Hadji Murad, la última novela de Tolstói.
La grandeza de esta historia va más allá de la crónica guerrera. Ya en el prólogo, a través de una maravillosa metáfora, el autor deja claras cuáles son sus intenciones:
El camino que conducía a la casa pasaba por un terreno en barbecho recién arado. Yo caminaba lentamente sobre el polvo negro. Ese campo labrado pertenecía a un rico propietario. Era tan vasto que a ambos lados del camino o en el cerro enfrente de mí sólo se veían los surcos idénticos de la tierra labrada. La labor había sido excelente: no se veía por ninguna parte una brizna de hierba o una planta. Todo era tierra negra. « ¡Qué criatura tan devastadora y cruel es el hombre! ¡Cuántos seres vivos, cuántas plantas destruye para mantener su propia vida!» -pensé, buscando involuntariamente a mi alrededor alguna cosa viva en medio de ese campo negro y muerto. Frente a mí, a la derecha del camino, vi lo que parecía ser un pequeño arbusto. Cuando me acerqué noté que era la misma especie de cardo tártaro cuya flor había árrancado en vano y tirado luego. La mata del cardo se componía de tres ramas. Una estaba tronchada, con un muñón que semejaba un brazo mutilado. Las otras dos tenían, cada una, una flor, antes roja, pero ahora ennegrecida. Un tallo estaba roto, y de su punta pendía una flor sucia. La otra, aunque sucia de tierra negra, estaba todavía erguida. Era evidente que por encima de la planta había pasado la rueda de un carro, pero que el cardo había vuelto a levantarse y se mantenía erecto, aunque torcido. Era como si le hubiesen desgajado del cuerpo un miembro, abierto las entrañas, arrancado un brazo, vaciado un ojo. Y, sin embargo, se mantenía tieso, sin rendirse al hombre que había destruido a sus congéneres en torno suyo. «¡Qué energía! -pensé-. El hombre ha vencido todo, destruido millones de plantas, pero ésta no se rinde.»
El protagonista
Hadji Murad vive rodeado de enemigos que le admiran y aliados que le temen. Es honorable, diestro con el sable y la escopeta, habilísimo jinete, y devoto de su fe y su familia. El autor se explaya a su gusto en los detalles de la vida de su héroe. Y así conocemos sus duros orígenes, sus hazañas guerreras y la complejidad de las redes familiares y políticas en las que se ve envuelto, donde predominan las vendettas y los actos de brutalidad. Murad anhela la paz por sobre todas las cosas pero es incapaz de encontrarla en un mundo que, desde que tiene memoria, lo ha tratado mal. Su historia está llena de aventuras y desgracias.
(...) "Ahmet-Khan empezó a obrar por cuenta propia: con un grupo de soldados se apoderó de mí, me cargó de cadenas y me ató a un cañón. Seis días con sus noches pasé de ese modo. El séptimo día me quitaron las cadenas para llevarme escoltado; eran cuarenta soldados con los fusiles cargados. Llevaba las manos atadas y los soldados tenían orden de matarme si intentaba escapar. Yo lo sabía. Cuando llegamos cerca de Moksoh la vereda se hizo muy angosta y a la derecha había un barranco de unos trescientos pies de profundidad. Yo me escurrí a la derecha del soldado, al borde del precipicio. El soldado quiso detenerme, pero yo salté al abismo arrastrándole conmigo. El soldado murió, pero, como puedes ver, yo quedé vivo. Tenía rotas las costillas, la cabeza, los brazos, las piernas, en fin, el cuerpo entero. Quise moverme a rastras, pero no podía. La cabeza me daba vueltas y quedé amodorrado. Me desperté empapado de sangre. Un pastor me vio, llamó a la gente y me llevaron a un aoul. Sané de las costillas y la cabeza, también de las piernas, pero una de ellas quedó más corta que la otra."
Y Hadyi Murad estiró la pierna coja.
"Pero me sirve, y con eso basta" (Capítulo 13)
Una edición de 1916 de Hadji Murat, ilustrada por el artista ruso Eugene Lanceray (1875-1946) donde se muestra un retrato hipotético del protagonista (Imagen tomada de bibliorare.com) |
La costumbre como parte de la historia
Un detalle interesante de esta obra es la estrategia que utiliza el autor para describir las costumbres chechenas. Tolstói sabe que la mayoría de sus lectores occidentales no las conoce. Pero a diferencia de lo que hizo en Los Cosacos, escrita seis décadas antes, en donde se narraba de manera documental los hábitos locales de los habitantes del Cáucaso, rompiendo la hilación del relato, en Hadji Murad la descripción de las costumbres chechenas está completamente integrada con la narración de los hechos y, más que distraer, enriquece la historia. Fíjense la forma en que explica la etiqueta chechena en una reunión de la más alta importancia.
Al momento dejó caer la mano y se calló, viendo que dos mujeres entraban en la sala. Una de ellas era la esposa de Sado, la misma mujer flaca de edad madura que le había colocado los cojines. La otra era una muchacha muy joven en pantalones rojos y beshmet verde, con velo hecho de monedas de plata que le cubría todo el pecho. Un rublo de plata colgaba de la punta de su trenza de pelo negro, no larga, pero sí gruesa y apretada, que le caía por la espalda entre las enjutas paletillas. Los mismos ojos negros como la endrina que tenían su padre y su hermano brillaban en su rostro juvenil que se esforzaba por parecer severo. No miró a los visitantes, pero era evidente que sentía su presencia. La mujer de Sado traía una mesita baja y redonda con té, tortitas en mantequilla, queso, galletas y miel. La hija traía una palangana, un jarro y una toalla. Tanto Sado como Hadyi Murad permanecieron callados mientras las mujeres, que iban y venían en sus babuchas rojas sin hacer ruido, disponían ante los visitantes lo que habían traído. Eldar, con sus ojos carneriles fijos en sus piernas cruzadas, permaneció inmóvil como una estatua durante todo el tiempo que las mujeres estuvieron en la habitación. Sólo cuando hubieron salido y se hubo extinguido por completo el rumor de sus pasos al otro lado de la puerta, Eldar dio un suspiro de desahogo, y Hadyi Murad destapó uno de los orificios de la cartuchera, extrajo la bala y tomó de debajo de ella un pequeño rollo de papel.
-Para dársela a mi hijo -dijo, mostrando la nota.
-¿Y a dónde va la respuesta?
-A ti. Y tú me la remites.
-Así se hará -dijo Sado, metiendo el papelito en un orificio de su propia cartuchera. Luego, cogiendo el jarro con ambas manos, lo acercó a la palangana de Hadyi Murad. Éste remangó las mangas de su beshmet sobre los brazos musculosos, blancos por encima de la muñeca, y puso las manos bajo el chorro de agua fría y transparente que le vertía Sado. Después de secarse las manos en la tosca y limpia toalla, se acercó a la mesita. Eldar hizo lo propio. Mientras los visitantes comían, Sado, sentado frente a ellos, les dio las gracias repetidas veces por la visita. (Capítulo I)
Murad es el único personaje al que el autor dota de una biografía minuciosa. Todos los demás aparecen un momento y luego se esfuman. El "problema" (entre comillas, porque no lo es realmente) es que lo poco que llegamos a conocer de los otros personajes es tan interesante que nos quedan las ganas de saber más acerca de ellos. Ahí está por ejemplo, la historia del soldado Avdeyev (uno de esos "hombres más buenos del mundo" que Tólstoi metía en algunas de sus novelas, como Platón Karatáiev en Guerra y Paz o Erochka en Los Cosacos). O el infame zar Nicolas I, de quien el autor nos cuenta sólo un día de su vida, en un capítulo prodigioso (que resulta más que suficiente para conocerlo y detestarlo). O en Marya Vasilyevna, la brillante esposa y consejera de un militar necesitado de prestigio. O en Shamil, el principal enemigo rival de Murad, un líder religioso checheno a quien le aburre todo lo que tenga que ver, precisamente, con religión.
Pero a medida que avanzaba con mi lectura (sin tregua, porque es un libro muy entretenido) fui entendiendo que, si bien esos personajes no estaban ahí por ellos mismos, tampoco eran una mera comparsa. Tienen otra función: Obligar al lector a que los compare unos con otros, como forma pra entender el contexto social de la guerra. ¿Parece una explicación forzada? Intentaré probarlo con un ejemplo:
En el capítulo 16 un tal Butler, oficial ruso, es presentado como alguien que participa en la guerra como si se tratara de una mera actividad deportiva. Véase el tono:
Era la segunda vez que Butler participaba en un ataque; y pensaba con alegría que pronto empezarían a disparar sobre él y que no sólo no agacharía la cabeza bajo las balas, sin hacer caso del silbido de éstas, sino que, como la vez anterior, levantaría aún más la cabeza y con ojos sonrientes miraría a sus camaradas y a los soldados y hablaría en tono indiferente de cosas sin importancia.
La columna se desvió del camino, entró por otro carril poco frecuentado entre campos de maíz en rastrojo, y ya se acercaba al bosque cuando de pronto, sin saberse de dónde, llegó una bala que con silbido siniestro se hundió en el suelo en medio de los carros, en un campo de maíz alIado del camino. -Ya empieza la cosa -dijo Butler con sonrisa alegre al camarada que iba a su lado. (Capítulo 16)El relato continúa en la misma onda frívola, aludiendo a la forma en que los rusos arrasan una aldea enemiga. Pero en el brevísimo capítulo posterior vemos la historia del ataque desde el punto de vista de los aldeanos.
Sado, provisto de pala y pico, salió con sus parientes para cavar la fosa para su hijo. El viejo abuelo estaba sentado junto a la pared de la saklya derruida, alisando una vara con un cuchillo y mirando ante sí con ojos vacíos. Acababa de volver de su colmenar. Dos almiares de heno que allí se hallaban habían sido incendiados; los albaricoqueros y cerezos que el anciano había plantado y cultivado habían sido talados y arrojados al fuego; y lo peor era que habían quemado todas las colmenas con sus abejas. Los aullidos de las mujeres se oían por todas las casas y en la plaza, a donde habían llevado dos cadáveres más. Los niños pequeños lloraban a coro con sus madres. Mugía también el ganado hambriento, al que nada se le podía dar. Los niños de más edad no jugaban, sino que miraban a las personas mayores con ojos espantados. El pozo había sido enfangado, evidentemente a propósito, por lo que era imposible sacar agua de él. También había sido ensuciada la mezquita, que el mullah limpiaba con sus discípulos. Los ancianos se habían reunido en la plaza y, sentados en cuclillas, juzgaban su situación. Nadie hablaba de odio a los rusos. Lo que sentían los chechenes, chicos y grandes, era algo más fuerte. No era odio, sino asco, repulsión, perplejidad, ante esos perros de rusos y su estúpida crueldad, y el deseo de exterminarlos como se exterminan las ratas, las arañas venenosas y los lobos, un sentimiento, en fin, tan natural como el instinto de conservación. (Capítulo 17)
En resumen, el autor no necesita hacer sus conocidas (y largas) digresiones, ni emplear frases ingeniosas, ni técnicas literarias rebuscadas. Todo lo que necesita para golpear a su lector es contrastar a sus personajes, de manera limpia, sin adornos. En lo personal ha sido la contundencia de ese recurso, varias veces empleado en la novela, lo que más me ha admirado de ella. Además está su fluidez. Se lee en un rato, atrapa y emociona.
Lev Tolstói (1828-1910) leyendo en la finca donde pasó sus últimos años. Retrato del gran pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) |
Algunos datos
Tolstoi escribió Hadji Murad entre 1896 y 1904 y la sometió a un sinnúmero de revisiones pero decidió no publicarla. Hay quienes creen que no lo hizo para ser coherente consigo mismo. En aquellos años, los últimos de su vida, el escritor había renegado de su sociedad, del consumo de arte e incluso de su propia obra literaria. ¿Qué tenía de raro entonces que condenara a la oscuridad su última novela? Pero hay autores que creen que Tolstoi simplemente quería evitarse el mal rato de dar explicaciones sobre la forma en que el texto trata a Nicolás I (a quien deja muy mal parado) que, aunque para entonces llevaba décadas muerto, era el bisabuelo del zar gobernante.
La novela se publicó dos años después de la muerte de su autor, en 1912. Pero esa versión estaba llena de cortes. La primera versión completa data de 1917
(21/04/2016)
(21/04/2016)
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