Efectos secundarios

"Aquí dentro no hay nanorrobots", me asegura la enfermera cuando se apresta a inocularme. Le creo: si estuviera mintiendo ya habría intentado venderme un paquete de megas o un plan de datos. Se limita a advertirme que podría tener fiebre, cefalea, frío intenso y esas cosas que la vacuna produce en los espíritus sensibles. Como además de eso soy obediente, enrumbo a casa para descansar. En el camino, me entran tres llamadas y me siento como me he sentido toda la vida: estafado. Para colmo, los interlocutores —números equivocados, obviamente— me hablan en vietnamita. Una prueba de que los nanorrobots que ahora corretean como combis por mis venas ni siquiera son Claro o Movistar. Pero no pienso reclamar: justo estaba por cambiar de celu y no pierdo nada probando. Además, a caballo regalado...

Pero a las once de la mañana, entre las docenas de conversaciones telefónicas que mi tuneado cuerpo escucha, capturo una de la vieja insoportable del 2C. Dice que tiene un problema con la señal del cable y que, desde hace un par de horas, el audio de la serie de mafiosos que ve en Netflix, se mezcla con el de Radiomar y Nueva Q. Cuando, media hora después, vienen del servicio técnico para atenderla, opto por salir de casa, para que nadie sospeche de mí. A lo mejor mis poderes hacen feliz a alguien. Iré al parque. Seguro ahí alguien necesite wifi.


Al pasar junto a la pileta, veo que levitan varias moneditas y se adhieren a mi cuerpo. No me molestaría si fueran de a 5, pero como son solo de 10 céntimos, es más lo que me mojan y me ensucian que lo que me sirven. Me las arranco. Entonces un repartidor me intercepta con su moto. Me pregunta, mirando el mapa de una app que tiene en el móvil, si yo fui el que pedí tres pollos. Estoy a punto de mentirle sí, yo fui. Pero me disuaden las miradas sumisas de cinco perros, que no sé de dónde habrán salido y que me sacan la lengua, moviendo la cola, como esperando una orden mía. La situación me inquieta y corro a casa, haciendo una bullaza (pues el sencillo que todavía llevo pegado a la chompa se agita y entrechoca, como si yo fuera un cascabel). A duras penas evito que los animales ingresen al condominio. La perrita del 1B, que me ladra siempre, pega su hocico al vidrio de la ventana al verme pasar. No trato de entender lo que ocurre, aunque recuerdo esos silbatos ultrasónicos que usaba mi tío Memo para llamar a sus mascotas. Como el aroma de los pollos me ha dado hambre, decido preparar mi almuerzo. No es fácil: tengo que comer mis huevos fritos con arroz con tenedor de plástico, pues el de metal, que se me pega a las mejillas, casi me saca un ojo apenas abrí el cajón de los cubiertos. Ya se imaginarán lo que sufrí con la sartén. La hostilidad de la cocina me obliga a encerrarme en mi cuarto, en donde hay, felizmente, pocos objetos metálicos.


Esa tarde, echado en cama, descubro que tengo 720 canales en HD y acceso a Disney+ . Mi instinto emprendedor despierta: podría proporcionarles la clave a los vecinos y dejar que se conecten gratis. Una semana después —planeo—, cuando estén bien enganchados, cambiaré la contraseña y les cobraré lo justo. Mientras fantaseo con mi nuevo emprendimiento, me pregunto por el verdadero alcance de mi señal. A lo mejor podría a abastecer a toda la cuadra y hacerme un sitio en el mercado de las telco. Entonces podría dejar de trabajar y dedicarme, por fin, solo a escribir. Cuando la idea empieza a entusiasmarme entiendo que, si hago todo eso, ya no podría salir nunca más de casa, pues podría dejar sin servicio a mis clientes. Suspiro. La negatividad, ahora lo sé, es otro efecto secundario de la vacuna contra el covid. ¿No debería dormir, mejor? Me acomodo bien sobre el colchón. Entonces un avión pasa sobre el barrio y mi cuerpo se adhiere al techo. Aún después de que se va, me cuesta mucho bajar. Claro, entre el cemento del cielo raso debe haber un montón de fierro.

Por la noche, algo inquieto, reviso mi hombro izquierdo frente al espejo del baño, buscando el sitio exacto de la inyección. No hay herida ni hinchazón ni enrojecimiento ni nada extraño, como si el conector USB que ahora brilla bajo el fluorescente siempre hubiera estado ahí. Harto de tantas novedades, considero prudente ir a dormir temprano. Pero me lo impiden la intensa luz que emito y la desagradable nube de polillas que he atraido. Igual el cansancio termina por vencerme y empiezo a roncar a eso de las dos de la mañana. No es una noche fácil, porque en vez de sueños tengo programas de radio, de esos en los que los parroquianos hacen llamadas para hablar de almas en pena y rupturas amorosas.

Cuando me despierto, triste y asustado, a eso de las once del domingo, descubro que ya no escucho las llamadas ajenas, que ya no sintonizo radios y que el televisor, cuando lo prendo, ya no sufre interferencias. Cuando voy a la cocina a convencerme, la sartén y las hornillas no se mueven, por más que pegue mi frente contra ellas. Lo curioso es que me arde la cabeza y tengo mucho frío. Me miro al espejo. Mis ojeras son terribles.
 
Ser normal es deprimente.

Post script: Aunque ya han pasado cuatro días, mi celular no se descarga todavía.



Pablo Ignacio Chacón

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