[CUENTO] El protagonista luce pequeño en la ladera. El ascenso parece fácil hasta que el suelo tiembla. Sus ojos aterrados se fijan en el montón de piedras que rueda hacia él. A duras penas logra esquivarlas, sin saber que no son de granito, sino de blando poliestireno. También ignora que la altísima montaña, de la que teme despeñarse, es una estructura de cartón que se alza a dos metros del piso del estudio de filmación.
Su memoria y su voluntad —moldeadas por el guion— le exigen encontrar un artefacto legendario cerca de la cima. Según un sabio que conoció en la víspera, solo con esa arma podrá destruir al demonio que asoló a su reino y secuestró a su reina. Tras cuatro horas de ascenso divisa una cueva. Entra. Los técnicos de efectos visuales accionan la máquina de humo, que disimula bien la escenografía desprolija. Los editores insertarán allí, más tarde, un sonido burbujeante y peligroso. El protagonista jadea, por el cansancio y el calor. Pero no suda, porque el aire acondicionado del estudio está muy fuerte. El fulgor volcánico que ilumina las paredes de granito no proviene de un río flamígero sino de un puñado de lámparas con tapas de celofán anaranjado.
A pesar de lo que sugieren sus últimos recuerdos (la batalla nocturna, las largas horas de cabalgata, el penoso ascenso por el risco), su peinado con gomina luce intacto y sus prendas, como nuevas. La espada larga en la cintura no le pesa ni le estorba y por eso cree que el acero de verdad tiene la ligereza del acrílico pintado. Varios fogonazos le cruzan la cara, pero ni su barba ni sus pestañas se le queman. Tiene miedo, pero confía: si ha llegado ileso hasta ahí, quizá sea cierto todo eso de que es el elegido.
Ve algo al fondo de un estanque hirviente. Con una mano se remanga la impecable camisa negra. La otra se introduce en la densa y colorada sopa. Resuena una fanfarria wagneriana que tranquiliza a los espectadores (que ya han visto muchas películas y saben bien que una música como esa nunca va con una escena de peligro). Recoge la pieza, la alza hasta la altura de sus ojos y la costra burda que la recubre se desprende y cae sobre el cartón piedra de la cueva, revelando su auténtica apariencia: una estrella de oro con una daga retráctil en cada una de sus puntas. La cámara lenta y los destellos agregados en postproducción permiten que la escena conmueva a todos los niños de la sala. Uno de ellos, que no ha tocado la canchita tibia ni la cocacola helada que sus padres le han comprado, se promete ver esa cinta mil veces más. Soñará esa noche que es el héroe y, al despertar y recordar su sueño, jurará que, cuando llegue a la edad de tener barba y espada, también combatirá a los monstruos que le quiten lo que quiere.