[RELATO]
— ¿Para quién es?
— Para mí. Me llamo Pablo.
— Pablo. Muy bien.
El escritor toma su lapicero y abre el libro que le acabo de entregar. Dudo. ¿Me conformo con su firma? ¿O le digo todo lo que he ensayado —mentalmente— durante las tres horas que me pasé haciendo fila?
—Te… ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Sí, claro.
—¿Cómo te sentirías si Faulkner o Flaubert te firmaran uno de sus libros?
—¿Si quién? —me pregunta, adelantando la cabeza, con una mueca hostil, como si se hubiera molestado conmigo por no pronunciar correctamente los apellidos de sus ídolos.
—Si Fla… Flaubert o Faulkner...
—Ah —se ríe—. Emocionado. Muy emocionado.
—Así me siento ahora.
Aunque ya me había mirado, sólo en ese momento descubre que estoy ahí. Como si hasta entonces yo hubiera sido de aire y me hubiera materializado, enorme y sin previo aviso, en frente de la mesa.
—Gracias —dice, bajando la cabeza.
—No, gracias a ti —retruco, confianzudo. He hecho que se ría y que me haga una venia. ¿Qué más puedo pedir? Siento que mi estatura se duplica y que, en este local, no hay nadie que sea más grande que yo. Ni siquiera él.
—Eres un buen lector —agrega, provocando que mi cabeza roce el techo de la sala—. Son autores importantes.
Pienso que debería avergonzarme porque no he leído nada de Flaubert o de Faulkner. Tendría que decírselo… Pero prefiero dar una mirada a mi alrededor porque quiero saber quién me está envidiando. Personas de todas las edades, tamaños y vestuarios, abarrotan la librería y esperan su turno, parloteando con nerviosismo, resistiéndose a ser entumecidas por el aire acondicionado o por la insulsa música de fondo. Pero me da la impresión de que todos ellos, incluso los más altos, se alejan un poco de mí, como si, alarmados por mis nuevas dimensiones, tuvieran miedo de que yo los aplaste contra las paredes. Ávido de nuevas atenciones, vuelvo a mirar al escritor y lo descubro tan serio como al principio, colocando su lapicero en posición y empezando su dedicatoria con cara de trámite, acaso pensando en lo que cenará más tarde o en el calor que hace afuera. En consecuencia, empiezo a volver a mi tamaño normal. ¿Y ahora?, me pregunto. ¿Cómo recupero su atención? Mi repertorio de frases hechas se ha agotado y su larga elaboración me ha dejado sin ideas. “Di algo, Pablo, lo que sea”, me arengo, mientras mi estatura se iguala a la que tenía cuando entré en el establecimiento. Entonces, desesperado, vomito lo que realmente quiero decirle.
—Estoy tra… tratando de ser escritor.
Ya está. Ahora, a esperar su reacción. Me imagino que levantará la ceja izquierda, “¿qué escribes?”, preguntará, “cuentos fantásticos”, contestaré, “mándame un par”, ordenará y entonces yo, obediente y previsor, abriré la mochila que llevo conmigo y sacaré de ella los textos que me pasé corrigiendo toda la noche y que imprimí esta mañana en el papel más blanco que pude comprar. Y se los entregaré y mirará los títulos y hará una mueca de asombro y dirá “qué ganas de leerlos” y me prometerá que esta misma noche, en el sofá en donde lee a Faulkner y a Flaubert, me leerá a mí. Ya imagino su llamada al día siguiente, su invitación a almorzar, la recomendación que me hará a su editor y hasta las caras que, dentro de unos meses, pondrán mis conocidos —ustedes, los que se burlan— cuando tengan que hacer tres horas de fila, allá afuera, para que yo les firme un par de ejemplares de mi futuro libro de cuentos, uno que para entonces estará siendo recomendado en todos los medios de prensa por el mismísimo escritor que hoy tengo ante mí, cuya ceja izquierda está a punto de levantarse.
Pero no se levanta… De hecho, se ha fruncido más. ¿Será para tomar impulso? ¡Qué raro! ¿Por qué no reacciona? ¿Tanta concentración exige escribir una dedicatoria? ¿O es que no me ha escuchado? Quizá es culpa de la bulla que hay en esta sala, que ahoga mi voz. O de mi propia voz, que se ha encogido tanto como el resto de mi cuerpo, que se sigue proyectando hacia el suelo. O quizá… Claro. Debe ser eso. Se queda callado para no decirme que todos los que le piden un autógrafo también lo tutean y se creen escritores. Debe de estar harto.
Cierra el libro y me lo entrega, mostrando una sonrisa que no se parece a la de hace un rato, que no dice "Mándame tus cuentos, Pablito" sino, más bien, “¿Sigues aquí?".
—Gracias —le digo, pequeñísimo.
Me demoro en marcharme porque aún me queda algo de fe. Quiero ver si recupera la memoria y me dice lo que estaba a punto de decirme o, por lo menos, alguna cosa que me devuelva la esperanza: Un consejo, una palabra... Pero él, olvidadizo, se limita a ladear la cabeza para mirar la larga fila que se extiende a mis espaldas, en donde seguramente se esconden otros cien genios incomprendidos y ávidos de justicia que esperan que la firma de un Premio Nobel los reivindique.
Un agente de seguridad me indica la salida. Lo obedezco, tratando de no acercarme demasiado a las personas que se amontonan en el pasillo (no vaya a ser que me vean reptando sobre el piso laminado y me pisen como a una cucaracha). Escucho, ya lejos, la risa del escritor. No volteo. No quiero saber por qué ríe (ni de quién). No quiero ver la mueca con la que agradece los elogios de sus otros admiradores. No quiero oír cómo los anima a que le envíen sus manuscritos ni cómo se ofrece a revisarlos, esta misma noche, en el sofá de los ídolos. Intento concentrarme en mi retirada, sin tropezar, tratando de ser otra vez de aire, unidimensional… pero un ruidito nuevo me perturba. Es uno que se parece al de unos papeles que, muertos de vergüenza, se arrugan por su propia voluntad en el interior de una mochila. Mejor. Así no tendré que hacerlo yo.
Al final del pasillo me detengo frente a la monstruosa puerta de salida. Ya sé lo que me espera allá afuera: Si la brisa no me arranca de la Tierra, quedaré confinado para siempre en el reino de los ácaros y las pelusas.
Pero cuando cruzo el umbral, cuando el aire acondicionado se esfuma y la humedad apestosa de Lima infesta mis pulmones, recuerdo que llevo un libro en la mano. Lo abro. Busco la primera página. Encuentro la tinta de su lapicero. La letra de él. Mi nombre escrito por él. Un puñado de palabras trilladas. Una firma apurada. Y luego, entre signos de exclamación, inesperado, veo un verbo imperativo que latiguea y que conforta y que atraviesa toda la hoja como si no cupiera en ella. Y lo leo en voz alta. Y me vuelvo gigantesco.
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