Tres meses después dieron con la cura. No se trataba de un antiviral
ni de un brebaje milagroso sino de otro virus que canibalizaba el
patógeno original.
Fue fácil diseminarlo. Al ser más contagioso
que la plaga que combatía, bastó con abrir las carreteras y los
aeropuertos y los supermercados y las discotecas. A fin de asegurar su
rápida expansión, los médicos recomendaron practicar actividades que
implicaran aglomeración, roce e intercambio de fluidos corporales.
Hartas de las privaciones de la cuarentena, las sociedades de la Tierra acogieron la sugerencia con entusiasmo.
Fueron días de gozo y desenfreno, para bien de la economía y de los
ánimos nacionales. Si nadie notó a tiempo lo que estaban incubando fue
porque los síntomas, en su fase inicial, se confundían con los de la
resaca.
Pablo Ignacio Chacón (2020)
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