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Montón de rocas
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En ese tiempo el mundo estaba lejos. No había puente en Benavides. Solo teníamos un teléfono (público) en el barrio y en la otra cuadra, aún no urbanizada, se levantaban los galpones de unas granjas de pollos. Las bodegas y los paraderos de buses, estaban del otro lado de la carretera, a donde solo se podía llegar cruzando un puente peatonal (que, a decir del lechero que en esa época nos visitaba, era peligrosísimo de noche). Cuando mi viejo quería salir a la ciudad en su escarabajo amarillo, tenía que darse un vueltón por Atocongo o Primavera. Si lo miro así, parece lógico que las cosas que en esa época venían de otro país, demoraran mucho en alcanzarme. Pero algunas llegaron misteriosamente antes...

Fue el caso de unos muñequitos de Han, Luke y Chewbacca. Mis primos de California los habían traído consigo para no "aburrirse" demasiado durante su visita al Perú. Tenían también un par de naves de plástico y cosas fascinantes para un niño como yo, acostumbrado solo los carritos de metal (que solía enterrar en el jardín) y a ladrillitos playgo con los que construía edificios que me encantaba destruir. Mis primos volaban sus naves  sobre el piso de la sala de mi abuela, simulando que disparaban rayos misteriosos. Disparaban también palabras incomprensibles que yo trataba de imitar para que me dejaran jugar con ellos. No quisieron. Alguien les había dicho —y era cierto—  que ese primito suyo que no hablaba inglés, tenía fama de rompe-objetos, por lo que tuve que conformarme con mirarlos hacer piruetas con sus vehículos espaciales. Pero me acuerdo muy bien de la escena. Y de que yo también quería tener unos plástiquitos como esos.

Poco después (1981) se estrenó El Imperio Contraataca en el Perú. Habían pasado varios años desde que se exhibió por primera vez  en otros lares (pues, como decia, entonces todo demoraba). La sala del cine también era algo nuevo para mí que aún no iba al colegio y nunca antes había pisado un cuarto enorme y oscuro como ese. Como en casa había solo a un televisor en blanco y negro, quedé fascinado con la experiencia de esa tarde: las butacas ordenadas, la pantalla inmensa, color y luces por todas partes. Fue por eso (o por mi edad) que no entendí nada de lo que ocurría en la película, tanto que durante mucho tiempo lo único que recordé de ella fue su nombre y las naves que salían, idénticas a las que mis primos no habían querido prestarme

Pero cuando tres años después (1984) estrenaron el Regreso del Jedi en el país, yo ya estaba al tanto de todo. Antes de ir al cine con mis padres y con mi aún único hermano, había llenado un álbum de cartón con figuritas que se canjeaban con chapitas marcadas de Pepsi y que tenían las caras y los nombres de los personajes principales (y de los "guardias gamorreanos", personajes que me fascinaron solo por su nombre). Así que sabía, más o menos, por donde iba la cosa. Pero tuvieron que pasar un par de años más para que, gracias al Betamax que apareció en mi casa (y a los cassettes pirateados que alquilábamos) pudiera entender las tramas de esos filmes. Ahí descubrí la primera línea memorable de Luke, esa de que si hay un verdadero centro del universo, su planeta natal debía ser el punto más alejado de él (como mi barrio sin puente). Pero, más importante aún, me di cuenta de que más allá de las batallas o los gags que intercambiaban los robots, había asuntos mucho más serios en esas pelas para un chico de diez años: que la desobedencia contra el orden podía ser lo bueno. Que un delincuente podía tener buen corazón. Que un amigo cercano podía traicionarte. Que el enemigo más fuerte estaba dentro. Y cosas como esas que anunciaban, aunque de lejos, la atemorizante complejidad de los adultos.

Como tenía que pasar, otros filmes y libros de temas menos plásticos y más diversos se volvieron mejores referencias para mí de lo que debía ser una historia bien contada. Lo predecible de la trilogía original, del lado oscuro y del confía en la Fuerza, Luke, resultaban poca cosa para un  adolescente que quería comerse el mundo. Pero igual, de vez en cuando, me sorprendía discutiendo con mi hermano, con mis primas y con mis amigos del colegio sobre las pelas de Star Wars. Hablar de temas de la infancia siempre tenía algo vergonzoso. Pero eso no pasaba con la saga. Algo serio, casi adulto, explicaba todo eso de La Fuerza. Podíamos estar horas debatiendo qué película era mejor, cuánto duraría la agonía de Boba Fett y que haría yo si fuese Han Solo para no ser atrapado en carbonita. Supongo que, por eso, el afecto por la trilogía original se ha mantenido hasta hoy entre la gente que creció conmigo. Además de ser una contraseña generacional, Star Wars es uno de los pocos temas sobre los que se puede discutir apasionadamente (y hasta ligar) sin correr el riesgo de ofender a nadie.

Aunque me confieso fan, no soy uno dedicado. Varios amigos me superan y por mucho. Alberto por ejemplo, ambicionaba (y logró tener) su propia colección de sables láser. Silvia se esforzó en hacerse un peinado "a lo Leia", una vez. Gonzalo, el más loco de todos, llegó a construir increíbles modelos a escala de Tatooine (con tecnopor y pintura acrílica) y elaboradas sagas fotográficas con las aventuras de un soldado imperial renegado. Y alguna vez salí con alguien que, cuando piloteaba aeronaves (de las de verdad), se imaginaba a bordo un X-Wing (por cierto, si lees esto, devuélveme mi libro, pe :) ). Por supuesto que también conozco furibundos opositores de estas cosas que las consideran groseras herramientas de alienación y dominio del imperio verdadero. Incluso están los que responden "Star qué?" cuando se alude al asunto. En fin, de todo hay. Lo que sí, no sé si por  fan, por simpatizante o por esclavo mental de la tiranía georgeluquense, cada vez que van a dar otra película de la serie (como en estas fechas) revive mi adicción por el plástico y le doy una enésima pasada a la saga, perdiendo horas valiosas en foros de internet y revisando tramas y escenas que me sé casi de memoria. A mi favor puedo decir que siempre hay algo nuevo en cada relectura, porque el que relee (o el que vuelve a ver) nunca es el mismo que el que leyó la vez anterior. Porque, a pesar de mantener nuestros gustos de la infancia, maduramos (o no).

En el último repaso que hice tomé algunas notitas de lo que pienso ahora de las pelas.  Es solo un párrafo por cada una, que dejo por aqui para el nostálgico (o peleón) que quiera discutirlas conmigo. 

El inicio equilibrado

A diferencia de antes, que me parecía todo bien, ahora creo que no tiene sentido que en la ceremonia de premiación (cuando le ponen sus medallas a Luke y a Han al final del Episodio IV),  nadie suelte ni una lágrima por Alderán o por los muchísimos pilotos -conocidos de todos los presentes- caídos en la Batalla de Yavin. Piensen el contexto: Acaba de ocurrir una tragedia descomunal, la destrucción instantánea de un planeta habitado, algo jamás visto en la historia de esa civilización y sin embargo todos están felices. Claro, visto de cerca, el asunto ha terminado bien: el niño provinciano y miserable se ha convertido en héroe; la líder insurgente caída, ha regresado a comandar una victoria; el bandido egoísta ha logrado convertirse en alguien respetable. Etcétera. Supongo que por eso la pela todavía funciona... a pesar de la pésima puntería que exhiben los stormtroopers durante TODA la película. ¿Cómo pudo conquistar el universo un ejército tan pajero? .

Felizmente, el Imperio Contraataca sigue estando a otro nivel. Su historia es aún más grande que la original porque no va de vencer al enemigo si no de derrotarse a uno mismo. La dirección es impecable. El romance y los grandes secretos revelados, resultan convincentes, el final amargo sienta bien y la partitura es excepcional. ¿Qué otra película de masas te deja así, pegadazo, con ganas de revancha, ansioso de pelear junto a los rebeldes magullados? Si los personajes le ponen alma y convicción a sus conflictos, el público (o el lector) se compra el pleito fácilmente. Ni siquiera necesitas actuaciones sobresalientes: Basta, por ejemplo, una marioneta de dunlopillo como Yoda con la cámara haciéndole primer plano mientras le dice dos líneas al fantasma de Ben, con la música adecuada, y las luces de la  nave de su  discípulo reflejadas en su cara, para lograr una escena inolvidable. Y en esta película abundan las escenas inolvidables: La liberación de Luke en la cueva de Hoth, el X wing emergiendo del pantano, el escape del Halcón de las entrañas del asteroide, la aparición de Vader en el comedor de la ciudad de Lando, la despedida de Han y Leia, el duelo de Luke con su pariente  inesperado... El rompecabezas de Star Wars no contaría nunca más con una pieza tan pulida y elegante como esta.

No pasa lo mismo con El Retorno del Jedi. Aunque la he visto muchas veces no consigo, hasta ahora, perdonar la presencia de los ewoks. Antes pensaba que mi rechazo  se debía a su onda infantil y peluchesca. Pero ahora creo que, también, parte de la culpa la tiene el Imperio (es decir, los guionistas): Es inconcebible que una maquina de guerra tan eficiente haya ignorado el peligro de la potencial oposición de los habitantes de la luna de Endor, que a golpe de troncazos y rocones someten al ejército pajero. Si Vader es tan malo, ¿por qué no los asesinó a todos? La secuencia en Tatooine es más efectiva, aunque sigo pensando que toda la comedia que arman los rescatadores de Han es innecesariamente riesgosa, cuando no estúpida. En contraste, el "rescate" del ángel caído por parte de su hijo (que se ha convertido en un adulto, al precio de perder todo su carisma) funciona bien. Todo lo que ocure en frente del trono de Palpatine es medido y verosímil. El resto es más fuego de artificio que emoción
.

La estúpida caída de la república


Miuchos años después del final de la trilogía original supe del nuevo proyecto de Lucas. Para entonces trabajaba en una oficina en donde todos eran adictos a la tecnología y al cine y ahí vimos juntos el primer trailer y oímos los primeros tracks del score de Williams. La expectativa fue mayúscula. La decepción, también. Quizá -es difícil la justicia- una cosa determinó la otra. Cuando la volví a ver años después me di cuenta de que no me molestaban tanto Jar Jar Binks o el malísimo título o la intrascendencia de Darth Maul, como sí la estupidez de Yoda y Mace Windu, incapaces de ver que en sus narices se gestaba un complot torpe y fácilmente develable. No estuvieron mal delineados los personajes (hay una psicología creíble en Qui Gon, Watto, Padme y Anakin) pero las situaciones que vivían eran infantiles y poco creíbles. Los escenarios pulcros y el abuso del CGI empalagaban. Sí, sí, muy bien la carrerita y el duelo de los dos jedis con el huayruro de la espada doble. Pero nada de eso sumaba puntos a la historia.  ¿Tantos años para eso? ¿Cómo, con tan grande presupuesto, puedes contratar tan flojos guionistas? Yo te hubiera ayudado, George. Gratis. Qué falta de confianza...

Pero El Ataque de los Clones fue peor. Empezó bien: La bomba en la nave de la reina y la persecusión en Corsucant me hizo creer que estábamos, por fin, frente a una reivindicación. Pero la inverosímil transformación del padawan, el romance simplón (puro cartón si lo comparas con la estupenda historia de Leia y Han), los persistentes errores del Consejo Jedi (carajo, dénse cuenta, ya dan rabia), los deux ex machina baratos (como el vuelo de R2D2 o el arribo de Yoda al circo), la batalla ridícula en donde todos eran generales (colgados de la barandas de unas naves-combi-portatropas,  con las puertas abiertas frente al fuego enemigo, gritando órdenes contradictorias a una tropa desorientada), en fin, todo era facilón, barato, plástico. Aquí lo importante no era Padme, ni Anakin ni C3P0. Lo importante era dar vitrina a la mayor variedad posible de bestias exóticas y robots de guerra. Y sí, bien bonito cada bicho. Seguro vendieron hartos muñequitos esa navidad. Pero perdieron el poco crédito que les quedaba entre los amantes viejos de la saga. Aunque, para ser justos, hubo un tema de timing que les jugó en contra. Peter Jackson había estrenado el año previo su señor de los anillos y había elevado el listón del cine fantástico a un nivel que Lucas & Cia jamás alcanzarían (Frodo rules).

Por todo eso no  esperaba nada de la Venganza de los Sith. Alguna emoción tuvo la media hora final, con la Orden 66 y el enfrentamiento entre Kenobi y Skywalker. Pero ¿se han dado cuenta de que lo único valioso de esa pela es aquello que resultaba predecible? Todos sabíamos lo que iba a pasar. El resto, una malagua fofa, desigual, a pesar de lo simpatico que es Grievous (el único espadachín que pelea en cuatro). El foco de la trama estuvo, como nunca, en la política y el filme quiso pintar la arrogancia de las élites. Pero más que retrato, fue caricatura. ¿Por qué? Porque la cámara no baja nunca al llano. ¿Acaso alguien sabe cómo se tomó "el pueblo" la caída de la orden jedi? ¿O qué era lo que pensaba el ciudadano de a pie frente al tirano nuevo? Una revolución, un putch, una hecatombe política es incomprensible si no hay algo debajo que le de alas y la justifique. El villano tomando el poder por el solo gusto de tomarlo, es un asunto sin ningún interés ni trascendencia. Y creo que eso explica las gruesas fallas de la Trilogía de Precuelas. Desde la emancipación del niño esclavo, en Episodio I, nunca más supimos nada de los problemas verdaderos de la galaxia muy muy lejana. No se puede construir una epopeya sobre los delirios de grandeza de un sith. Faltó mirar abajo. Quizá ,si la transformación de Anakin venía de un intento de reivindicar a su clase (mismo Espartaco)  hubiera tenido más sentido la cosa.

Las últimas pelas: Mucho humo y un acierto

Por todo eso, cuando años después anunciaron un Episodio VII, lo primero que quise saber es si Lucas lo dirigiría. Supe que no y recuperé la fe. Viendo el resultado, queda claro que nunca hubo riesgo. El guion era una apuesta segura y facilona. Solo había que hacer un remake de A New Hope sin que se note demasiado. En vez de estrella de la muerte un planeta de la muerte. Cuánta originalidad!   Una autofelación  De ahi su triunfo taquillero, que no merece. Pero la trama no se sostiene con el resto de la saga... ¿Acaso no habíamos visto antes que el pueblo se alegró en todos los planetas con la caída del Imperio? Entonces, ¿cómo podría triunfar su restauración? Pero ya, si dejamos la política y la pereza temeraria de los guionistas, la pela consigue ser entretenida. Uno empatiza fácil con los buenos. Rey cae bien, la deserción de Finn también y cuando la nave de Poe se estrella todos quieren que se salve. Había un gancho extra en la expectativa de ver a Leia y Han juntos de nuevo. Pero los villanos fallan: ¿De dónde salió ese general tan torpe? ¿Y ese enmascarado infantil e impulsivo? ¿Cómo puedes darle tanto poder a gentuza como esa? Snooke debió estar mal de la cabeza para confiar en ese par. Seguro por eso la tenía abollada. Sin un villano con alma no vas a llegar lejos. Menos aún si son incompetentes. O sea: Ya les destruyeron dos estrellas de la muerte y aún así no aprenden. ¡Cómo se extrañaba a Tarkin o a Darth Vader! Hasta el conde Dooku fue mejor.

Por eso creo que Rogue One sí la hizo. Orson Krennic es un grandísimo villano: Uno que no solo tiene ambición sino, sobre todo, miedo. Harto de que lo posterguen, atrapado en medio del escalafón, quiere a toda costa de demostrar que está a la altura de sus jefes. Puedes empatizar con él porque le mete ganas. Y porque ni siquiera los de su bando le tienen mucha fe. Sus aliados son casi sus enemigos. Y, los que son sus verdaderos enemigos, son casi como él: Unos condenados. El de Jyn, Cassian y compañía es el mejor equipo de héroes que nos ha dado la saga, superior en humanidad y en eficiencia (aunque no en carisma) al team Leia-Han-Luke. Y es que Jyn & compañía (incluso el robot) son "personas", no arquetipos. Apestan. Están sucios. Tienen pesadillas. Y están malditos. Si andan enfocados en su misión no es tanto porque crean en el bien y en la justicia, si no porque no les queda más remedio. Robar esos planos es lo único que puede justificarlos, después de unas vidas desgraciadas. Otros fans han puesto por las nubes la gran exhibición de Darth Vader en el epílogo. Pero yo me quedo con otra escena: La serenidad de Jyn y Cassian en las playas de Scarif, mientras esperan la explosión. Como si la destrucción entera de un planeta fuese lo único capaz de darle paz a sus almas atormentadas. A pesar de las torpezas que aún así tiene esta película (por ejemplo lo de Saw Gerrera quedándose a morir, pudiendo escapar perfectamente) creo que Rogue One es, de lejos, lo más redondo de la saga desde el Imperio Contraataca. Y no necesita de La Fuerza para convencernos.

Después llegó El Último Jedi con la intención de romper moldes. De las tres subtramas que posee, la más interesante (y la única capaz de emocionar) es la que se da en las islas refugio de Ahch To. En vez de servir de escenario a una convencional coexistencia entre maestro y aprendiz, aquí Luke y Rey no llegan nunca a entenderse ni hacen las paces. Su relación es desastrosa. Y ahí esta el truco. Porque el camino de Rey hacia el Lado Oscuro (con su insólita conexión con Kylo Ren) es, al mismo tiempo, la clave de su viaje a la luz. Y, en el mismo sentido, el fracaso de Luke como maestro (Yoda mediante) es la llave de su espectacular reinvidicación en el salar. Aunque polémica entre fans furiosos de la red, me parece que el enfrentamiento final es una conclusión digna para el viejo héroe. Y se siente el mensaje: Solo después de que has tocado fondo puedes superar todo lo que hiciste antes. El final de Luke en frente del doble sunset de la isla, es respetuoso con el espíritu de la saga y, me parece, reivindica las licencias del director. Si la película fuera solo eso, genial. Pero le sobra menudencia: El absurdo bombardeo del principio (¿Como "dejas caer" bombas si no hay gravedad en el espacio?), la trama del casino (¿como pretendes hablar de los oprimidos si muestras solo la vida de los ricos?), la disputa entre Poe y la vicealmirante (¿Qué razón absurda había para ocultar el plan y generar un clima de motín?), la caída del villano (¿controlas mentes y no ves que están a punto de matarte?) y  decenas de perlas más. Si no fuera por su media hora final y el convincente sacrificio de Holdo, esta película no merecería piedad.

Solo, finalmente, no es la decepción que se pregona pero, ciertamente, si te gusta la saga y no la ves, no te pierdes nada. Tiene sus cosillas. El joven Han está bien construido pero no tiene sentido que la película juegue a que temamos por su vida si sabemos que nada malo va a pasarle (pues sobrevivirá para aparecer en el resto de la saga). Tampoco es fácil conectar con Becket, Lando y Qira, a pesar de lo bien interpretados que están porque nunca sabes para quién están jugando y en qué bando están. En ese contexto L3 es lo único sincero del plató. Pero su destrucción a mitad de la película nos desampara muy temprano. Que la muerte de un robot sea lo más conmovedor de esta historia dice mucho de lo que le falta: Conexión emocional. Hay intriga y lógica (si nos olvidamos de Darth Maul) y puede funcionar bien como una aventura de gangsters del espacio. Pero no tiene corazón. Y sin eso, no eres de Star Wars.

Y... ¿qué mas? Sí, ya sé: Las series animadas. Pero las dejaré para re-verlas después de las seguras decepciones que me producirá el Episodio IX. No es que espere mucho de la nueva entrega pero, aquí entre nos, estoy harto de Kylo Ren, Hux y cualquier "nuevo e inesperado" villano de esos que se inventan cuando se acaban las ideas y el amor por las buenas historias. Harto estoy también de las "batallas finales" que nunca lo son. Igual, claro, la veré. Dos veces, como mínimo. Así sea solo para salir frustrado y ponerme a criticarla, a pesar de haber puesto, previamente, mi granito de arena en la billetera de los Disney y los Lucas. Eso sí. Prometo que será la última dosis de plástico y sumisión consumista que tendré... este año. Exceptuando la navidad, claro. Y el año nuevo, claro... Se entiende, ¿no?




Pablo Ignacio Chacon




Viernes, 29 de noviembre

Hemos salido del chifa y ahora vamos al bar. Luis, Manuel y yo. Hablamos de dinero. Del que falta. No para los wantanes y las chelas (que para eso siempre hay), si no para cosas mucho más grandes y alucinantes. El dinero que supuestamente merecemos. El dinero que debería llover.

Luis nos cuenta cómo, una vez, cuando era niño, su padre estuvo a punto de ganarse un dineral que le hubiera cambiado la vida a su familia, juntando chapitas marcadas de una gaseosa. Una anécdota, que dice, escribirá al detalle algún día, cuando tenga más tiempo para escribir. Entonces yo, un poco por joder (no he tenido una buena semana), pregunto a mis amigos: ¿Qué harían si les cayera del cielo un montón de dinero, todo ese que quieren y no merecen? Luis dice que renunciaría a su super empleo y que se dedicaría a leer y a escribir. Manuel dice lo mismo, pero con más entusiasmo, porque en los últimos meses, por culpa de la maestría de escritura creativa y sus deberes de funcionario estatal, no tiene tiempo para nada. Yo, que sí me las ingenio para escribir cuando puedo, les digo que, si me sobrara el dinero, probablemente no escribiría más.

Mi declaración es un escándalo y mis amigos se molestan. Solo por eso matizo mi aseveración: es que yo, les digo, escribo cuando las cosas me faltan o me duelen o me joden. Entonces, si me sobrara el dinero (intento ser lógico) tendría menos preocupaciones y menos razones para escribir. No me creen.

Ya en el bar, la cerveza, que lo diluye todo, aleja la controversia. Llegan luego otros monos milenarios y, no más de una hora después, aprovechando el pánico, anuncio que me voy, dizque porque tengo cosas que hacer al día siguiente. Es cierto, pero no es por eso que me voy. Necesito hablar de temas tristes y en esa mesa ya no queda ninguno.

Por eso, mientras camino hacia la avenida Arequipa, me entusiasmo poque veo la tristeza en una banca. Una chica. Un chico. Están sentados con las rodillas pegadas. Cada uno mira hacia la acera de en frente, como si se ignoraran o estuvieran en trance o vivieran en galaxias distintas. Cada uno sostiene su propio celular en una mano. Se me ocurre que están asi porque acaban de leer los mensajes de whatsapp que se han enviado mutuamente y que lo que deben responderse es tan grave e importante, que están pensando bien en las palabras que usarán. Por escrito. Registro la idea. Podría servirme algún día.


Sábado, 30 de noviembre

He quedado con mi amiga Ana Delia para ir a una librería, muy temprano. No vamos a comprar libros para nosotros sino para nuestros respectivos "amigos secretos" (estamos jugando el dichoso juego con otro grupo de escribidores). No sabe que es precisamente a ella a quien yo debo comprarle un libro. Pero es tan curiosa y detective (lleva toda la semana tratando de entresacar información a todos los del grupo para tratar de adivinar quién le tocó) que creo que, la mejor forma de eliminarme de su lista de sospechosos, es comprar el libro en sus narices... sin que se de cuenta. Pero ya en la librería desisto de la hazaña pues no puedo escabullirme para comprar el libro. Me jala la lengua cada vez que ve aquí y allá distintas carátulas y nos la pasamos comentando todo lo que hay en los estantes, ¿has leído este?, este es malazo, este es otro bluff, este me falta, qué caros son los libros y todas esas cosas. Al final, compro un libro que no está en su lista (y que no le regalaré, obviamente). La gracia me saldrá cara: tendré que regresar más tarde y solo.
 
Aún es temprano. Su novio va a recogerla en una hora, todavía, y acordamos hacer tiempo en el Real Plaza Salaverry. En el patio de comidas, con un jugo de frutas de por medio, seguimos hablando de libros pero ya no de los de autores consagrados sino de los que ella y yo estamos escribiendo. Y sale, otra vez, el tema del tiempo que nos falta para escribir y del dinero que necesitamos para pagarnos ese tiempo libre. Recuerdo mi herejía de la víspera y la repito: si fuera millonario ya no escribiría. De nuevo el horror. Qué dices, no te creo, no es posible, ¿te sientes bien? Yo me defiendo con una nueva hipótesis: Escribir es reciclar. La única forma de darle utilidad a lo que te salió mal es usarlo como insumo para una historia o una canción. Entonces, si las cosas te salieran siempre bien, te quedarías sin material. No la convenzo. Los ricos también lloran, dice. Como me he quedado sin argumentos y tengo que comprar el dichoso libro, huyo. Además tengo un trabajo atrasado en casa.

Pero antes de salir del centro comercial, busco el baño. Además de mear tengo que lavarme la cara porque siento que se me ha pegado algo oscuro y viscoso desde anoche. Y me pierdo. En serio. Porque en los flancos de los grandes ambientes del centro comercial hay muchos pasadizos y escaleras mal señalizadas que llevan a los baños y a las áreas de servicio. Cuando por fin encuentro el baño y hago lo que tengo que hacer y regreso al laberinto, recuerdo que eso de extraviarse tiene su gracia. Elijo no mirar los letreros y, recordando juegos de niñez, busco mi propia ruta de escape. Tomo unas escaleras enormes que supongo me llevarán a la calle. Pero, al pie, hay una puerta y, detrás, otro pasadizo y avanzo y en un rato, algo confundido, empiezo a alucinar que las escaleras y los pasadizos se seguirán enredando, como si en vez de estar caminando por una bien planificada estructura de concreto, yo estuviera dentro de una soga hueca, que alguien (¿un gigante?, ¿una bruja?) ha usado para tejer un nudo monstruoso. Y se me ocurre que la próxima puerta que abriré me llevará a una calle de otra ciudad, en donde se habla un idioma incomprensible y en donde tendré que pedir a los transeúntes (con señas y muecas) indicaciones sobre la ruta más rápida para volver a mi patria lejana. Pero no. La puerta que abro da a una tal Avenida Salavery, que conozco demasiado bien. Decepcionado, recuerdo que ya no soy un niño y me pongo a buscar la librería en donde compraré por fin el regalo que tenía que comprar, para irme pronto a casa a avanzar con mi trabajo pendiente. En el bus anoto en mi teléfono: "niño centro comercial escaleras especie de portal para viajar grandes distancias se pierde no puede volver a casa". Ideas que algún día podrían servirme.

Domingo, 1 de diciembre

A las cinco de la tarde hay un pequeño evento al que que he sido invitado. Es en la Casa de la Literatura. Se presentará la nueva convocatoria del concurso anual de microrrelatos y se retransmitirá por las redes sociales de la institución. Como tuve la fortuna de ganar la edición del 2017 (y de ser miembro del jurado el 2018), Liliana, la jefa de la Biblioteca, me ha invitado ("para que cuentes tu experiencia"). Durante la semana le había dicho que sí. Pero luego de enviar mi mensaje de respuesta, me arrepentí, pues no he terminado ni el videito ni el artículo que tengo que entregar en la semana. La inercia sigue siendo más fuerte que el deber.

Llego temprano (para variar). No hay mucha gente aunque, felizmente, conozco a algunos de los asistentes con los que puedo matar el rato conversando inanedades. Luego empiezan los discursos. En una de esas, Antonio (gran poeta, parte del staff de la Casa y habitual presentador de estos eventos) me señala y pide que les cuente cómo se me ocurren las historias. Yo, aturdido (nunca me han preguntado eso), digo que no tengo un método, que solo salen. El brevísimo silencio que sigue me termina de despertar: estoy haciendo el rídiculo y mi respuesta es inaceptable. Entonces, corrijiéndome, miento una historia sobre cómo salió la única historia que me han leído (la del cuento de hace dos años) a partir de una anécdota de mi abuelo con su propia biblioteca. Mi testimonio los convence. Aliviado, pero incómodo, tomo asiento. Los demás hablan de lo bonito que es escribir, del viejo asunto de crear universos, de cómo estimular esa comunicación asimétrica y extraña entre lectores y escritores y bibliotecarios. Me siento desubicadísimo pero, al mismo tiempo, parte de un mundo pequeño, aburbujado, alejado de la realidad que bulle afuera, en la que tampoco encajo. Arrastrado por el mood de hartazgo y extrañamiento que he sobrellevado ese fin de semana, me pregunto, como si me estuviera tomando el pulso, qué es lo que preferiría estar haciendo en ese momento y me averguenza mi respuesta mental: lo que quiero hacer no tiene nada que ver con escribir ni con leer ni con estar en un centro cultural un domingo por la tarde, sino con cosas más profanas y corrientes y que implican gastos que no están a mi alcance. No me siento digno de ese espacio y busco una ocasión para marcharme. Además, tengo una buena excusa: hay cosas que hacer en casa. Cosas que tampoco quiero hacer, pero que no tengo más remedio que hacer.

Pero, aunque supuestamente tengo apuro, mis pies están en otra. En vez de llevarme a Evitamiento para tomar los chinos (que me dejarían en casa en media hora), prefiero la ruta larga y camino hacia la Estación Central. Al pasar por la plaza de armas me detengo a ver unos drones luminiosos y a una niña a la que sus padres obligan a posar para una foto frente al inmenso árbol navideño, y a un grupito muy compacto de viejitos que avanzan apurados, como si fueran ellos, y no yo, los que tienen que regresar rápido a sus casas para terminar un trabajo pendiente. En el cruce de jirón de la Unión con Huancavelica dos niños miran, idiotizados, a uno de esos artistas  plateados que, parados en un pedestal de plástico, imitan a las estatuas para ganarse unas monedas y me pregunto qué ocurriría si una avispa reconrosa se le mete entre la piel y a la ropa. En el atrio de La Merced un mendigo, aparentemente cojo, me extiende la mano con brusquedad; me imagino que, en ese mismo momento, antes de que yo le mienta diciendo "no tengo, amigo", aparece por ahí alguien que el mendigo conoce pero no espera; alguien que le grita y le reclama que le pague un dinero que le debe, provocando que el cojo -milagro de la Virgen- salga corriendo para eludir al acreedor. Más allá, un enésimo jalador, de esos que buscan clientes para los talleres de tatuajes que hay en los altos de las casonas, me ofrece los mejores precios del centro histórico para darle color a mi brazo desteñido; lo percibo tan inusualmente entusiasmado que sospecho que lo que hacen allá arriba no es marcar la piel de la gente sino cortarla, para extraerle un riñón o alguna que otra menudencia que paga mejor que la tinta encarnada. Y entonces, en otra fantasía, alucino que yo sí tengo mucha, mucha plata, y que debo llegar pronto a mi casa. Pero no para hacer el video ni el artículo pendientes, si no mi equipaje, pues estoy a punto de emprender mi quinto viaje alrededor del mundo. Pero que, a pesar de la urgencia que tengo por ir de pesca al Lago Tanganika o perderme en los laberintos de Angkor, no podré evitar lo inevitable: anotar, antes de que se me olvide, la historia de un tipo pintado de plateado que trabaja como estatua en el Jirón de la Unión, que sufre una grave indigestión y que le pregunta al cojo que mendiga al lado dónde puede encontrar el baño que urgentemente necesita. Y que el mendigo le responde, pensando en la recompensa que recibirá por ello, que en el segundo piso de la casona que hay al frente, ahí en donde hacen tatuajes, ahí le pueden prestar un baño. Y que el tipo de plateado, agradecido, dejándole encargado el pedestal de plástico, emprende la carrera, escaleras arriba, esperando llegar a tiempo antes de que las tripas lo traicionen, sin sospechar que en ese momento empezará la más extraordinaria y la más terrible y la más alucinante aventura de su vida. Algo digno de contarse. Algo que solo yo —con plata o sin ella— puedo y debo contar.



Pablo Ignacio Chacón


Desde mi asiento junto a la ventana miro, casi sin mirar, a los que van subiendo al bus. No me fijo en quiénes son ni en cómo son, porque estoy muy concentrado peleando conmigo. Es que acaba noviembre y empieza esa involuntaria temporada de balances de fin de año. Que lo que hice. Que lo que no hice. Lo que dejé a medias. Que por qué no hice esto, que el proximo año será, sin falta, que debes dejar de perder el tiempo, que así no vas a hacerte nunca millonario, busca un editor para tu libro, escribe algo nuevo para el blog, pide ayuda, haz esa llamada. Y estoy así, dándome de alma, como cada fin de año, cuando distingo un estuche de violín junto a la puerta plegable de adelante. Lo carga un veinteañero melenudo que lleva un abrigo largo y excesivo para el calorcito que ha empezado hace unos días. Pienso: estudiante de música, aún iluso, tan imbuido en su arte que vive al margen del clima, los horarios y las barbaridades que nos gobiernan a los que ya tiramos la toalla. Siento, también, nostalgia envidiosa. Me recuerdo a esa edad (¿22?) yendo por las calles con un estuche muchísimo más grande —que contenía un teclado de cuatro octavas—, esperando a que pase un bus medio vacío en el que pudiera ir, sin estorbar demasiado, a la sala de ensayo en donde jugaría un rato con el resto de mi banda. ¿Y este violinista a dónde va? ¿Tendrá una banda? ¿un cuarteto de cuerdas? ¿irá a ensayar con la sinfónica? ¿o es un músico ambulante que necesita unas monedas? Naaaa. Eso no. El timbre de un violín no puede competir con la bullaza de los buses, apto apta apenas para las guitarras, las zampoñas, los charangos o lo que sea que aborde con cable y amplificador. Además, el chico paga su pasaje y los músicos ambulantes, como máximo, piden la indulgencia del chofer antes de mandarse un recital. Así que, perdido el interés, vuelvo a pegar mi cabeza al vidrio, para seguir recriminándome... ¿en qué estaba? Ah: en lo mal que está todo. En los portazos que dejé que me dieran en la cara. En mi ineptitud para reparar mis rajaduras. Y estoy ahí, engolosinándome en mi mierda cuando noto, de reojo, que el patita del violín no se ha sentado todavía y que, tratando de no perder el equilibrio, abre el estuche muy despacio, como si le doliera. Levanta la cara, posa el mentón en la barbada, levanta el arco con dos dedos, cierra el estuche con el codo y empieza a mover la boca. ¿Está diciendo algo? Sí. Habla, pero no lo parece, quizá porque está mal de la garganta o esta es la primera vez que se dirige a los pasajeros de un bus limeño viernes por la tarde. Si yo consigo distinguir sus palabras tenues es solo porque está a tres asientos de mi sitio, pero dudo mucho que se enteren los que conversan, fuerte y claro, más atrás. Ceremonioso, anuncia que tocará música europea. Anuncia una de Bach. Bach en micro. Esto es nuevo, me digo, tienes toda mi atención, le digo, mentalmente, así descanso un poco de golpearme o vuelvo luego, con más fuerza. Quién sabe, a lo mejor es un virtuoso y vale la pena escucharlo. Pero no.  Lo que sale de su instrumento es una tonada simplona, poco elaborada, casi un ejercicio estudiantil. Para colmo una de las cuerdas parece estar desafinada. Y la potencia de su melodía es incapaz de superar a la de las bocinas que se meten por las ventanas, a las risotadas que intercambian los del fondo y al barullo tembleque del motor.

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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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