En veranos como éste me acuerdo de mis tiempos de esclavo. Trabajaba entonces en uno de esos pretenciosos edificios de vidrio espejo del centro financiero de la ciudad. Es cierto que no me gustaba el grillete anudado a mi cuello almidonado, ni los kilos de correos electrónicos que tenía que revisar, ni las negociaciones con clientes inflexibles (porque casi todos eran de empresas estatales), ni asistir a interminables Reuniones de Operaciones, en las que los gerentes de los diferentes proyectos nos alternábamos el privilegio de servir de punching ball al Gran Jefe. Esas fueron algunas de las razones por las que decidí cambiar de aires y rutina. No me arrepiento... salvo en días como hoy, porque me pongo a comparar el generoso, reparador e intenso aire acondicionado que en esa época engreía mi cuerpo, con el horno en el que se ha convertido la oficina que hoy alquilo para trabajar.
La parte más curiosa del asunto es que nunca, como ahora, había tenido a mi disposición una ventana tan grande como la que hay junto a mi escritorio. Pero a pesar de estar completamente abierta, el aire fresco la ignora y prefiere seguir de largo. No entra nada. Me consuela la vista de las copas de los árboles y la berma central de la avenida, en donde otros ciudadanos, que sudan tanto como yo, buscan sombra desesperados. Más allá se delinean también algunos edificios... pero no se alcanza a ver la torre de vidrio espejo de antaño, con su inolvidable brisa artificial. Felizmente. Porque, si no, sentiría mi cuello incompleto, extrañaría el látigo y tendría tentaciones peligrosas. Muy peligrosas.
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