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Montón de rocas
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[RELATO] 

  • Alqu era marrón y plomo. Tenía un ojo chueco. Me hacía reír. Ladraba poco. Cada vez que yo llegaba del colegio, él brincaba como loco. No lo sacaba a pasear todas las tardes, pero, cuando salíamos, éramos inagotables: La pelota, el palito, rodarme por el suelo, hacerme el muerto y turnarnos para perseguirnos. Y cuando me cansaba, lo soltaba en la berma central de la avenida para que corriera a su gusto. Mamá decía: No es prudente, pasan carros, ten cuidado. No te preocupes, le respondía, Alqu sabe bien en dónde acaban los jardines y en donde empieza el peligro. Así que no fue culpa de mamá, ni de Alqu, ni del Toyota rojo.

 [RELATO] 



Gritando entraban y se me lanzaban al sillón, como si yo fuera una piscina. Y así, medio asfixiada, los trataba de besar y, de puros nervios, me esquivaban, se reían, qué grande estás, crecen rapidísimo, ¿no Irma?, sí mamá; éste ha sacado tu sonrisa, éste tiene la barbilla de su abuelo y, ahí no más, ya no aguantaba y les hacía cosquillas para que se bajen. Y se escurrían, carcajéandose y se iban correteando al jardincito. Yo pensaba en el croto (que ya no le saquen hojas), en las begonias (que no me las vuelvan a pisotear) y en el ciprés enano (que me arrancaron una vez, ¿te conté ésa?: ¡creyeron que era la punta de un árbol de navidad enterrado!). Y también pensaba en que era mejor que se quedaran allá afuera porque, si no, regresarían a la sala a meterse con mis cosas. Me han quebrado una lámpara, platitos de postre, vasos (hasta los de plástico), la tetera china, el plafón del comedor y un día, casi casi, me vuelcan la urna de Daniel. Terribles. Todo rompen.

Y mi hija: no te preocupes mamá, yo te lo pago.

Y el muerto de hambre de su marido:  no se preocupe, yo se lo arreglo, suegrita.

Y yo: tienen que aprender, están muy enrgreídos, hay que enseñarles a ser cuidadosos.

Y ella (suspirando): Rafito, Leoncio, Manolo, vengan para acá, discúlpense con la abuelita.

Y venían, caralargas ("perdón abu"), fingidos, ("no lo vuelvo a hacer"), penitentes ("me voy a portar bien"), para que el trámite se abrevie y la vieja de mierda los suelte rapidito. Y, allí no más, volvían al jardincito, caminando despacio (los bandidos), haciéndose los angelitos (los jijunas), susurrando y, al ratito, ya estaban otra vez berreando y persiguiéndose y ¡chan!, la maceta; y ¡chan!, rayando el muro; y ¡chan!, pegándose o metiéndose cabe o haciéndose llorar, uno acusando, el otro desmintiendo, el otro azuzando, tú empezaste, mentiroso, yo te vi, ya vas a ver, ¡ya no peleen!, sí papá, a gritos todo. Y yo — para adentro—: sonríe, nomás, lo estás haciendo bien, máximo una hora y se largan.


 

Nos detenemos. Salgo. Voy a hacer mis cosas. Le chocan la calma y el silencio, incomprensibles después de lo que le ha pasado. Poco a poco pierde brillo, se enfría, se escurre, se deseca y, en el trámite, se agrieta, aunque, por ser su primera vez, no se le nota tanto. No comprende mi partida repentina, que no la haya llevado conmigo. Por eso se atosiga de preguntas. Que quién soy realmente, cómo es el resto de mi día, de qué va eso de usar ropa y no vivir mojado. Consigue informantes: los ácaros que me ha quitado, las costras, los vellos, las múltiples partículas de mugre que han sobrevivido sobre ella. No sabe que tendría que ir más profundo, más adentro, para enterarse de verdad. Que soy más que superficie, que la cáscara es mi lado menos lamentable. El falso, el comercial, el de que solo los tontos podrían fiarse.


La primera vez que supe de Julio Ramón Ribeyro no lo leí: me lo leyeron. Estaba en el colegio, en la clase de lengua, con la profesora Mazuelos. Ella, con un rarísimo entusiasmo, insistió en leernos "Doblaje". La trama, ya saben, va de un pintor que tenía creencias curiosas..

«pensaba que en otro país, en otro continente, en las antípodas, en suma, había un ser exactamente igual a mí, que cumplía mis actos, tenía mis defectos, mis pasiones, mis sueños, mis manías, y esta idea me entretenía al mismo tiempo que me irritaba.»


Recuerdo —ignorante y prejuicioso— que me sorprendió que el autor fuese peruano. Tenía 12 años (1989, o sea: aprocalipsis, bombazos y todo eso) y desde mi limitada visión de escapista clasemediero todo lo bueno tenía que venir de afuera: el anime, los taquillazos gringos o los libros de autores recontramuertos (Papi Verne, Papi Dumas) que leíamos en casa. Pero Ribeyro aún vivía y empezaba su tardío, pero justo, camino a la abrumadora popularidad de la que goza hasta hoy. Por la forma en que le brillaban los ojos al leerlo, supongo que la profe Mazuelos era una de sus nuevas fans.

«En una ocasión, estuve siguiendo durante una hora, presa de una angustia feroz, a un sujeto de mi estatura y mi manera de caminar. Lo que me desesperaba era la obstinación con que se negaba a volver el semblante. Al fin, no pude más y le pasé la voz. Al volverse me enseñó una fisionomía pálída, inofensiva, salpicada de pecas que, ¿por qué no decirlo?, me devolvió la tranquilidad.»


Cuando, fascinado (como buena parte de la clase) ya estaba adivinando en qué terminaría esa trama de caprichos, amores misteriosos y coincidencias improbables, apareció la segunda sorpresa: el autor no contaba el final. Lo sugería, dejaba que tú completaras su cuento y permitía que pusieras las palabras que faltaban. Creo que fue la primera vez en que entendí cómo una historia que ya de por sí es buena (por su respeto al personaje, su coherencia, su "construcción") se potencia cuando el escritor deja que su lector se sienta, no solo cómplice de él, sino, casi casi, coautor.

Gracias a esa audición, quise leer el cuento por mí mismo y todo lo que pudiera de él. Justo ese año (eso lo sabría después) se publicó la primera antología popular de sus textos (la de Milla Batres) que fue la misma que la profesora leyó y que, por fortuna, mi abuelo —cuya biblioteca no se dejaba saquear tan fácilmente— accedió a prestarme. Fue entonces cuando Ribeyro se convirtió, no solo en la puerta hacia la literatura de mi tierra, sino también en el primer autor al que puse en mis cambiantes listas de escritores favoritos. La experiencia de leerlo, además, derrumbó mis primeros prejuicios lectores.


[RELATO]

Al Cojo Rázuri. Al Loco del Martillo. A la Monja Vengadora. Los atrapé a todos. Incluso resolví, en 2 días, un caso que desconcertó por 30 años a las autoridades. Ya pocos se acuerdan, pero me entrevistaban a cada rato en las páginas policiales. Gran publicidad pues, en los días posteriores, me llovían llamadas y cartitas: Ayúdeme, señor Fung, descubra al que seduce a mi mujer, con quién anda mi hijo, demuestre que han falsificado el testamento… Y eran esos encarguitos los que me daban de comer. Pero, en los últimos años, solo algunos investigadores bisoños (enviados por algunos policías retirados que aún recordaban mi toque), me consultaban. La capitana Merino o el sargento Padilla venían a veces con sus fotos y sus mapas a tener conmigo debates muy interesantes. Pero, desde que empezó la cuarentena, hasta ellos me han olvidado. No puedo seguir sacavuelteros ni atrapar sicarios por Zoom.


Abren a las ocho. Iré antes. Así me evito el sol, la bulla o que me dejen sin pan ni queso como el otro día. ¿Siete y cuarto estará bien? No. No es para tanto. Con que salga siete y media, suficiente. Además, ¿qué voy a hacer parado como idiota junto al portón cerrado de la tienda? Todavía es temprano. Escucho: hay menos bulla afuera que ayer a esta misma hora. Mi mamá decía que los hombres somos tardones por naturaleza, ¿será eso? ¿O es que nos hemos acostumbrado a hacer menos y, por eso, nos sobra el tiempo? Ayer, día de mujeres, a estas horas ya se sentía el bullicio. Anteayer (que también fue día de hombres), cuando fui a llevarle sus pastillas a mi abuela, las calles estaban más o menos libres. Entonces, ya está: saldré a un cuarto para las ocho. Sobrado la hago.

Pero salí a las ocho. Y claro. Cola. Colaza, de una cuadra más o menos, con cada tipo a metro y medio de distancia, como mandan el doctor Huerta y la paranoia de mi abuela ("muchísimo cuidado, que no te agarre el bicho"). Parece que todos se han creído que esta será la Semana Santa más larga de la historia y que hay que almacenar provisiones para un año, más o menos. Pero ninguno puede entrar a hacer sus compras hasta que salgan del supermercado los puntuales. En medio de la puerta hay un vigilante —ojos cansados, anchura respetable— que no solo decide si ya te toca, sino que ya ha parado en seco a un par de despistados —o vivazos— que quisieron zamparse a la mala, no, no, no, haga su colita, por favor, como todos, sí, esta es la fila, hágame el favor. Resignado (¿ya dije que intenté colarme?) busco mi puesto, pasando revista de reojo a los enmascarados de todas las fachas, de todas las edades, que se alínean junto al muro de la tienda y de las casas sucesivas. Se nota que llevan poco tiempo aquí porque la hilera, todavía, parece trazada con regla. Poco a poco iremos aceptando que tenemos para rato y formaremos una culebra jorobada y contrahecha, apoyándonos en las paredes o en los postes, sentándonos en la vereda, jugueteando con las bolsas de tela que llevamos dobladas bajo el brazo o cambiando de hombro la mochila vacía. Hay dos con maletas de rueditas (en una de ellas cabría media tienda) y, más tarde llegará otro con un cochecito de bebé (sin bebé, pues, no te pases). Se nota que ninguno espera demorarse. Quizá por eso algunos se desquitan mirándome con cacha, como diciéndome a la hora que llegas, huevonazo, te vas al fondo por tardón. Raro que se burlen, estando tan jodidos como yo.

Día de hombres, dije. En esos días no nos pareció tan mala idea. Con todas las rutinas, incivismos y costumbres cotidianas suspendidas, hasta los despropósitos suenan sensatos. Cuando el gobierno anunció la medida (en una nueva edición de "almuerza con Vizcarra"), parecía lógico segregar a la población. Si los sabios y los doctores recomendaban reducir las peligrosas aglomeraciones en los mercados —principales focos infecciosos, según se había descubierto— había que tomar medidas a lo Thanos: que solo salga la mitad de la población un día y, la otra mitad, al siguiente. Mujeres: martes, jueves y sábados. Nosotros, lunes, miércoles y viernes. Los domingos, todos castigados. Durante la semana que duraría el experimento, los peruanos hablamos más de equidad de género que nunca, aunque, claro, los debates tenían poco que ver con derechos y más con sobrevivir a la catástrofe. Igual, nunca antes nuestros medios de comunicación aludirían a la problemática de quienes vivían al margen de la dicotomía sexual de toda la vida. Lo de las identidades diversas fue incluso mencionado por el presidente en cadena nacional. ¿Fulanite debía salir el día de los fulanitos o de las fulanitas? Como se sienta mejor, dijo. Guau. El asunto prometía. Pero, pronto, los números mostraron el fracaso del experimento: durante los días de mujeres se duplicó la aglomeración en los mercados. Y es que ni siquiera a la fuerza fuimos capaces de cambiar nuestros roles aprendidos. Las autoridades recularon el octavo día. Así, los temas progresistas desaparecieron de las agendas y la discusión y todo volvió a la anormalidad previa: represión, toques de queda, cuarentenas, la culpa es de los chinos, el fin del mundo, los trans no existen. Pero me estoy adelantando. Aquí, en la fila de los hombres, yo no sé lo que pasará en pocos días. La predectibilidad se ha esfumado de mí. Del mundo.



La epidemia le dio a Lucía la coartada que buscaba. Solo tenía que infectar a Javier. No esperaba que el virus, poco agresivo con los jóvenes, mate a su marido, pero sí que los médicos certifiquen la infección y lo envíen a casa quince días, como estipula el protocolo para casos leves. Solo entonces Lucía podría actuar sin riesgos. Ya que la ley sanitaria prohibía la autopsia de los infectados, cualquier rastro del veneno que pensaba ponerle en la comida desaparecería con Javier en el horno crematorio.







Tres meses después dieron con la cura. No se trataba de un antiviral ni de un brebaje milagroso sino de otro virus que canibalizaba el patógeno original.




Nada de lo que veía en su pantalla coincidía con el testimonio de los espías. Ni era turbia la atmósfera, ni las ciudades bullían de artefactos humeantes ni los animales salvajes se escondían aterrados.

Convencido de que había sido mal informado, el comandante de la flota ordenó que las naves replegaran sus cañones y fijaran rumbo al sistema estelar vecino, en donde esperaba encontrar el planeta corrupto que buscaba.

Ignorando estos hechos, los humanos aguardaban el final de la cuarentena.




Pablo Ignacio Chacón, 2020
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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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