Lo hacía cuando regresaba de la universidad. Abrazaba mi mochila, orientaba los cierres contra mi pecho y me dejaba llevar. Total, hasta mi casa había, mínimo, hora y media de viaje, suficiente para siestón, llegar fresquito y poder seguir de largo hasta las tres de la mañana.
Pero, así como los pasajeros, los conductores de los buses también pueden quedarse dormidos. No me consta, felizmente, pero todos conocemos casos que, o bien nos han contado o bien hemos visto en las portadas de los diarios: Mancan nueve por chofer dormido. Tiró pestaña y ahí quedó. Dormilón se lleva a veinte hacia el abismo. Los periodistas se las ingenian para encontrar a un testigo, un sobreviviente que confirme los hechos: el tipo al volante olía a alcohol, tenía cara de cansado, no dormía hace tres días. Es curioso que ningún noticiero le atribuya el fallo a un síncope, a un infarto o esas cosas que, usualmente, matan a la gente, porque sería como exculpar al maldito irresponsable que ojalá se pudra en el infierno. Por Judas. Por demonio.
Pero un cobrador de micro no puede quedarse dormido. Está demasiado ocupado para eso. Cuando el carro está en el paradero (o sea, en cualquier punto de la pista o la vereda) debe gritar, ciento siete veces por lo menos, los nombres de las calles propias de la ruta. Y cuando la combi se mueve, debe atenerse al guion que el oficio le prescribe, esto es, decir que no hay boleto, de ahí te doy tu vuelto, faltan cincuenta céntimos, hasta la Brasil son tres soles, así cuesta, ¿no te gusta? toma otro carrito, ¡baja uno!, a ver, papi, allá al fondo entran siete, siéntate, amigo, porque hay batida en la otra cuadra y no pueden ir parados; con sencillo por favor, avisen con tiempo, ¡no paro en Marsano!, ¡cambia veinte!, ¡asiento reservado! (cuando suben los viejitos), ¡aguanta, está con bebe! (cuando sube madre con su hijo), ponte aquí nomás, mamita linda (cuando sube la guapota), pérate un ratito (cuando el que ha pagado con cincuenta, media hora antes, aun no tiene su vuelto). Y de ahí, sacar cabeza y medio cuerpo por la ventanita, arrojarle treinta céntimos al datero o pelearse con él o lornearlo con la más vil chapa o explicarle que no tiene sencillo para darle ahorita, que a la vuelta, causa, sin falta. Y debe estar atento, ser mosca, buen vigía, por si hay tombos o viene el carro de la competencia o ya ha llegado al tren y hay que esperarse un semáforo más para que suba un buen montón de pasajeros, aunque los que están abordo chillen, pataleen y se indignen, porque por más amenaza que lancen y laberinto que hagan, ninguno va a bajar, ya todos han pagado y la mayoría van sentados. Luego habrá que halar la puerta corrediza, con furia, y estrellarla contra el vano a ver si se rompe de una puta vez. Y gritar, a voz en cuello, vamos vamos, pisa pisa, baja ahí, aguanta, viene otro, angamos espinar ejército la paz callao callao santa rosa. Y mandar mensaje a la flaquita, a la que ha dejado en visto hace una hora, no sea que sea resienta, como la otra, y ya no quiera nada, es que así son. Y prepararse bien para el frenazo, flexionar las piernas como muelles para que, cuando al fin el carro se detenga, pueda abrir la puerta, saltar y gritar lo suyo, todo al mismo tiempo y sin ninguna consideración por las leyes de la física. Son tantas actividades contables, acrobáticas, oratorias, de relaciones públicas, recursos humanos y gestión de crisis que no hay manera de que un cobrador, si es humano, pueda dormirse ni un segundo durante en el viaje.
Por eso, ayer, aun antes de decirle —al de la cúster en la que viajaba— que me bajaría en la siguiente esquina y de repetírselo porque no me respondía y de ver que no hacía caso y tocarle el hombro y empujarlo y gritarle y zamaquearlo y escuchar las exclamaciones de todos y de sentir el frenazo y oír los oh los asu y los dios mío y de verlo rodar por el suelo del vehículo, supe que él no estaba dormido. Era imposible.
Pablo Ignacio Chacón