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Montón de rocas
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Confieso que me demoré en abordar Un mundo para Julius. No es que no me atrajera Bryce. Sus dos primeros cuentarios me gustaban desde el colegio (de ahí viene mi amor incondicional por Muerte de Sevilla en Madrid). Pero, aunque tenía su primera novela a la mano desde hacía siglos, no le entraba por pura discriminación: Es que era una edición pirateada, de hojas mal cortadas, tinta opaca y papel malísimo, que soltaba harto polvillo y ya tu sá, si mezclas mis alergias con mi devoción por las excusas....  Entonces, cada vez que veía un ejemplar decente en una tienda o en alguna feria de libros, me detenía la mano al primer impulso comprador, diciéndome en voz baja: "pero qué haces, pablo, si ya lo tienes en la casa". Y en ese plan, pasaron años.


"Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor" (Inicio de la novela)
Hasta que un día, en una reu, alguien habló de Julius y sus aventuras y estuvieron como media hora comentando uno y otro pasaje y me sentí super estúpido y culpable por no ser capaz de hacer un solo comentario. Así que, ahí no más, días después, me soné bien la nariz, sacudí el librejo vigorosamente (liberándolo del polvo y de dos o tres páginas que tuve que recoger del suelo y pegar luego con scotch) y lo empecé y no paré. Y la pasé muy bien. Y es raro porque, aunque en el libro no hay mucha acción, la cálidez y cercanía con la que el narrador "te habla" al oído, es irresistible. 

Para contar la historia de Julius, un niño rico (pero) de gran sensibilidad, Bryce intercala la tercera y la primera persona con pasmosa naturalidad y te mantiene todo el tiempo sonriendo (aunque nunca te arranque una carcajada). De vez en cuando zampa otras voces en la historia que no sabes si pertenecen a un personaje, a un esquivo narrador o a tí mismo, haciendo el comentario preciso -no forzado- que se necesita para redondear un párrafo.



Hace algunos meses publiqué en mi cuenta de Twitter un videíto informativo sobre un tema político. ¿Por qué? Un poco por joder, por opinar, por meter mi cuchara, dizque aportar, complicarme la vida haciendo algo que nadie me había pedido que haga. Mi cuarto de hora cívica del mes, de esas cosas que uno hace para, en compensación, poder portarse como un patán el resto del tiempo, sin remordimiento alguno. Como tengo poquísimos seguidores en twitter, me tomé la confianza de compartir el video con varios periodistas "líderes de opinión" de la tuitósfera (a ninguno de los cuales tengo el gusto de conocer) y tuve la suerte de que dos de ellos lo retuiteraran. Lo que siguió fue interesante: Varias personas desconocidas lo re-re tuiteraron y algunos otros hicieron comentarios (desde "estoy de acuerdo" a "eres un caviar de mierda"). Se siente bien. Durante un par de horas te da la sensación de que existes, de que eres alguien y hasta de que tienes poder. Pero luego el ego se te desinfla y una avalancha de nuevas publicaciones (ajenas y más bonitas que la tuya) inundan el timeline de todos los tuiteros, enterrando tu maravillosa publicación debajo de las publicaciones de los demás. Puede que tres horas más tarde alguien, que estuvo ocioso excavando en su propio twitter, encuentre tu videíto y lo rescate y lo lance a la superficie una vez más. Tú, iluso, creerás que renacerá y conocerá un segundo minuto de fama. Pero la avalancha seguirá y seguirá tan multitudinaria y cruel que tu video volverá al fondo rápidamente y de manera definitiva. Y ahí se quedará, sepultado junto con otros millones de tuits que nadie jamás volverá a leer.



Aparece de la nada, justo en el momento en que apoyas la cabeza contra el vidrio del bus, casi vacío, en el que viajas.  

—¿Por qué no? —te dices—. Hago esto, luego aquello y tendré esto otro. Soy un genio.

Es una idea nueva, feliz y factible. Te parece fácil y la das por hecho. Y haces planes que van a salir tal cual te los imaginas: Perfectos. Y pones fechas y te prometes que para tal día de tal mes lo habrás logrado todo. Y piensas en lo que podrás hacer con las ganancias que obtendrás. Y pequeños proyectos derivados, cosas lucrativas o satisfactorias, se hacen sitio en tu cabeza caliente que, en un instante, se ha llenado de futuro.

—Ya la hice— sonríes, mirando la calle, que luce más bonita que nunca.

Cuando llegas a tu paradero de destino te bajas entusiasmado. Pero, al contacto con el suelo, algo cambia. Tienes la sensación de que una sustancia gris y violenta, que se va cayendo del cielo encapotado, está envolviéndolo todo. Sólo entonces te das cuenta que hay unos detalles de tu proyecto que convendría pensar un poco mejor. Te molestas por eso y decides avanzar un poco más rápido para alejarte de ese punto de la calle en donde tu entusiasmo se redujo. Media cuadra después, vuelves a calcular los plazos que habías imaginado para tu idea y compruebas que no son tan realistas como pensabas. 

—Ya... Pero cuando lo ponga por escrito todo se verá más claro. 

Cambias de vereda, creyendo que al hacerlo se te irá lo pesimista. Te apuras. Llegas a la puerta de tu casa y te demoras en la cerradura porque te has equivocado de llave. En ese momento se te ocurre que quizá los beneficios económicos no serían tan buenos como habías creído hace solo unos minutos. 

—Bueno pero... será cosa de darle vueltas al asunto ¿no?  Por ejemplo, si cambio "a" por "b".

Ya estás adentro. Ya estás a salvo. Te aseguras de cerrar bien la puerta, vuelas hacia tu escritorio y enciendes la computadora, con la incómoda certeza de que varios pedazos de tu idea se te han caído por ahí y que ya no puedes hacer nada para salvarlos. Te pones a teclear rápidamente, como si el hecho de escribir tus proyectos los inmunizara contra los "peros" y los "mejor no". Pero algo está mal con la máquina o con la habitación o contigo porque tienes que borrar y volver a escribir y volver a borrar y volver a intentar, porque las palabras no te salen, porque los números no te convencen, porque lo que era lógico se ha vuelto ridículo. Es la misma sensación que tienes cuando intentas recordar un gran sueño minutos después de despertar. La pantalla vacía te confirma que tu idea se ha vuelto invisible, inasible, irreal, como si ella también hubiera huido... ¿De quién? ¿De qué? Entonces miras a tu alrededor y te das cuenta de que la sustancia gris y violenta se ha metido a tu casa por alguna rendija y se está expandiendo por los zócalos y las instalaciones eléctricas. No hay escapatoria. Pero cuando está a punto de alcanzarte, la desafías con una promesa.

—Ya lo verás. Mañana se me ocurrirá una idea mejor. Y correré tan rápido que no podrás alcanzarme.

(7/11/2016)

Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados

¿Quieres meterle a alguien el gusto por la ópera? Hay una que tiene lo necesario para seducir a los nuevos. La protagonista es una princesa medio loca que quiere vengarse de todos los hombres. Los verdugos prosperan en su reino y son adorados por el pueblo como si fueran estrellas deportivas y son tan hinchas de la muerte que creen que la luna es una inmensa cabeza cortada. La trama se sostiene en tres amores imposibles: Una esclava ama a un príncipe. El príncipe ama a la princesa medio loca. Y la princesa medio loca adora cortar cabezas. Muchos otros personajes compiten en escena por ser el más despreciable, pero sin dejar nunca de ser carismáticos. La música es estupenda. Y todo fluye como un río. Para muchos comentaristas Turandot (1926), cierra la edad dorada de la ópera italiana. Fue la última obra que escribió su autor, Giacomo Puccini. Y si estoy hablando de ella es porque hace poco se montó en Lima y me di un salto para verla, escucharla y tener una excusa para obligarme a escribir alguna cosa sobre su origen, los dolores de cabeza que le causó a su autor, los retos que implica representarla y las maravillas que contiene.


Debería estar contento. He escuchado a un violinista de talla mundial tocar, de manera prácticamente perfecta, el Concierto para Violín de Alexandr Glazunov, acompañado por la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN). El concertista israelí Vadim Gluzman, agradecido por la ovación que le brindó el público limeño al finalizar la pieza, se plantó en el escenario después de saludar tres veces y tocó, con el desparpajo de los maestros, la Gavota-Rondó de la Partita No. 3 de Bach. Esos tres minutos de música fueron casi el cielo en la tierra en una velada que tuvo su buena dosis de purgatorio y algunos momentos de infierno. No porque el resto del programa tuviera piezas inferiores (aunque para los entendidos no exista nada encima de Bach). Sino, porque ese fue el único momento en que Gluzman tocó solo. Es decir, sin la compañía de la orquesta, que tuvo una noche para el olvido.





El cardiólogo quiere detectar en qué momentos aparecen tus arritmias. Así que ordena que te instalen un aparatito externo que registrará en un chip todos tus latidos y que deberás usar por 24 horas. Es una cajita pequeña que te atan a la cintura y de la que salen varios cables que se cruzan por tu pecho. No suena, no vibra, no se recalienta. Parece inofensivo.... pero ¿lo es?
No importa si el relato es de horror, de aventuras o de misterio: Cada vez que un personaje de Poe se sube a un barco termina empapado.

Una de las muchas escenas memorables de la Narración de Arthur Gordon Pym. El bergantín Grampus ha naufragado y sobre el casco volcado sobreviven dos miembros de la tripulación. 

Hadji Murad, la última novela de Tolstói. 


Los chechenos del Caúcaso están en guerra contra el Imperio Ruso. Esa amenaza, en vez de unir a las tribus chechenas, exacerba sus luchas intestinas y los debilita frente a su enemigo común. Un buen día uno de los líderes chechenos, Hadji Murad, decide cambiar de bando y unirse a los rusos. ¿Por qué? ¿Se volvió loco? ¿O es un traidor a su patria? En otro contexto, su conducta sería vergonzosa. Pero en esta novela, basada en un hecho real, lo que hizo Murad era la única forma de mantener su honor intacto. 

La grandeza de esta historia va más allá de la crónica guerrera. Ya en el prólogo, a través de una maravillosa metáfora, el autor deja claras cuáles son sus intenciones:



Cuando empiezo a hablar refulgen los primeros flashes. Un camarógrafo sigue todos mis movimientos, como si importaran. Pero los tres tipos que conforman el jurado, que supuestamente deberían prestar atención a lo que estoy diciendo, siguen ignorándome, mirando las pantallas de sus laptops ¿Para esto me he matado ensayando?



De poco ha servido el mantenimiento que le doy. Ahora se sobrecalienta más que antes. Algo tendrá que ver el verano. Pero también el tiempo que lleva funcionando y el esfuerzo que hace por mi culpa. Cuando tengo que usar alguna aplicación en línea (de edición de videos, por ejemplo) o cargo más de dos programas locales, la máquina ruge y, si no cierro algunas pestañas, se apaga. 
Antes de convertirse en soldado Tolstoi tuvo un primer coqueteo con las armas cuando acompañó a su hermano mayor (que era teniente) a una misión militar en el Cáucaso, al sur de Rusia. Ahí tuvo su primer encuentro con los cosacos del valle del río Terek (entre las actuales repúblicas rusas de Osetia del Norte y Chechenia) e incluso se enamoró de una mujer cosaca de nombre Marianka. Esta experiencia lo llevaría a escribir años después un texto ambientada en esa región y cuyo personaje femenino principal también se llama Marianka. Ella es uno de los vértices de un triángulo amoroso que completan un cosaco y un ruso recién llegado, que es un alter ego de autor. La novela, que es breve, se llama Los Cosacos.
Acechar y disparar, tanto en la caza como en la guerra, son las principales actividades de los protagonistas de "Los Cosacos".



El ventilador de pie está a su máxima potencia. Las hojas de la ventana, completamente abiertas. Las cortinas, bien cerradas con unos ganchos de ropa. No queremos que se abran porque, justo detrás, el sol le pega a todo lo que se mueve. Mi abuela acaba de terminar de hacer sus ejercicios, que consisten en mover los pies hacia arriba y hacia abajo, como si estuviera pataleando al borde del mar. De eso me acuerdo mucho... Yo correteaba en la playa y le decía que se metiera al mar con mi hermano mayor y conmigo. Pero ella nos decía, riéndose, que prefería mirarnos desde donde estaba sentada, en la orilla, pateando los residuos de las olas que llegaban hasta sus pies. Han pasado muchos veranos desde entonces. Hace varios que ella no va a la playa. Y en éste, con mayor razón.

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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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