Nos detenemos. Salgo. Voy a hacer mis cosas. Le chocan la calma y el silencio, incomprensibles después de lo que le ha pasado. Poco a poco pierde brillo, se enfría, se escurre, se deseca y, en el trámite, se agrieta, aunque, por ser su primera vez, no se le nota tanto. No comprende mi partida repentina, que no la haya llevado conmigo. Por eso se atosiga de preguntas. Que quién soy realmente, cómo es el resto de mi día, de qué va eso de usar ropa y no vivir mojado. Consigue informantes: los ácaros que me ha quitado, las costras, los vellos, las múltiples partículas de mugre que han sobrevivido sobre ella. No sabe que tendría que ir más profundo, más adentro, para enterarse de verdad. Que soy más que superficie, que la cáscara es mi lado menos lamentable. El falso, el comercial, el de que solo los tontos podrían fiarse.
Me reconocerá mañana cuando la empuñe de nuevo y la obligue a refregarse contra mí. Ella hace que este envoltorio opaco y cuarteado y peludo y tembloroso huela, al menos por un rato, a cosa nueva y tolerable. No es hazaña solo de ella: la ayudan los fluidos que la tubería escupe, el sudor de las losetas impermeables y todas esas soluciones que la ingeniería ha previsto y que sumen lo peor de mí en el reino subterráneo de las sombras y las ratas. Pero es ella la que reluce. La del color. La de la espuma. La que, a golpe de arañarme, de besarme y lubricarme, siembra en mi cuerpo certezas que no tengo cada vez que me despierto; cada vez que el mundo pinchaglobos quema mis ojos legañosos. Me ayuda a engañarme.
Pero, como todo lo bueno, dura poco. Desde el segundo día, la secreción de sus jugos disminuye. Yo, para compensar su creciente ineficiencia, tengo que frotármela más fuerte, acelerando su destrucción. A las dos semanas de nuestro primer encuentr, convertida en una lámina ajada y translúcida, me negaré a servirme de ella. Una barra de jabón más joven y rolliza vendrá a sustituirla. No tendré reparos en colocar a la nueva encima del cuerpo erosionado de la anciana, aplastándola como un insulto en su misma jabonera. Seguro no podrá evitar la comparación, la envidia, la añoranza. Quizá, en una de sus rabietas silenciosas, un poco del sudor de su heredera, contaminado con el mío, resbale y cubra su borde desgastado. Entonces, algo se le despertará. Evocará su alegría esclava, su abnegación suicida. Y así, atontada, a medida que se va petrificando, terminará perdiendo toda conciencia de su antiguo oficio mientras se convierte en estorbo, en mancha, en costra, en mugre, en una suciedad intolerable que habrá que arrancar de la ducha y condenar a la aridez del basurero. Ahí, arrejuntada con lo infame, terminará de hacerse polvo.
Pero, con algo suerte, quizá olvide desecharla. Y se quedará comprimida en la jabonera o, mejor todavía, adherida a la panza de la barra de jabón que la reemplace. Entonces podrá probar mi piel de nuevo. Y engolosinándose con mis aceites y mis parásitos, se dejará desollar por última vez hasta disolverse, embelesada y espumosa, en mi pellejo. El único que quiso porque fue el único que conoció.
Pablo Ignacio Chacón
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