[Microrrelato] Hay algo que envidio de esos dos: la forma en que se miran cada vez que se sientan en la sala. No dicen palabra, pero entre ambos pares de ojos —que se ensanchan, se iluminan, se descuajan— fluyen torrentes de memoria y de deseo. Desde el inicio del proceso quise que los detectives se equivocaran, que la fiscal mostrara incompetencia, que el abogado invalide las pruebas. Pero en cada audiencia el desenlace del caso se volvía más claro y predecible. Hoy han comparecido por última vez. Me dispongo a emitir el veredicto que impedirá que vuelvan a mirarse, que vuelvan a respirar. Resumo los considerandos: está probada la planificación, el desprecio por su víctima, el tormento, la agonía demorada, el descuartizamiento cuidadoso, la deposición de sus pedazos bajo una gruesa capa de cemento, la celebración posterior, la felicidad que compartieron viajando por diecisiete países —gracias al dinero que robaron— durante los dos años que pasaon antes de dejarse atrapar, justo el día en que se gastaron el último centavo del botín. Menciono su desprecio por la viuda y por los huérfanos desposeídos y su cínica ausencia de arrepentimiento. Mis palabras son razonables y severas, pero los amantes no se enteran: una ternura que dios envidiaría va y viene de sus rostros pacíficos, mientras a mí me aplasta la ansiedad y la culpa que ellos no sintieron.
He terminado. Los ojos de ambos se despiden con el temple de los mártires dispuestos. La policía los conduce adentro. El público aplaude. La fiscal y la viuda se toman de las manos. Los periodistas asienten satisfechos. Yo presiento que me he ganado el infierno.
Pablo Ignacio Chacón, 2022
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