[RELATO]
Gritando entraban y se me lanzaban al sillón, como si yo fuera una piscina. Y así, medio asfixiada, los trataba de besar y, de puros nervios, me esquivaban, se reían, qué grande estás, crecen rapidísimo, ¿no Irma?, sí mamá; éste ha sacado tu sonrisa, éste tiene la barbilla de su abuelo y, ahí no más, ya no aguantaba y les hacía cosquillas para que se bajen. Y se escurrían, carcajéandose y se iban correteando al jardincito. Yo pensaba en el croto (que ya no le saquen hojas), en las begonias (que no me las vuelvan a pisotear) y en el ciprés enano (que me arrancaron una vez, ¿te conté ésa?: ¡creyeron que era la punta de un árbol de navidad enterrado!). Y también pensaba en que era mejor que se quedaran allá afuera porque, si no, regresarían a la sala a meterse con mis cosas. Me han quebrado una lámpara, platitos de postre, vasos (hasta los de plástico), la tetera china, el plafón del comedor y un día, casi casi, me vuelcan la urna de Daniel. Terribles. Todo rompen.
Y mi hija: no te preocupes mamá, yo te lo pago.
Y el muerto de hambre de su marido: no se preocupe, yo se lo arreglo, suegrita.
Y yo: tienen que aprender, están muy enrgreídos, hay que enseñarles a ser cuidadosos.
Y ella (suspirando): Rafito, Leoncio, Manolo, vengan para acá, discúlpense con la abuelita.
Y venían, caralargas ("perdón abu"), fingidos, ("no lo vuelvo a hacer"), penitentes ("me voy a portar bien"), para que el trámite se abrevie y la vieja de mierda los suelte rapidito. Y, allí no más, volvían al jardincito, caminando despacio (los bandidos), haciéndose los angelitos (los jijunas), susurrando y, al ratito, ya estaban otra vez berreando y persiguiéndose y ¡chan!, la maceta; y ¡chan!, rayando el muro; y ¡chan!, pegándose o metiéndose cabe o haciéndose llorar, uno acusando, el otro desmintiendo, el otro azuzando, tú empezaste, mentiroso, yo te vi, ya vas a ver, ¡ya no peleen!, sí papá, a gritos todo. Y yo — para adentro—: sonríe, nomás, lo estás haciendo bien, máximo una hora y se largan.