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El caso del felpudo maltratado



[RELATO]

Al Cojo Rázuri. Al Loco del Martillo. A la Monja Vengadora. Los atrapé a todos. Incluso resolví, en 2 días, un caso que desconcertó por 30 años a las autoridades. Ya pocos se acuerdan, pero me entrevistaban a cada rato en las páginas policiales. Gran publicidad pues, en los días posteriores, me llovían llamadas y cartitas: Ayúdeme, señor Fung, descubra al que seduce a mi mujer, con quién anda mi hijo, demuestre que han falsificado el testamento… Y eran esos encarguitos los que me daban de comer. Pero, en los últimos años, solo algunos investigadores bisoños (enviados por algunos policías retirados que aún recordaban mi toque), me consultaban. La capitana Merino o el sargento Padilla venían a veces con sus fotos y sus mapas a tener conmigo debates muy interesantes. Pero, desde que empezó la cuarentena, hasta ellos me han olvidado. No puedo seguir sacavuelteros ni atrapar sicarios por Zoom.

Por eso cuando Dora, la anciana del 6A, contrató mis servicios por un asunto aparentemente irrisorio, vi mi oportunidad de volver. A lo grande. Hablamos en su puerta, a distancia de protocolo sanitario, de modo que, estoy seguro, más de un vecino escuchó la conversación. El tema pintaba sencillo. Todas las mañanas, desde hacía 4 días, en su felpudo aparecía alguna cosa terrible para tiempos de pandemia: Un charco de flema, una mascarilla húmeda, la suela de un zapato sucio (“lleno de coronavirus”), guantes pegajosos. “Claras amenazas de muerte”, decía ella. “Pura fanfarronería”, la tranquilizaba yo. Le sugerí instalar una cámara, pero me hizo entender que era un trámite costoso para ella. Tuve que excusarme de no ofrecerme a vigilar su puerta, pues ello, le aseguré, sólo evitaría que el agresor se revele. Dije que el culpable debía ser alguien del edificio pues Chús, el perro del 3A, ladraba siempre que se abría la crujiente puerta de la calle pero, como ahora estaba prohibido circular de noche por la calle, había silencio cada madrugada. Especulé con la idea de examinar el ADN de las sustancias que impregnaban los objetos del felpudo pero , dados los tiempos que corrían, acordamos que no era probable que algún laboratorio malgaste tiempo en ello. Descarté comparar la talla del zapato encontrado con las de los vecinos pues, evidentemente, era uno muy viejo que ninguno de ellos usaba y había sido colocado ahí solo para distraer a potenciales entrometidos como yo. Le pregunté si sospechaba de alguien. Bajó la voz.

—De todos, menos de ti.
—Haces mal, Dora —dije, muy profesional—hay que sospechar hasta de uno mismo.
 
Mi modestia no le impresionó.
 
—Te conozco, Fung, tú salías en los diarios. Algo de bueno tendrás.

Acertaba. En verdad, debo decirlo ya, tenía el asunto completamente resuelto para ese momento. Pero quise aprovechar la inmejorable oportunidad que se me ofrecía para entretenerme por unos días y demostrarle al mundo que conservaba mi toque intacto.

Durante una semana convencí a todos los vecinos de entrevistarse conmigo con las debidas precausiones y distancias. A ninguno sorprendió que Dora tuviese un enemigo, pero sí que yo fuera un detective retirado. Pese a las limitaciones de las mascarillas que usábamos, que me velaban las sutilezas de los rictus, el temblor nervioso de los labios o la palidez de las mejillas mentirosas, pude confirmar lo que ya sabía: Que todos detestaban a Dora (por chismosa, por metiche, por gritona, por pedorra). Mis pesquisas tuvieron impacto de inmediato: Los ataques se detuvieron al quinto día. Por fin y para no abusar más del interés creciente que percibía a mi alrededor (“¿lo encontró?”, “¿es la del 1B?”, “¿es el de enfrente?”), convoqué a una reunión virtual para exponer mis conclusiones. Se conectaron al Zoom casi todos los vecinos. Ver tantos rostros sospechosos en pantalla debió poner ansioso a más de uno.

— El culpable —expliqué— tuvo disputas pasadas con Dora. Pero, como se trata de un miembro de nuestra comunidad, con quien tendremos que seguir viviendo durante tiempo indefinido, me he permitido la libertad de encararle en privado y obtener, de sus labios, contrición y propósito de enmienda.

Las caras traslucían ansiedad. Yo no dije nada más hasta que vi que, poco a poco, todos, hasta Dora, empezaban a exaltarse, protestando por mi discreción:

—¡Nombres, Fung, si aquí hay malvados, tenemos que saberlo!

No cedí. Garanticé, eso sí, mirando con dureza a la pantalla, que, si el culpable reincidía, yo hablaría. Que le tendría vigilado, y que mejor que no se le ocurra hacerme algo pues, por si acaso, ya me había asegurado de revelar su identidad a amigos míos muy confiables que hablarían si me pasaba alguna cosa.

No hubo más incidentes. No cobré por el caso, pero salí ganando: Se ha vuelto a hablar de mi toque, ya he tenido 2 encargos en el barrio y hoy me llamó un comisario, que no conocía, para pedirme consejo. ¡Estoy de vuelta! Solo me perturba una duda: no saber qué hacer con el otro zapato.



Pablo Ignacio Chacón

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