaduras de tierra seca que habían quedado sobre el cemento luego del paso del camión cisterna que riega los parques. Ya en el paradero, estuve un poco inquieto mirando la gran cantidad de zapatos ajenos que, amenazantes, pisaban por aquí y por allá. Al subir al autobús puse mis pies en un sitio seguro: Debajo de otro asiento. Volví a mirarlos. Los bordes de las suelas seguían impecables.

Durante ese día en la oficina en donde soy consultor a medio tiempo, sentí la alfombra más esponjosa que de costumbre. Algunas cosas salieron bien, otras no tanto, pero nada resultó suficientemente grave para incomodarme. Flotaba. Como si mis rodillas hubieran sido reencauchadas y unas nubes anatómicas amortiguaran todos mis movimientos. A la hora del almuerzo fui hacia el chifa que hay a tres cuadras. La sopa, habitualmente sobrecondimentada, me supo bien y hasta sus falsos wantanes (rellenos, no de carne sino de más wantán) me parecieron soportables. Luego hice un poco de tiempo probando mis pisadas nuevas en otras veredas, en un piso empedrado con cantos rodados, en el cruce desnivelado de unas losetas... y en todos esos casos el agarre de mi cuerpo con el terreno era cómodo y preciso. Pensé que mis zapatillas negras me daban un poder secreto sobre los elementos y la calle. ¿Sería así todo el día?

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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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