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Tentativa [coronarrelato]



La epidemia le dio a Lucía la coartada que buscaba. Solo tenía que infectar a Javier. No esperaba que el virus, poco agresivo con los jóvenes, mate a su marido, pero sí que los médicos certifiquen la infección y lo envíen a casa quince días, como estipula el protocolo para casos leves. Solo entonces Lucía podría actuar sin riesgos. Ya que la ley sanitaria prohibía la autopsia de los infectados, cualquier rastro del veneno que pensaba ponerle en la comida desaparecería con Javier en el horno crematorio.


Para poner su plan en marcha necesitaba un objeto contaminado. Si tenía cuidado, podría conseguirlo en el hospital vecino, al que en plena epidemia podían acceder solo los presuntos contagiados. Por eso fingió tos, sofocos y cefalea y le rogó a Javier que la llevara. Cuando la dejaron sola en el tópico, encontró lo que buscaba en el tacho de basura. Había ahí un montón de guantes que los médicos, seguramente, habían usado para examinar a otros infectados. Con cautela, recogió algunos de ellos en una bolsa que llevaba y que metió luego en su cartera. Luego, mientras le hacían las pruebas —que salieron negativas— se relamió pensando en cómo frotaría esos guantes envenenados contra el interruptor del Play Station, contra la taza de los Simpson, contra el cepillo de dientes y contra todos los objetos que solo Javier manipulaba. Pero él, que del susto se obsesionó con el gel antibacterial y la franela con lejía, se empeñó en desinfectar todo lo que llegaba hasta sus manos, salvando así su vida y arruinando la venganza de su esposa. No fue el único revés para Lucía: ella sí enfermó.

En opinión de los médicos que certificaron, ahora sí, el contagio, no era necesario internarla: Despreocúpese, señora, no le ha dado fuerte, usted es joven, toserá un poco, lo mejor es que esté en casa, usen mascarillas, sean precavidos, quince días solamente, llamen si empeora. Lucía entendió que, por ahora, había pasado el tiempo de matar. Incluso, en un momento de debilidad, consideró perdonarle la vida al traidor de su marido, conmovida por el empeño que esa noche puso en atenderla y en prepararle la comida, como antes, como cuando no eran enemigos. Pero la ilusión se le pasó al día siguiente cuando empezaron los vahídos, el adormecimiento de sus dedos y la insoportable somnolencia. No eran los síntomas comunes de la temida enfermedad. Terminó de resignarse al advertir una sonrisa involuntaria bajo la mascarilla de su esposo.


Pablo Ignacio Chacón, 2020

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