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Todas las veces

[RELATO] 

  • Alqu era marrón y plomo. Tenía un ojo chueco. Me hacía reír. Ladraba poco. Cada vez que yo llegaba del colegio, él brincaba como loco. No lo sacaba a pasear todas las tardes, pero, cuando salíamos, éramos inagotables: La pelota, el palito, rodarme por el suelo, hacerme el muerto y turnarnos para perseguirnos. Y cuando me cansaba, lo soltaba en la berma central de la avenida para que corriera a su gusto. Mamá decía: No es prudente, pasan carros, ten cuidado. No te preocupes, le respondía, Alqu sabe bien en dónde acaban los jardines y en donde empieza el peligro. Así que no fue culpa de mamá, ni de Alqu, ni del Toyota rojo.

  • Arnaldo Taype, el pegalón de la clase. Desafiarlo era suicida, pero, como yo era más alto, no se metía conmigo. Hasta ese día en que tomó un lapicero de mi mesa diciendo “esto es mío”. Nada grave, en realidad, si lo comparamos con las cosas que les hacía a otros. No le respondí. Pero, al terminar la clase, pasé por su lugar y, muy confiado, descolgué, del respaldo de su silla, las asas de su mochila. No sé qué había dentro, pero el sonido a vidrio roto provocó que todos se voltearan a mirarnos. Entre dientes, Arnaldo prometió desfigurarme a la salida. Tato Lozano, mi mejor amigo, me ayudó a escabullirme, pero yo sabía que el castigo no podría postergarse mucho tiempo. La espera (un día completo) fue peor que la pelea. Tanto que, cuando Arnaldo me mandó al piso, sin dos dientes, me sentí muy aliviado.

  • Ocho a cero. Ocho goles nos metieron. Por primera vez, hambre de muerte. Ya en casa, papá me preguntó cómo nos fue. Lo abracé durante diez minutos. Es solo un juego, repitió mil veces. La vida, agregó, tiene cosas mucho peores. Las pesadillas de esa noche se debieron más a sus palabras que a la derrota.

  • La obra de teatro de quinto año. La cuarta y última función. El tercer acto. Mi segundo monólogo. Mi primer bloqueo mental. Un minuto interminable. Lo estoy viendo: el público murmura y luego ríe. Entre bambalinas, el director de la obra lee a gritos mis líneas. Las repito, tartamudeando. Cuando al fin abandono el escenario, sé que nunca más podré subir a otro. Papá me compra un helado esa noche. Esta vez tiene el tino de no decir nada.

  • Era viernes. Saliendo de la universidad, fui a casa de Amanda. Estaba tan acostumbrado a saludarla con un piquito, entrecerrando los ojos, que, cuando su palma extendida frenó mi cara, pensé que algo en el mecanismo del cosmos se había averiado. Más que sus palabras, llenas de verdad y de reproches, recuerdo su mirada esquiva y la rapidez con la que cerró su puerta. Estuve parado media hora afuera, esperando inútilmente a que saliera a decirme que era broma o que estaba arrepentida. Durante el resto del verano -el más frío que recuerdo- mis labios permanecieron resecos y cuarteados.

  • Mis primeros compañeros de trabajo son muy agradables y hasta me han puesto un apodo generoso. Todo en la oficina me parece interesante. Y Tato y los amigos me han dicho que me envidian por ser el primero del grupo en conseguir un buen empleo. Cuando llega la quincena, el gerente me llama a su oficina. Me dice que no he superado el “período de prueba”, que me agradece mi esfuerzo, de todos modos, y que ya puedo recoger mis cosas. Antes de retirarme le pregunto por la paga. ¿Paga?, repregunta, sin entender. Yo no había leído mi contrato.

  • Norka Martínez (después de año y medio de entusiasmo y devoción). Tato Lozano (después de veinte años de juerga y lealtad). A mis espaldas. Traidores.

  • No fue tanto la partida de papá como el hecho de conocer, en el velorio, a mis hermanos menores. Los vi contenerse ante el ataúd, como si no tuvieran el derecho de llorar a un muerto que, solo en los papeles, era de otros. Traté de ser amable y de no agravar la incomodidad general. Y aunque ellos no tenían culpa alguna, los odié en silencio. Porque lo sabían todo. Y yo, hasta ese día, ignoraba que existían. Mi mamá, también.

  • Por eso solo le sobrevivió un año.

  • El doctor le dijo a Mirtha que ocurriría pronto. Tres o cuatro meses, cuando mucho. Que debía ordenar sus cosas. Mientras caminábamos abrazados hacia el taxi, yo pensaba en buscar otro diagnóstico, preguntar por nuevos tratamientos e invertir hasta el último centavo, que ya no teníamos, para salvarla. Pero fue ella la que habló. La que dijo que no valía la pena gastar más. Que yo tenía que pensar en el futuro. En mí. Y en ti. 
     

Entonces... ¿Lo entiendes, hija? Este no es más que otro fin del mundo. Uno más. Uno de tantos. Y no será el último. Ya lo verás. Aunque te digan lo contrario los científicos y los noticieros y todos esos locos que andan allá afuera asustando a la gente, rezando, lloriqueando, gritando tonterías, como si no supieran nada de la vida.

 

 

Pablo Ignacio Chacón, 2020



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