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Montón de rocas
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Me salen otros gallos y vuelvo a pensar que no soy el mismo de antes. Terco, cambio la forma en que respiro e intento impostar la voz. Pero suelto otro cacareo y decido callarme un rato para evitar la afonía. Miro a mi alrededor y no veo a mis amigos. A mi lado está, más bien, un hombre sesentón que camina silencioso con una cartulina que dice algo sobre la justicia. Al frente, un grupo de chicas que dan saltos sobre la pista con una pancarta en la que el presidente aparece con cuerpo de ratón. Y, a dos personas a mi derecha, hay un tipo sudoroso con un megáfono averiado. Grita inútilmente una frase por el auricular. Se me ocurre que debería decirle que el aparato no funciona pero, se le ve tan contento declamando que no me atrevo a importunarlo... Miro detrás de mí. Busco las cabezas de Javier o de Manuel y los veo a diez metros, delante de unas banderas. Me detengo para esperarlos. La multitud avanza. Cada minuto que pasa, una voz distinta propone una frase y el resto de personas que está cerca, repite, siete u ocho veces, sus palabras, hasta que el estruendo empieza a extinguirse y otro entusiasta, cualquiera, toma la posta. En una de esas, siento que es mi turno. Curvo mis manos sobre la boca, y suelto, con todas mis fuerzas, el estribillo poco elegante pero rimador, que el tipo sudoroso estaba gritando. Esta vez no me salen gallos.

Pe Pe Ká decía
que no lo indultaría.
Mentira, mentira.
La misma porquería.

Varios me imitan. Felizmente lo hacen, porque tropiezo con uno de los baches de la Avenida Grau y tengo que dejar los lemas políticos para concentrarme en no caerme. Mi garganta no es la misma, está claro. Pero mi torpeza es la de siempre. Y eso me reanima. Me rejuvenece.

Comparaciones

Torpe fui en la primera manifestación política en la que participé, hace 22 años. Me acuerdo de que, luego de un plantón frente al Congreso, crucé la avenida Abancay con mis compañeros de la universidad, de manera tan descuidada, que un Volkswagen que avanzaba lentamente, me embistió. Aunque estuve vendado y medio cojo por varios días, solo una semana después ya estaba marchando de nuevo, en una movilización mucho más grande, en la que grité varias de las palabras que estoy escuchado en esta noche de diciembre: Dignidad, pueblo, carajo... Otras similitudes me sorprenden: El apellido que más resuena en esta multitud, es el mismo que gritábamos en esos años, aunque en aquel tiempo nos cuidábamos mucho de los adjetivos que lo acompañaban, para evitar que la policía tuviera la excusa que buscaba para apalearnos. Incluso el asunto que nos congrega en esta noche no es más que una variación de lo mismo que nos hizo salir a la calles en junio de 1995. Entonces fue la liberación de un grupo de esbirros del fujimorato. Hoy, la del viejo exdictador. En ambos casos, la excusa oficial fue una palabrita prostituida por los políticos peruanos: reconciliación. Como si la concordia pudiera imponerse por decreto. 

El escenario

Las locaciones son casi las mismas. El decorado, también: Rejas portátiles en las plazas, el brillo de los cascos y escudos de los guardias que nos escoltan, banderas peruanas, los sikuris de San Marcos, los desangelados cartelones de la Católica, los bombos, los muñecones con las caras de los políticos rechazados, los tipos que llevan letreros con los nombres de las víctimas (aunque ahora se han agregado sus fotos gigantes), sus parientes (22 años, más viejos pero igual de incansables), los grupitos compactos y los dispersos, las cartulinas de los apartidistas pintadas con tiza o con plumón, las manos que se mecen en el aire (abiertas o en puño) y la mirada serena del Libertador en la Plaza en la que casi siempre empieza todo.

Por supuesto, hay también cosas distintas. En el 95, uno de los inofensivos drones de los que hoy sobrevuelan nuestras cabezas, hubiera propiciado el pánico. Y el brillo de los celulares en cada mano, el asombro. Hoy abundan las camisetas de Paolo Guerrero, los vendedores de vinchas con lemas que denuncian la traición del presidente y que están impresos en diferentes colores (para calzar con el credo político de cada quien), los negocios están abiertos en todas las calles (algo impensable antes, porque todas las tiendas cerraban por miedo a las bombas lacrimógenas o el vandalismo) y el clima general, que no tiene nada de la tensión que nos acompañaba en los noventa. A ratos, más que una protesta, parece un paseo. En el 95 hubiera sido surrealista encontrarte en plena marcha con tu ex (como me acaba de ocurrir en el cruce de Wilson con 28 de Julio), con tu primer jefe (junto al Sheraton), o con un amigo del colegio que no ves hace muchísimos años (en frente del Palacio de Justicia). Sé, por lo que veo en mi móvil, que Walter (centro izquierda, amigo de la universidad) anda con un grupo más adelante y que Jorge (liberal, como yo, y ppkausa decepcionado), me estuvo esperando frente al Teatro Colón pero que decidió empezar a marchar por mi demora. Yo estoy caminando junto a los compañeros de un grupo literario: A Manuel (habitualmente apolítico) me lo encontré en la estación Canaval y Moreyra, viniendo para acá; Javier (socialista), que se nos unió con sus amigos en la Plaza San Martín. Sabemos que Cayre (de ideología indescifrable) anda con una gente de la Católica y Malena está marchando en primer fila. Johan, que no está en Lima, ha mandado sus fotos de una marcha equivalente que hay en Arequipa. No había forma, en el 95, de que te sintieras tan acompañado en una manifestación de protesta. Me siento casi seguro. ¿Cómo es posible? ¿Es que nos hemos ablandado? ¿Donde quedó esa tensión que volvió épicas nuestras pechadas con el poder? Antes había mucho miedo. Todos te disuadían de levantar una pancarta. No podías contarle a tus padres que estabas en estas movidas. Y te demorabas horas en convencer a uno de tus amigos para que te acompañe. Decir "No", decir "Justicia" en voz alta, decir "Ni olvido ni perdón", equivalía a ser fichado, a que tus conocidos se alejen de ti, a que alguien te denuncie. Si sabían que estabas en contra de las políticas del Chino, te decían prosenderista, terruco, rojo o cualquiera de esas cosas. Y cuando les contestabas que nada que ver, que tú eras liberal, se reían en tu cara, porque en ese tiempo el libre mercado era agua y los derechos humanos, aceite. 

Historia de un pancarta

Ocurrió tras las elecciones de 1995. Fujimori había logrado una aplastante reelección y, en la resaca de su triunfo, su congreso constituyente aprobó -de madrugada, para que no aparezca en los diarios del día siguiente-, una Ley de Amnistía con la que dejaba en libertad a los integrantes del Grupo Colina, un escuadrón paramilitar que secuestró y asesinó a un grupo de estudiantes universitarios (Caso La Cantuta) y de provocar un baño de sangre en una pollada (Caso Barrios Altos). La ley, hecha en nombre de la manida  "Reconciliación Nacional" generó una corriente de opinión (modesta y minoritaria, pues de esos temas se hablaba poco) contra una vulgar liberación de asesinos confesos y propició declaraciones de grupos de derechos humanos que exigían su derogación. Como yo andaba metido en el Centro Federado de la facultad, estuve al tanto de los contactos que se hicieron con otras universidades para  que los estudiantes hicieran un pronunciamiento y me vi involucrado en la organización. Pedimos el consejo de algunos notables (un artista plástico, una congresista opositora recién elegida, alguna periodista, grupos de derechos humanos) y preparamos una manifestación sin participación de los políticos, pues la idea era desmarcarnos de ellos y enfocar el asunto como algo que le tocaba a la gente de la calle, algo de sentido común y de justicia.
 
La noche previa a la marcha principal, unos compañeros y yo quisimos hacer una pancarta. Conseguimos un buen pedazo de tela cuadrada blanca y la colocamos sobre el piso del patio de la Facultad de Letras para poder pintar sobre ella un mensaje con la pintura que nos habían regalado. No recuerdo qué escribimos, pero sí que denunciaba la injusticia de la ley de amnistía. Nos quedó bien. Pero cuando levantamos la tela para verla erguida, nos dimos cuenta de que parte de la pintura la había traspasado y se había quedado impregnada en el piso, como un mensaje poco legible pero —oh sacrilegio— rojo. Uno de los vigilantes de la universidad pasaba en ese momento por ahí. Vio la escena, retrocedió y gritó por su walkie talkie: 

— Patio de Letras. Pintas subversivas en el patio de letras. Manden gente.

Los refuerzos llegaron pronto. Nos estaban tomando por simpatizantes senderistas. Nos costó varios minutos, horribles, convencerlos de que lo que había pasado tenía una explicación física y para nada política.

Y es que casi cualquier cosa en esa época era "sospechosa", incluso si eras un estudiante de clase media de una universidad privada. Por eso, en los días previos, algunos del grupo de organizadores (entre los que recuerdo a Alejandra Alayza y a Alberto Castro) habíamos conversado con algunas de las autoridades de la institución para explicarles que no apoyábamos a ningún partido y que, como estudiantes, solo queríamos pedir que se derogue una ley terrible aprobada al caballazo. Unos patas de la facultad de derecho gestionaron el apoyo de varios egresados para que defendieran a cualquier posible arrestado en la movilización. Y, con nuestros compañeros de Ciencias, organizamos un piquete de seguridad que incluía a los más grandulones de la universidad, para que nos mantuvieran a salvo de los saboteadores. Pero contra los rumores que desalentaban a los posibles participantes, no podíamos hacer mucho. Se decía que el permiso que nos había dado la prefectura iba a ser revocado. Que agentes del Servicio de Inteligencia nos habían infiltrado. Que detonarían una bomba en la universidad para sabotear la movilización (de hecho, un petardo fue reventado en esas fechas). Alberto me habló de una camioneta que lo seguía en las noches. Y yo empecé a ver carros acosadores en todas partes. Había miedo. Mucho. Dimos entrevistas en la radio e hicimos una micro conferencia de prensa en las gradas del Palacio de Justicia, entre la desconfianza y la burla de amistades y allegados. Evidentemente descuidé mis estudios en esas semanas, pero tenía la idea —ingenua, absurda— de que hacer esto era más importante. Así llegó el viernes 23 de junio. A medio día era la pre-concentración en el tontódromo de la Católica. Fue deprimente estar ahí: no más de veinte participantes. Entonces, a alguien se le ocurrió la idea de caminar por todo el Fundo Pando, golpeateando suavemente el bombo que había llevado un barrista de Universitario de Deportes. Durante ese pregón, nadie mostró ninguna pancarta, como si fuéramos una procesión fúnebre o religiosa, sin decir ni una palabra. Pasamos en frente de las cafeterías, por la puerta de las facultades, por los estacionamientos y, cuando media hora después, salimos del Campus para encontrarnos con nuestros compañeros de San Marcos, ya éramos un manchón. Mi pancarta blanca encontró portadores entusiastas y a mi me tocó ser del grupito que se turnaba el megáfono para elaborar las consignas.

Tuvimos que autocensurarnos un poco, evitando frases agresivas o mencionar explícitamente al dictador, usando más bien palabras como justicia y paz. No queríamos darle excusas al rochabús que nos seguía (bien pegadito a la retaguardia del grupo) para que se desquite con nosotros. Nuestro destino era la Plaza Francia, en donde hora y media después nos encontramos con los familiares de los estudiantes asesinados y algunas organizaciones de derechos humanos para los discursos de rigor. Aunque era improbable que nuestra movilización cambiara las cosas, confieso que yo creí que algo lograríamos. Quizá algún congresista de la mayoría entendía el punto. Quizá convenceríamos a la prensa para tocar más el tema. Quizá la gente que nos veía pasar, con indiferencia o desprecio por las calles, se quedaba pensando en lo que estábamos pidiendo. Pero la realidad es que defendíamos una causa poco popular ("si los han matado debe ser porque eran terrucos"), no había ninguna cobertura de prensa sobre nuestra movilización (pues la mitad de los medios ya se había vendido a los fajos de Montesinos y, los demás, no querían indisponerse con el recién reelegido gobernante) y a nadie, salvo a nuestros parientes, le  hubiera importado que nos pasara algo. La prueba de ello eran las lágrimas que ese día nos contagiaron los hermanos y los padres de los estudiantes asesinados, cuando nos contaron todo lo que estaban pasando (hostigamiento, amenazas) por reclamar un mínimo de justicia. La arenga preferida a partir de ese momento, fue un clásico de las marchas de protesta: La sangre derramada / jamás será olvidada.

Luego marchamos hacia el Congreso, entre el temor (Somos estudiantes / No somos terroristas) y la euforia (Pueblo, escucha / y únete a la lucha). Avanzamos por Camaná a Colmena y, rodeando la Plaza San Martín —donde se nos unieron grupitos de la Villareal, de la Garcilaso y hasta de la Pacífico— tomamos la Abancay  entre abucheos y pocos aplausos de los transeúntes. Nos detuvimos en frente del Ministerio Público para lanzar arengas a la magistrada que, hasta hacía pocos días, estaba procesando a los liberados (Honor y dignidad: / Jueza Saquicuray ) . Y luego, en la plaza Bolívar, pusimos un montón de velas encendidas en el piso en memoria de los muertos. La pancarta blanca se quedó por ahí, notoriamente descosida, junto al monumento al otro Libertador. Pasaron muchas otras cosas en ese día, pero, en resumidas cuentas, puede decirse que la movilización fue pacífica (no hubo ningún incidente con la policía) y emotiva, a pesar de toda la bulla que hicimos. Para muchos de mi generación fue la primera marcha. Desde hacía años, primero por la violencia senderista y luego por la represión del estado, los estudiantes no salían a las calles. Pero lo mucho que nos impactó esa experiencia no se vio reflejado en los medios de comunicación y el resto del país ni se enteró. Eso me frustró y me hizo pisar la tierra. Años después, me consoló la idea de que esas jornadas sirvieron, al menos, como un "ensayo" de las masivas y más difundidas protestas estudiantiles del 97 y el 98. Pero de algún modo el tiempo le dio la razón a los que caminamos en ese día: Seis años después (cuando cayó el régimen) la Ley de Amnistía fue derogada y los criminales volvieron a la cárcel. Hoy ni siquiera los fujimoristas defienden la legalidad de la norma. En el mejor de los casos, es recordada como una torpeza de la dictadura. En el peor, como puro encubrimiento de asesinos. No reconocilió a nadie.

¿Entonces?

En la marcha de hoy no tengo un megáfono ni una pancarta ni soy parte de ningún grupo organizado.  Las sensaciones son casi todas las mismas pero hay una que falta: el miedo. Será que estoy más viejo, que soy más conchudo o que, simplemente, se respira más tranquilidad. Está claro que, pese a todo, son tiempos mejores. Algunos dirán que el miedo a marchar se extinguió, precisamente, gracias a la pacificación contrasubversiva del fujimorato. Otros, que el peligro de participar en una marcha se ha diluido porque casi todos los asistentes cuentan hoy con una cámara en su celular y es muy fácil filmar cualquier exceso, abuso o sabotaje. Y otros dirán que, a diferencia de los noventas, no vivimos en una democracia de cartón, sino en una real, a pesar de todos sus defectos. Pero hoy, cuando puedes decir todo lo que quieras en las redes, cuando no necesitas abrir la boca para ser escuchado, cuando unos votos bien contados pueden resolver cualquier discrepancia, es inevitable que te preguntes ¿sirve de algo ir a marchar? ¿Lo haces solo para sentirte bien? ¿Acaso te sientes absurdamente superior a los que se quedaron en casa? ¿Lo haces para que Fujinski te devuelva tu voto?  ¿Para que tus amigos comenten las fotos que colgaste en tu cuenta de Instagram con tu pancarta? ¿Para presumir que caminaste de noche por la Plaza Bolognesi? ¿Para poder decirle a tus hijos que no te quedaste de brazos cruzados cuando tu candidato te traicionó? ¿Porque crees que las manifestaciones cambian la historia? ¿Porque te encanta reventar el tráfico de la ciudad? ¿Porque estás lleno de odio-caviar-social-confuso-pichi-caca-pensamiento-gonzalo? ¿Porque eres un demócrata? No estoy seguro. Creo que la marcha en sí no resuelve nada. Pero algo siembra. Hace que se discuta, que se cuestione, que se comente, que se entienda. Pone los problemas en la agenda. Incomoda, pica y, por eso mismo, alienta la discusión. Y, tarde o temprano, empuja a un grupo mayor que el que participa en ella, a resolverlo.

Cuando pienso que la mayoría de esta gente (el sesentón que hizo en casa su pancarta , las chicas que construyeron un  pepekarrata de cartón, el tipo del megáfono averiado o cualquiera de los miles que hay aquí), en vez de ir a su casa a ver televisión hoy jueves por la noche, de comer con la familia, salir con los amigos o acostarse temprano para ir a trabajar fresquito al día siguiente, en vez de hacer cualquiera de esas cosas, han ido al centro a gastar sus suelas y gargantas, junto con un montón de extraños de todas las edades, fachas y creencias que, como ellos, llegaron en su bus, su carro o sus dos piernas, como pudieron, a cambio de nada, para ir luego irse a dormir afónicos, cansados, con una rarísima sonrisa en los labios, como si hubieran hecho algo hermoso y trascendente, cuando veo todo eso, decía, entiendo que protestar también sirve para que no te sientas solo. Ni loco.
Pablo Ignacio Chacón, 2017



[MICRORRELATO]

Mientras las demás consumíamos las tablas del piso y las vigas de madera, ella se empeñaba en hacer túneles entre los libros de la biblioteca. Empezó en los anaqueles inferiores, en donde estaban los clásicos más nutritivos, y llegó, meses después, a la fila superior, donde se quedó a vivir rodeada de best sellers de autoficción y otros textos chatarra. Por eso engordó tanto.

Los buenos libros que, previamente, había devorado la volvieron tan sabia y sensata que todas las termitas de la colonia empezamos a peregrinar hasta lo alto del librero para consultarle acerca de nuestros problemas personales y el sentido de la vida. Yo le pregunté por el futuro. “Todo se derrumbará”, me dijo, “porque nos estamos comiendo a nuestro mundo”.

Inspirada por sus palabras, decidí no alimentarme más con madera ni con libros. Ahora soy caníbal. Por eso me comí a la gorda.


Este texto ganó el II Concurso de Microrrelatos Bibliotecuento, de la Casa de la Literatura Peruana (2017). Más información en este enlace (Sí, ya sé que no salgo en las fotos ni en el video de la premiación, pero es que no asistí al evento porque no creí que pudiera ganar... Harta fe me tengo) . 

Pablo Ignacio Chacón Blacker

Brotan de todos los barrios y se amontonan en los sitios públicos más amplios e iluminados. No necesitan más que dos colores para identificarse. Se acercan, se sonríen, se abrazan, como si se conocieran, como si lo merecieran, como si por el solo hecho de estar ahí fueran buenos y confiables. Luego improvisan estribillos, los corean con euforia, dan saltos, hacen declaraciones muy serias para sus acompañantes o para las cámaras ocasionales que la prensa ha repartido por todas partes. Comparten una emoción que, a los más jóvenes, les resulta nueva y que regresa a los mayores a una juventud lejana. En muchos casos derraman lágrimas. Pero nadie se avergüenza por ellas. Parece que, contrariamente a lo que toda la vida nos han dicho, llorar hoy está permitido. Y hacerlo en público es una hazaña casi tan grande como la que se celebra. ¿Yo podría hacerlo? Creo que no. Se darían cuenta de que mis motivos son distintos. Me considerarían un traidor. 

¿A dónde ir? Un viejo amigo me mandó un mensaje a mí y a los muchachos para emborracharnos en su casa. "Vamos al Centro", me dijo una amiga que vive cerca. Y alguien más me sugirió celebrar la ocasión en un espacio horizontal y discreto. Pero pensé que no estaría mal salir solo. Ir a alguna plaza, a saltar sobre el cemento, a agitar banderas, a aparecer en selfis propios y ajenos. Podría, simplemente, deambular sin dirección y contagiarme de la locura, grabarme las muecas de los miles de rostros que encontraría en mi camino, prestar atención a las palabras solemnes que los padres les dirían a los niños soñolientos... Recogería, en fin, un montón de ideas, imágenes y anécdotas memorables que podría recrear algún día en un cuento o recordar en alguna reunión social para hacer reír a mis amigos. Pero mis piernas se resisten, mi ánimo busca excusas. No es pereza ni arrogancia ni templanza. No puedo salir, simplemente. Aquí, detrás de la puerta que me separa de los que cantan y revientan cohetones y martillean los cláxones de sus vehículos, aquí, lejísimos, es donde estoy verdaderamente a salvo. Y ellos de mí. Nadie se merece un aguafiestas en una jornada como ésta.

Felizmente para mí, no me he quedado solo. La Noche, que habitualmente gobierna el mundo a estas horas, también está descolocada y confundida por lo inusual del alboroto. Aterrada, ha huido de los festejos y ha corrido a esconderse en uno de los pocos reductos de silencio que quedan en esta ciudad enajenada. El único espacio en donde puede ser ella misma y aplastarlo todo: yo. 

La he acogido y le he hecho un lugar junto a mis proyectos rotos. Y pienso abrazarla y protegerla hasta que pase el peligro. Hasta que la gente, mañana, recuerde que está hecha de carne y no de sueños. Hasta que vuelvan a ser conscientes de sus penas, su indefensión, sus corazones quebradizos, su ingenuidad monumental y su vulgar mortalidad. Yo les cuidaré esos defectos hasta mañana. Cuando vuelvan a necesitarlos. Cuando se parezcan otra vez a mí. 

Si algún día me preguntan cómo viví la clasificación del Perú al Mundial de Rusia, no negaré que vi el partido y que grité los goles y que me alivió el resultado. No contaré, en cambio, que cuando quise salir a celebrar me alcanzó el luto que me perseguía desde ayer. Así que mentiré: Diré que estuve pogueando sobre una camioneta hasta reventarle las llantas, que me quedé afónico cantando el himno trepado en un monumento o que bebí hasta la inconsciencia en frente de una comisaría. Que mi cara sonriente, roja y blanca, salió en los noticieros. Que la caravana de hinchas en la que me enrolé era la más larga que ha visto jamás la capital. O que recorrí media ciudad para abrazar a la única persona a la que realmente quería darle un abrazo en esa noche... Quizá hasta termine creyéndome esa última mentira. Porque, como entendí en la víspera, no me resulta difícil vivir engañado.

El horario era conveniente. La inscripción, gratuita. El expositor, competente. El tema, de mi interés. Sólo tenía una razón para no asistir: No quería entrar en ese edificio. Una especie de fobia, trauma o manía me lo impedía. Como si en vez de una fea mole de concreto, se tratara de una persona que me ha herido o humillado. Un enemigo secreto, de esos que te avergüenza reconocer por temor a que los demás se burlen de ti. Porque, ya pues, ¿qué mal puede hacerte un edificio? ¿Acaso ahí te torturaron, te cortaron una pierna o te rompieron el corazón? No. Nada de eso. Mis motivos eran menos interesantes. Pero hasta el más absurdo de los traumas tiene un origen. Y, para que se entienda el que quiero contar aquí, tengo que hablar, primero, de los antecedentes de esta historia

Más bien, la prehistoria

Hace un montón de años, cuando aún podía peinarme, empecé a escribir cuentos. La mayoría de ellos eran tan malos que fueron merecidamente destruidos. Pero alguna vez me salió uno del que no me arrepentí tanto... Recuerdo que se lo mostré a un amigo de la universidad, Lucho Pérez Albela, que me dijo que el cuento "estaba en algo". Me sugirió ampliarlo y presentarlo en algún "concurso de verdad". Aunque no suelo hacerle caso a los consejos de mis amigos —pues siempre tienen razón y a mí me encanta equivocarme—, esa vez hice una excepción y participé con una versión ampliada de mi texto, en el premio de cuento que cada dos años organiza Petroperú. Unos meses después recibí una sorprendente invitación para asistir a la premiación, pues había salido seleccionado como finalista. Estaba muy emocionado por dos razones 1) Era el primer concurso literario en el que participaba en mi vida, y 2) tenía la ingenua idea de que "finalista" significaba "persona que todavía tiene chances de ganar el primer lugar" (y no, como era en realidad, "persona-que-pertenece-al-grupo-de-segundones-a-los-que-les-darán-un-premio-consuelo-solo-para-que-hagan-bulto-en-el-auditorio-mientras-premian-a-los-genuinos-ganadores-que-son-mejores-que-tú"). Les pedí a mis papás que me acompañaran al evento, tratando de convencerlos de ir con el argumento de que " a lo mejor ganaba" y que podría darles una partecita del premio. Y, una vez que estuvimos allí, en una sala grande de ese edificio, tuvimos que mirar cómo, sin mediar ningún suspenso, los maestros de ceremonias entregaban unos trofeos y cheques a tres individuos que habían obtenido el primer, segundo y tercer lugar y que ya sabían —como todos, menos yo— cuáles eran los resultados. Claro que mi mamá se puso contenta y me consoló diciéndome que así se empezaba. Y mi papá la pasó bien pues se encontró con algunos conocidos entre los asistentes a la reunión. Así que parecía que el único que estaba amargo en esa cita, era yo. Me sentía estafado por partida triple: por los organizadores (que no tenían la culpa de que yo no hubiera leído bien la invitación), por mis padres (pues no se habían indignado conmigo, como correspondía) y por mí mismo (por ilusionarme gratuitamente). Y quise creer —necio, picón— que, si alguno de los que había quedado en los tres primeros lugares no hubiera participado en el concurso, yo "me habría ganado alguito". Así que también los odié a ellos. Tanta piconería hizo que no le de ninguna importancia al verdadero "premio consuelo" que obteníamos los finalistas: Que nuestros opacos relatos aparecieran reunidos, junto con los de los ganadores, en un librito compilatorio que fue publicado algunos meses después. Cuando salió, me dieron algunos ejemplares que regalé o escondí. Leí el ejemplar con el que me quedé con la objetividad del picón: todos los relatos me parecieron inferiores a mi supuesta obra maestra. 

De todos modos, como no solo soy picón, sino necio, participé en el mismo concurso en los años siguientes con otros relatos. Y, aunque me esmeré revisándolos y corrigiéndolos, nunca pude superar —y ni siquiera igualar—, la "marca" de mi primera participación, convenciéndome de que mi viejo trofeíto no era el producto del talento sino de la indignidad de un golpe de suerte. Así, con cada nueva participación, el edificio de Petroperú, a donde iba cada dos años a dejar mis sobres manila con los cuentos de turno, fue adquiriendo para mí un significado preciso: ser un recordatorio (el más visible que conozco) de lo fácil que es ilusionarse y estrellarse. Mi monumento particular al fracaso. Mi torre oscura. Mi Barad-dûr personal.

Lo curioso es que durante mucho tiempo trabajé a solo una cuadra de ahí y caminé, casi a diario, por la vereda que lo rodea, a veces para ir a almorzar (en Tottus o Plaza Vea), o para bajar a la estación Canaval y Moreyra por mi dosis habitual de calor humano en el Metropolitano. Y, aunque es cierto que a veces me olvidaba de la existencia de la torre —de la misma manera en que te olvidas de tu nariz, tus orejas y de todo lo obvio—, cuando me percataba de su presencia, le hacía muecas de antipatía y rencor.

Tiempo después, cuando se me empezaron a caer el pelo y la arrogancia, comprendí que el primer relato que presenté tenía alguna que otra inconsistencia y que quizá ni siquiera mereció la suerte que le tocó. De todos modos, convencido de que tenía alguna que otra cosa rescatable, retomé y revisé mi propio texto y lo corregí varias veces, con la idea de mejorarlo. Pero cada vez que lo hacía sentía que había algo de indigno y rastrero en esa acción: corregir algo ya publicado era como hacer trampa. No se puede nacer dos veces. No sería justo. Ni correcto. En eso se fue convirtiendo mi afición por escribir: en un ejercicio culpable de hacer y rehacer mil veces un mismo texto, con la idea de que quizá nunca llegaría a ser lo suficientemente sólido como para no tener que corregirlo más.

El taller

Por supuesto que durante los años siguientes viví cosas mucho más interesantes que las que hay en esta historieta de egos y miserias pero, también, seguí escribiendo, participando en concursos, perdiendo en todos ellos, picándome y hablando lo menos posible de mi afición en mis círculos sociales, salvo con algunos pocos amigos que conocían mis garabatos, a quienes a veces les pedía su opinión y que rara vez me daban una crítica más allá de un "mehh", "sí, se deja leer" o "no entendí". Hace más o menos un año, en una reunión de patas de la universidad, el mismo Lucho que hacía años me había alentado a participar por primera vez en un concurso, me habló de un taller de narrativa al que él estaba yendo y en el que los participantes criticaban mutuamente sus cuentos bajo la dirección de Marco García Falcón, un escritor muy bien considerado por la crítica local pero a quien yo no había leído. Como a mí me interesaba recibir comentarios de lectores desconocidos, decidí estar atento a la próxima ocasión en que el escritor organizara un taller. Unos meses después vi en el Facebook una convocatoria. Pero había un problema: las sesiones iban a ser en el edificio maldito.

Ya estoy grandecito para excusas. Así que me armé de valor, viendo en la ocasión una oportunidad para superar mi viejo "asunto" con ese lugar. Y me inscribí. No diré que tuve pesadillas la noche previa a la primera sesión, pero sí que estuve tentado a arrepentirme una vez que me hallé ante esa puerta de rejas, rememorando mis ilusiones perdidas. Ya en el auditorio, me senté en una de las últimas butacas, como para pasar lo más desapercibido que fuera posible. Si me sentí algo acobardado, no fue porque el recinto tuviera púas en el techo, ni porque creyera oír los gritos de otros escribidores desde las mazmorras del complejo, sino porque estaba rodeado de extraños que hablaban con desparpajo de algo que, para mí, suele ser un acto íntimo y personal. Pero eso, la escritura creativa, era el tema en el que había que concentrarse en esas reuniones, no en mis majaderías y resentimientos.

No me extenderé hablando mucho del taller. Sólo diré que leerse y criticarse mutuamente con desconocidos (con quienes no hay el temor de destruir una amistad) es un ejercicio enriquecedor, aunque no apto para picones. No me fue tan mal con los comentarios al relato que presenté y eso hizo que, agradecido, me esmerara por leer todos los cuentos que iban presentando los demás participantes. Y me convertí en uno de los más afanosos comentaristas en las sesiones siguientes, experimentando la "adrenalina del chancón", es decir, lo que siente el nerd de un grupo cuando levanta tantas veces la mano para participar que tiene miedo de ser linchado por sus hastiados compañeros. Había de todo: Escritores que ya habían publicado, gente joven que recién empezaba a escribir, alguno que otro "diamante en bruto" (de innegable talento pero que necesitaba pulirse), personas con más ganas que habilidad e incluso cierto "Soy-un-escritor-tan-bueno-que-ni-siquiera-voy-a-mirarte". Afrontar un conjunto tan variado y sacar algo provechoso de él en solo cuatro jornadas parecía algo difícil. Pero debo reconocer que García Falcón supo fomentar la participación grupal y la crítica mutua sin que nadie se agarrara a puñetazos. 

Fantasmas del pasado

Y aquí viene la verdadera anécdota que quería contar... Luego de la segunda sesión quise leer algo escrito por el mismo conductor del taller pues, como ya mencioné, no conocía su obra. Conseguí un libro suyo que contenía un conjunto de relatos y una novela corta ("París personal y El Cielo de Capri"), y lo leí durante un fin de semana, casi de un tirón, en un sillón de mi sala. Pero, al abordar uno de los relatos, tuve una sensación rara, casi incómoda.

— Yo conozco esta historia... 

Si. Me "sonaba". De tintes borgianos y prosa hábil y persuasiva, versaba sobre un investigador que iba tras la pista de un antiguo y misterioso escritor.  ¿Dónde la había leído? El déjà vu se convirtió en ansiedad. Dejé el sillón y fui hacia uno de los anaqueles de la casa para buscar ese libro que mencioné al principio, ese en donde estaba, mezclado, con otros segundones y tres ganadores, mi muy mediano y ya envejecido relato finalista. Y, justo en las páginas previas a mi texto, estaba el cuento que yo acababa de leer: el que me dejó sin cheque en el año 2000. El que "me ganó". El tercer lugar del Premio Copé. 

Tuve un ataque de piconería, ("¡me han tendido una trampa!") y experimenté los síntomas de mi petroperufobia: ansiedad, desolación, sentimiento de inferioridad... Pero el "ataque" cesó al toque cuando descubrí otra conexión con el pasado: El libro que estaba entre mis manos tenía, en su primera página, una dedicatoria. Una que yo mismo había escrito, hacía mucho tiempo, y que decía así: "Para mi amigo Lucho, verdadero culpable de mi presencia en este libro". No recordaba haber escrito ni firmado eso. Y, si lo hice, como era evidente, ¿por qué lo tenía yo y no el amigo que me alentó a participar hacía 17 años en ese concurso (y, también, a entrar en el recientísimo taller)? ¿Acaso me arrepentí de la gratitud que le debía? ¿O me sentí ridículo por firmar un libro que no tenía mi nombre en la portada, como si fuera demasiado para mi ego? Qué se yo. Sentí vergüenza (por avergonzarme, por ser ingrato), pero también nostalgia, resquemor (pues esa dedicatoria indicaba que, años atrás, sí me sentí contento por ser publicado) y, sobre todo, maravilla, porque me daba la impresión de que en ese momento estaba asistiendo a uno de esos fenómenos que desconciertan a los hombres de ciencia y que solo entienden los poetas y los locos. Por un instante se volvieron visibles los puentes misteriosos que conectan varios hechos aislados y los convierten en parte de una misma historia, que nadie sabía que existía. Como si fuera cierto eso de que nada pasa porque sí. Y se me ocurrió que la palabra "casualidad" no era más que una herejía inventada por los descreídos. Que la arqueología de la memoria no era un necedad de los viejos (o los despechados), sino un ejercicio necesario que todos deberíamos practicar para entender por qué estamos donde estamos. Como si 17 años de resentimiento absurdo no tuvieran otra justificación que experimentar ese momento de asombro. A golpe de sufrir sus efectos, yo me liberé en ese momento de una maldición. Y pensé que todas las historias que empezaron una vez y nunca cerraron, solo tienen que esperar a que pase un poco de tiempo para tener sentido. Quién sabe... A lo mejor en el instante previo a nuestro fin, recibamos una especie de iluminación que nos permita entenderlo todo y acabar en paz.

Aturdido, volví a mi sillón y me puse a comparar las dos versiones del cuento repetido y descubrí que eran ligeramente diferentes... aunque contaban una misma historia. Eso significaba que García Falcón también practicaba el ingrato trabajo de corregir textos que ya habían sido publicados y que no sentía ningún reparo por ello. Él también regresaba en el tiempo para mejorar su trabajo. Quién sabe, quizá también tenía algún tipo de "síndrome maldito" como el mío que lo alentaba a corregir. Porque en aquella ocasión quedó tercero y... ¡debió haberse quedado piconazo por no obtener el primer lugar! Pero él, hoy, es un escritor reconocido y valorado por la crítica.* Y a pesar de eso volvía, no estaba conforme, corregía, se cuestionaba a sí mismo y buscaba hacerlo cada vez mejor. Que es lo que supongo deben hacer los escritores. No conformarse. Persistir. Darle duro hasta que te salga algo decente. Un texto que no quieras destruir por malo, sino que quieras conservar porque sabes que puede mejorar. O, porque simplemente, ya mejoró lo suficiente como para que lo mires sin avergonzarte.

Hubiera querido llevarle a Marco su libro para que me lo firmara en una de las dos sesiones restantes del taller. Hubiera querido contarle esta historia y saber qué pensaba él sobre lo pequeño que es el mundo, sobre lo parecidas que pueden ser las miserias y vanidades de los escritores reconocidos y de los que sólo son conocidos por sus amigos. Y quizá le hubiera preguntado por la común enfermedad, por su experiencia con los síntomas, por el aspecto de los monstruos que él veía sobre su propia torre oscura, por cómo los había vencido o por cómo disimulaba tan bien haberlo hecho. A lo mejor me daba la razón o me decía que no quería hablar de eso o me miraba con cara de asco y me decía que yo estaba hablando huevadas. Pero, como sea, no tuve la oportunidad de conversar con él ni de recoger la firma de su libro porque en la tercera sesión del taller me olvidé de que lo tenía en la mochila y en la cuarta y última (una sesión exclusivamente dedicada a discutir los cuentos de los participantes y que se prolongó por casi cuatro horas, gracias al entusiasmo del grupo) me olvidé de llevar el libro conmigo. Pero se me ocurre que, quizá, la forma de agradecerle a Marco y a Lucho las misteriosas lecciones que recibí de ellos sin que se dieran cuenta, es hacer un texto sobre este asunto. Uno que sin duda corregiré muchas otras veces. Incluso después de haberlo publicado en este blog.

Últimas ironías

Luego de que acabó el taller, Marco realizó una selección de cuentos de los participantes que fue publicada en una simpática edición de reducido tiraje con el auspicio de la Empresa-Dueña-de-la-Torre-Oscura y que se regaló a los asistentes de algunas de las actividades de la última feria del libro. El cuento que presenté en el taller (uno que contaba la historia de un tipo que va a ver a sus escritor favorito para que le firme un libro**), fue considerado en esa selección. Algunos de los participantes publicados nos pusimos de acuerdo para ir a recoger el par de copias que nos correspondía y ahí, en medio de uno de los los pasillos de la feria, nos firmamos mutuamente nuestros ejemplares.

— Primera vez que firmo un libro —dijo uno de ellos, emocionado.
— También yo —mentí.

Me fui de allí pensando en las dos únicas veces en que me habían publicado algo en papel. En ambos casos había sido gracias a una misma entidad que he odiado y temido. Está claro que tengo que aprender a escoger mejor a mis enemigos. Y entender que puedes ser algo-parecido-a-un-escritor sin publicar o ganar premios. Que los libros que has firmado no son para guardártelos. Que los cuentos que has escrito no son para esconderlos. Que los edificios no muerden. Y que las maldiciones no existen.
 

Pablo Ignacio Chacón, 2017

Notas:
*Al año siguiente MGF ganó el premio nacional de Literatura, nada menos.
** El cuento se llama Gigantes y hay una versión en este blog.
Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados



 [RELATO]

— ¿Para quién es?
— Para mí. Me llamo Pablo.
— Pablo. Muy bien.

El escritor toma su lapicero y abre el libro que le acabo de entregar. Dudo. ¿Me conformo con su firma? ¿O le digo todo lo que he ensayado —mentalmente— durante las tres horas que me pasé haciendo fila?

—Te… ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Sí, claro.
—¿Cómo te sentirías si Faulkner o Flaubert te firmaran uno de sus libros?
—¿Si quién? —me pregunta, adelantando la cabeza, con una mueca hostil, como si se hubiera molestado conmigo por no pronunciar correctamente los apellidos de sus ídolos.
—Si Fla… Flaubert o Faulkner...
—Ah —se ríe—. Emocionado. Muy emocionado.
—Así me siento ahora.

Aunque ya me había mirado, sólo en ese momento descubre que estoy ahí. Como si hasta entonces yo hubiera sido de aire y me hubiera materializado, enorme y sin previo aviso, en frente de la mesa.

—Gracias —dice, bajando la cabeza.
—No, gracias a ti —retruco, confianzudo. He hecho que se ría y que me haga una venia. ¿Qué más puedo pedir? Siento que mi estatura se duplica y que, en este local, no hay nadie que sea más grande que yo. Ni siquiera él.
—Eres un buen lector —agrega, provocando que mi cabeza roce el techo de la sala—. Son autores importantes.

Pienso que debería avergonzarme porque no he leído nada de Flaubert o de Faulkner. Tendría que decírselo… Pero prefiero dar una mirada a mi alrededor porque quiero saber quién me está envidiando. Personas de todas las edades, tamaños y vestuarios, abarrotan la librería y esperan su turno, parloteando con nerviosismo, resistiéndose a ser entumecidas por el aire acondicionado o por la insulsa música de fondo. Pero me da la impresión de que todos ellos, incluso los más altos, se alejan un poco de mí, como si, alarmados por mis nuevas dimensiones, tuvieran miedo de que yo los aplaste contra las paredes. Ávido de nuevas atenciones, vuelvo a mirar al escritor y lo descubro tan serio como al principio, colocando su lapicero en posición y empezando su dedicatoria con cara de trámite, acaso pensando en lo que cenará más tarde o en el calor que hace afuera. En consecuencia, empiezo a volver a mi tamaño normal. ¿Y ahora?, me pregunto. ¿Cómo recupero su atención? Mi repertorio de frases hechas se ha agotado y su larga elaboración me ha dejado sin ideas. “Di algo, Pablo, lo que sea”, me arengo, mientras mi estatura se iguala a la que tenía cuando entré en el establecimiento. Entonces, desesperado, vomito lo que realmente quiero decirle.

—Estoy tra… tratando de ser escritor.

Ya está. Ahora, a esperar su reacción. Me imagino que levantará la ceja izquierda, “¿qué escribes?”, preguntará, “cuentos fantásticos”, contestaré, “mándame un par”, ordenará y entonces yo, obediente y previsor, abriré la mochila que llevo conmigo y sacaré de ella los textos que me pasé corrigiendo toda la noche y que imprimí esta mañana en el papel más blanco que pude comprar. Y se los entregaré y mirará los títulos y hará una mueca de asombro y dirá “qué ganas de leerlos” y me prometerá que esta misma noche, en el sofá en donde lee a Faulkner y a Flaubert, me leerá a mí. Ya imagino su llamada al día siguiente, su invitación a almorzar, la recomendación que me hará a su editor y hasta las caras que, dentro de unos meses, pondrán mis conocidos —ustedes, los que se burlan— cuando tengan que hacer tres horas de fila, allá afuera, para que yo les firme un par de ejemplares de mi futuro libro de cuentos, uno que para entonces estará siendo recomendado en todos los medios de prensa por el mismísimo escritor que hoy tengo ante mí, cuya ceja izquierda está a punto de levantarse.

Pero no se levanta… De hecho, se ha fruncido más. ¿Será para tomar impulso? ¡Qué raro! ¿Por qué no reacciona? ¿Tanta concentración exige escribir una dedicatoria? ¿O es que no me ha escuchado? Quizá es culpa de la bulla que hay en esta sala, que ahoga mi voz. O de mi propia voz, que se ha encogido tanto como el resto de mi cuerpo, que se sigue proyectando hacia el suelo. O quizá… Claro. Debe ser eso. Se queda callado para no decirme que todos los que le piden un autógrafo también lo tutean y se creen escritores. Debe de estar harto.

Cierra el libro y me lo entrega, mostrando una sonrisa que no se parece a la de hace un rato, que no dice "Mándame tus cuentos, Pablito" sino, más bien, “¿Sigues aquí?".

—Gracias —le digo, pequeñísimo.

Me demoro en marcharme porque aún me queda algo de fe. Quiero ver si recupera la memoria y me dice lo que estaba a punto de decirme o, por lo menos, alguna cosa que me devuelva la esperanza: Un consejo, una palabra... Pero él, olvidadizo, se limita a ladear la cabeza para mirar la larga fila que se extiende a mis espaldas, en donde seguramente se esconden otros cien genios incomprendidos y ávidos de justicia que esperan que la firma de un Premio Nobel los reivindique.

Un agente de seguridad me indica la salida. Lo obedezco, tratando de no acercarme demasiado a las personas que se amontonan en el pasillo (no vaya a ser que me vean reptando sobre el piso laminado y me pisen como a una cucaracha). Escucho, ya lejos, la risa del escritor. No volteo. No quiero saber por qué ríe (ni de quién). No quiero ver la mueca con la que agradece los elogios de sus otros admiradores. No quiero oír cómo los anima a que le envíen sus manuscritos ni cómo se ofrece a revisarlos, esta misma noche, en el sofá de los ídolos. Intento concentrarme en mi retirada, sin tropezar, tratando de ser otra vez de aire, unidimensional… pero un ruidito nuevo me perturba. Es uno que se parece al de unos papeles que, muertos de vergüenza, se arrugan por su propia voluntad en el interior de una mochila. Mejor. Así no tendré que hacerlo yo.

Al final del pasillo me detengo frente a la monstruosa puerta de salida. Ya sé lo que me espera allá afuera: Si la brisa no me arranca de la Tierra, quedaré confinado para siempre en el reino de los ácaros y las pelusas.

Pero cuando cruzo el umbral, cuando el aire acondicionado se esfuma y la humedad apestosa de Lima infesta mis pulmones, recuerdo que llevo un libro en la mano. Lo abro. Busco la primera página. Encuentro la tinta de su lapicero. La letra de él. Mi nombre escrito por él. Un puñado de palabras trilladas. Una firma apurada. Y luego, entre signos de exclamación, inesperado, veo un verbo imperativo que latiguea y que conforta y que atraviesa toda la hoja como si no cupiera en ella. Y lo leo en voz alta. Y me vuelvo gigantesco.



Todos los derechos reservados

No pienses. Mantente ocupado. Sé un autómata. Una máquina sin corazón. ¿Sabes cómo puedes sacarte todo ese asunto de la cabeza? Trabajando. ¿Qué te parece si le echamos un vistazo a tu lista de asuntos pendientes? A ver... Hay que preparar una reunión, sacar la conformidad de una instalación en el ministerio, ver lo del video... ¡El video! Estás atrasado, te quedan dos días y ni siquiera lo has empezado. ¿Lo ves? Hay mucho que hacer. Problemas que resolver. Unos que sí tienen solución.



Escribir es como fumar, beber alcohol o gastarte el domingo en Netflix: Algo que no sirve para nada (salvo para pasarla bien). Como todo vicio que se respete, posee propiedades que lo hacen adictivo. A mí, por ejemplo, me proporciona una momentánea sensación de grandeza. Pero apenas me pongo a hacer otra cosa, dejo de ser dios y vuelvo a ser un vulgar mamífero preocupado por las cuentas de fin de mes.

Por eso, la idea de pagar las cuentas escribiendo, es el santo grial de los que padecemos de esta adicción inútil. Algunos de los más grandes escritores nunca consiguen vivir de eso. Pero yo, mal imitador de los más pequeños, puedo presumir de que, al menos durante un período de mi vida, mi único trabajo remunerado consistió en escribir.

Ocurrió en una época poco dichosa, cuando todos mis proyectos de negocio se caían, mis ideas se agotaban, mis clientes me abandonaban, mis ahorros se esfumaban, mi corazón sustituía el amor por las arritmias y la gastritis se convertía en la única cosa que me quitaba —literalmente— el sueño. Entonces, un viejo amigo me comentó que quería hacer cambios en la página web de su negocio (un centro médico) y que necesitaba contenidos para su blog. Yo me encargo, le dije, disimulando la desesperación, a pesar de que lo único que sabía de la fisiología humana se limitaba a la envoltura (lo que se puede ver y tocar) y a alguna que otra cosa sobre las menudencias —corazón y estómago— que justo en esos días me torturaban.


Redactor profesional

El plan era el siguiente: Googlearía una vez por semana noticias sobre avances médicos o sobre salud que pudieran resultar interesantes para cualquier persona. Luego tendría que resumir las varias versiones que habían del tema elegido y "traducirlas" a un lenguaje más o menos sencillo, tratando de que tengan algo de gracia y colocando al final del texto una referencia a las fuentes de información (por si algún lector desconfiado quería verificar la información). Finalmente, le pondría a todo eso algún título llamativo que "jale" a la lectura, para publicarlo en el blog de la clínica y difundirlo por sus redes sociales con alguna ilustración sencilla (que yo mismo haría, para no caer en la infamia de piratear o, peor aún, de pagarle derechos de autor a terceros).

El "detalle" es que el campo del centro médico de mi amigo es la urología... y aunque a todo el mundo le gusta la cochinada, se requería de algo de tacto y un mínimo de conocimientos para hacer publicaciones que no resultaran ni tan serias ni tan vulgares, que fueran legibles y que no golpearan el prestigio de la clínica (cosa que podría arruinarme el negocio y, de paso, una amistad). El doc y yo acordamos que podíamos forzar un poco los "límites" de esa rama médica, para que los artículos pudieran incluir temas "más comerciales" como sexualidad y salud reproductiva. Y luego de un tira y afloja por el precio (aunque no estaba en condiciones de negociar mucho), garabateé un par de artículos que pasaron por la obligatoria revisión de otros médicos sin mayor problema. Y así, durante dos años, todas las semanas, escribí textos para el blog de una clínica privada.

Durante los primeros tres meses, escribir esos artículos fue prácticamente lo único que hacía. La sola idea de que alguien pudiera pagarme por escribir parecía emocionante... pero no lo era, porque no había forma de sentirse "poderoso" escribiendo sobre riñones, cistitis o problemas de la próstata. Tres meses después, otros proyectos con otros clientes empezaron a caminar y mis dificultades económicas disminuyeron. Solo entonces me di cuenta de las otras ventajas que tenía esa tarea: era una buena excusa para que no se me atrofien los dedos, para obligarme a mantener cierta "disciplina redactora" y para recibir el feedback de algunos lectores. Pero quizá lo más interesante de todo es que se convirtió en una plataforma para aprender nuevas formas de comunicación.

El confesionario

Y es que el área de márketing de la empresa decidió encargarme otros servicios. Uno de ellos era escribir respuestas directas a los mensajes privados que la gente enviaba a la página de facebook de la clínica. Acepté la tarea porque no eran muchos mensajes al día (unos seis o siete como máximo) y porque podía administrarlos desde mi teléfono móvil sin interferir con el resto de mis actividades. Lo hice durante poco más de un año. Y aprendí muchas cosas...

La mayoría de esos mensajes no eran difíciles de contestar (porque indagaban sobre los horarios de los doctores, precios, la dirección de la clínica, asuntos comerciales, etcétera), pero una tercera parte de ellos resultaban... especiales. Provenían de personas que requerían información acerca de graves problemas urinarios y sexuales. Las personas que los enviaban creían que les respondería un medico. Yo contestaba que "la persona encargada de responder estos mensajes no pertenece al staff médico de la clínica" y que por tanto no podía darles la orientación que requerían, sino, simplemente, canalizar consultas y reclamos; que, si deseaban hablar con uno de los doctores, debían llamar al teléfono tal, o escribir a este correo electrónico o que nuestros horarios son tales o que por supuesto que atendemos ese tipo de problemas o que nuestros laboratorios son de primera o que debe asistir al examen en ayunas... Pero en muchos casos me ganaba la conciencia e intentaba tranquilizar a mi interlocutor. Algo de información había acumulado desde que escribía artículos sobre nuestras vísceras más bajas y, con mi nueva confianza, me sentía capaz de dar respuestas elementales e  "ilustrarlas" con un enlace de internet (un artículo del doctor Fulanito que habla de un caso como el suyo). Incluso, cuando era necesario, le decía al desdichado de turno que vaya de inmediato a un hospital de emergencias porque su caso (un dolor insoportable, sangre en la orina, el ennegrecimiento repentino de un testículo) requería atención médica de urgencia. 

Lo que más me conmovía de esta alucinante colección de casos, era la mezcla de sinceridad y pudor de los remitentes. En sus mensajes se notaba la preocupación que tenían pero, también el esfuerzo que hacían por describir sus respectivas dolencias usando palabras imprecisas y pudorosas, porque más doloroso era contar el problema que padecerlo. Había mujeres preocupadas por sus frecuentes escapes de orina, jóvenes aterrados con lo que eran síntomas claros de una infección de transmisión sexual (de la que mandaban fotos que nadie les había pedido), esposas que creían que "esas manchitas" eran la prueba irrefutable de la infidelidad del marido y adolescentes a los que les urgía conocer la "dosis recomendable" de masturbaciones diarias que podían perpetrar sin dañar al amiguito. También había mensajes que no sabía cómo afrontar ("¿me pueden comprar un riñón? está sano") que confirmaban que yo no sabía lo que era estar desesperado. Pero también abundaban los que pedían remedios instantáneos y mágicos, como si el facebook fuera un oráculo sabio, infalible y gratuito en el que un imaginario doctor digital (yo) puediera recetar una pastilla capaz de quitar dolores vaginales, incrementar las dimensiones del miembro o erradicar la eyaculación precoz. "No soy médico", insistía,  antes de responder lo que buenamente podía o pasarles el teléfono de la clínica. Pero al final, igual me decían "gracias Doctor, dios lo bendiga" y me quedaba con la duda de si Dios se siente igual de confundido cuando le agradecen por cosas que no ha hecho.

Omnipotente

Y eso me regresa al punto en donde empecé este texto. Cuando lo que escribes es ficción, eres, de hecho, un dios, porque puedes crear un mundo completo a tu capricho y construir todo tipo de personajes, para que rían, sufran o gocen como te de la gana, sin el riesgo de que se pongan a rezar por las noches para rogarte, para agradecerte o para renegar de tu crueldad. Eres un dios sin culpas, sin consciencia, que usa cada una de las historias, diálogos o peripecias que te has inventado, para mostrar tu poder sobre un pequeño universo, que es tuyo y de nadie más y por el que no debes darle explicaciones a nadie.

Pero cuando lo que tienes que escribir no es ficción, sino una respuesta a un mensaje que empieza con "doctor, ayúdeme", cuando sabes que las esperanzas de un anónimo se ponen en tus manos, cuando te hablan descarnadamente de lo que más les avergüenza con la seguridad de que tú —un improvisado community manager— te portarás como si fueras el mejor de los amigos, tu afición por escribir (tu poder) te pesa demasiado y lo único que quieres responder es "no es mi problema", que es lo que realmente dices cuando les dices "llame a este número".
 
Pero muchas veces sientes que no puedes dejar las cosas así. Algo te remuerde y te consume. Sabes que el que te está pidiendo ayuda no es el personaje de uno de tus cuentos sádicos sino un humano verdadero, que está asustado (como tú mismo, tantas veces) y que seguirá con sus angustias después de que te hayas olvidado de él. Y entonces, además de darle el número de la clínica, haces un esfuerzo, piensas, calculas tus palabras, escribes una respuesta, la borras, la vuelves a escribir, la afinas, intercalas por ahí la palabra "ánimo" o "estas cosas no son tan graves", o "le recomendaría que lea esto" y presionas "ENVIAR" y luego, en vez de volver a tus asuntos, te quedas mirando la pantalla esperando a que ese desconocido lea tus palabras... Y las lee, y aparecen unos puntos suspensivos que se mueven ("¡me está escribiendo algo!") y te mueres de la ansiedad por saber si no la has cagado, si no has metido la pata, si no era mejor quedarse callado y, cuando por fin aparece su respuesta ("gracias doctor" o "gracias amigo")  te preguntas, por enésima vez en tu vida, si no te has equivocado de vocación. Y te contestas de inmediato, que no, Pablito, no te has equivocado, porque escribiendo puedes ser community manager, doctor, dios y todo lo que te de la gana.




Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados



Di los primeros pasos con cuidado, para comprobar si me sentía tan cómodo como en la tienda. Crucé la berma, evité un charco, salté sobre un sardinel y me alivió ver que los lados de mis zapatillas no se habían manchado.... Cuando pasé en frente del edificio en construcción, con su vereda llena de montoncitos de arena y tierra compactada, hice un higiénico rodeo. También evité un mojón dejado por algún perro monstruoso, un hueco muy sucio y unas salpicaduras de tierra seca que habían quedado sobre el cemento luego del paso del camión cisterna que riega los parques. Ya en el paradero, estuve un poco inquieto mirando la gran cantidad de zapatos ajenos que, amenazantes, pisaban por aquí y por allá. Al subir al autobús puse mis pies en un sitio seguro: Debajo de otro asiento. Volví a mirarlos. Los bordes de las suelas seguían impecables.

Durante ese día en la oficina en donde soy consultor a medio tiempo, sentí la alfombra más esponjosa que de costumbre. Algunas cosas salieron bien, otras no tanto, pero nada resultó suficientemente grave para incomodarme. Flotaba. Como si mis rodillas hubieran sido reencauchadas y unas nubes anatómicas amortiguaran todos mis movimientos. A la hora del almuerzo fui hacia el chifa que hay a tres cuadras. La sopa, habitualmente sobrecondimentada, me supo bien y hasta sus falsos wantanes (rellenos, no de carne sino de más wantán) me parecieron soportables. Luego hice un poco de tiempo probando mis pisadas nuevas en otras veredas, en un piso empedrado con cantos rodados, en el cruce desnivelado de unas losetas... y en todos esos casos el agarre de mi cuerpo con el terreno era cómodo y preciso. Pensé que mis zapatillas negras me daban un poder secreto sobre los elementos y la calle. ¿Sería así todo el día?



Viernes en la tarde. He terminado mis trabajos pendientes. Mi cronograma de actividades está al día. Bien. Es la hora perfecta para empezar a no hacer nada. Para usar este día de la semana para lo que ha sido creado. Pero en vez de cerrar la laptop, como corresponde, abro un documento en blanco en un procesador de texto. Porque tengo ese síntoma que me asalta cada vez que hay muchas cosas orbitando mi cabeza: Ganas enfermas de escribir. Como si al traducirlas en texto, todas las cosas en las que he estado pensando (las que deseo o las que lamento) pudieran materializarse. Las buenas, para poseerlas. Las malas, para ser destruidas.

No sé cómo empezar. Ni qué tema tocar primero. Ni en qué "tono" hacerlo... no logro definir mis ideas, solo las sensaciones residuales de los últimos días que, en su mayoría, son positivas o no demasiado malas: Expectativa, sorpresa. un miedo manejable, un optimismo moderado... Supongo que no debería complicarme, que debería dejar que los dedos se muevan solos en el teclado para que salga lo que salga... Pero no. Ese no serìa yo. Asì que me voy a complicar...

Podría usar metáforas. Por ejemplo hablar de que en las últimas semanas he sentido más el "cambio de la marea", o que las "semillas que he ido sembrado" han empezado a rendir sus "frutos"... Pero hablar en ese tono sin sonar demasiado huachafo implica una objetividad que mi estado de ánimo de hoy, impaciente, no me permite. 

Podría ser más concreto y decir que en los últimos días terminé un proyecto con mucho menos esfuerzo del que creía (lo que es bueno), que un cliente inesperado e importante me contó que me encargaría un trabajo (lo que es mejor) o que alguien que me gusta aceptó almorzar conmigo (lo que es magnífico). Pero también podría ponerme aguafiestas y recordarme que puede que ese proyecto no esté realmente terminado, que el cliente aquél no me haga la orden de compra que espero o que ese almuerzo haya sido... solo un almuerzo. Porque cuando uno cree que las cosas son mejores de lo que realmente son, los baldazos de agua fría (¡uy, una metáfora!) se hacen más helados y probables.

Podría ponerme "denso" y hablar —en segunda persona para que no parezca denso— de que "tus" expectativas son irrelevantes porque las cosas ocurren con completa independencia de tus deseos. Total, las fuerzas que gobiernan el universo nunca piden permiso para elevarte o para pasarte por encima. Solo ejercen su poder. No les importas.

Podría ser severo conmigo y preguntarme qué diablos hago intentando escribir algo optimista cuando claramente no lo logro. O podría ponerme moralista y criticar este sarcasmo (como si se notara) pues en los últimos días me he enterado de que hay personas cercanas a mí que lo están pasando fatal... Y en vez de perder el tiempo escribiendo pavadas debería hacer algo útil y solidario. Podría finalmente, decir "qué diablos", no escribir nada y bajarme una película o llamar a los amigos con los que no me reúno hace tiempo para enrostrarles mi rara serenidad de estos días (antes de que se me pase), a ver si así me creen que no soy tan pesimista como piensan. 

Pero no me sale nada de eso... Escribo, borro, escribo, no me gusta nada de lo que va saliendo... Quizá sí deba dejar que los dedos se muevan solos sobre el teclado para que pongan aquí cualquier cosa. Porque hoy, me parece, lo importante no es lo que escribo sino el solo hecho de hacerlo. Y dejarme llevar, simplemente, por la clase de lugar que más me gusta: La página en blanco de un cuaderno, un documento nuevo en un procesador de texto, una hoja de papel vacía, la nueva entrada de un blog... Para sentirme bien. Porque los recipientes que contienen tus textos son como el hogar (cómodos), pero a prueba de balas. Dentro de ellos estás seguro, a salvo de todo. Incluso del universo matón.

Así que sí. Eso haré. Me quedaré un rato más dentro de esta burbuja tan agradable. Retozando, holgazaneando, estirándome, retocando este texto, cambiándole algunas palabras, buscando que suene mejor, con la esperanza embustera de que, corregido y todo, siga pareciendo un texto espontáneo y sincero. Y luego arreglaré alguna ilustración para ponerle. Y lo copiaré (casi) todo en mi blog. Y así seguiré gastando esta noche de viernes hasta que me aburra de sentirme bien. Y finalmente cerraré la laptop y regresaré envalentonado al universo real que, visto desde estas líneas, luce hoy menos terrible de lo habitual.



Regresar. Ya lo he hecho antes. En lo laboral, lo amoroso o lo académico, los retornos son parte de mi historia. Algunas veces regresé para reparar faltas o reconstruir lo que nunca debió derrumbarse. Otras, lo hice por aburrimiento, por joder y hasta para hacer el ridículo. He vivido muchos retornos. Tantos que creo que si mi vida fuera una carretera, no sería recta y ni siquiera sinuosa. Sería una especie de espiral. 

Hace unas semanas, mi espiral me llevó a cierto edificio de San Isidro en donde trabajé por varios años. Fui por invitación de mis antiguos empleadores. Querían que vuelva, aunque no en las mismas condiciones de antes. Me hicieron una oferta. Y llegamos a un acuerdo que me permitirá colaborar con ellos pero manteniendo el control sobre mi tiempo. Aunque no sé cuanto durará este encargo —y tampoco si podré llevarlo a cabo—, no parece un mal negocio porque podré seguir trabajando en mis otros proyectos sin conflictos de interés. Pero desde que les dí el "Sí" siento una especie de picazón culpable. No es que tenga algún problema con los habitantes de esa oficina o con sus espacios, sino que yo, a pesar de mis retornos, siempre he creído que las etapas existen para ser superadas y no repetidas. Y porque irme de ahí, hace algunos años, fue un paso muy importante para mí, como conté en la primera entrada de este blog. Entonces ¿Me estoy equivocando? O, peor aún, ¿traicionando? 

Aunque la física nunca ha sido mi fuerte, sé que seguir una trayectoria en espiral puede ser una estrategia para avanzar. Correr en círculos te permite salir de un hoyo o de una trampa, utilizando la fuerza centrífuga. Es lo mismo que hacen, por ejemplo, las sondas espaciales que pretenden llegar a otros planetas: Rodean la Tierra varias veces para tomar "impulso" antes de ser lanzadas, a una velocidad mucho mayor que la inicial, hacia "afuera". Viéndolo así, regresar, puede ser una manera gloriosa de volver a irse. 

El problema es que no todas las espirales son virtuosas. Hay unas altísimas y oscuras que atrapan a las personas que viven en las planicies ventosas y las arrojan por los aires (pero no para que salgan de la Tierra sino para regresarlas a ella, hechas pedazos). Hay otras, más discretas, que sorprenden a los marineros distraídos y los succionan hasta el fondo de los mares. Y también están esas espirales monstruosas, las más grandes del universo, que arrastran a las estrellas que las componen hacia su centro, donde son desintegradas por el más voraz de los abismos.

Y mi espiral ¿a qué clase pertenece? ¿a dónde me llevará? No lo sé. Nunca lo supe. A veces creo que voy directo al agujero negro en el que se refugian los vencidos, en donde solo se habla de batallas perdidas y resignación. Pero a veces —hoy, por ejemplo— creo que me puede llevar hacia otros soles, donde las reglas de la física son tan maravillosas que las únicas carreteras que existen son rectas, derechitas, sin curvas. Donde es imposible dar la vuelta. Donde nadie puede traicionarse. Ni regresar.


Pablo Ignacio Chacón 



Mientras medio Perú se ahoga en barro, los problemas de los que vivimos lejos de los ríos parecen ridículos. Pero así y todo joden. No hemos almacenado agua a tiempo y se nos ha ocurrido visitar el supermercado tarde, luego de que fuera arrasado por esos histéricos que piensan que ya empezó el apocalipsis zombi. A pesar de esos errores creo que puedo permitirme dar algunas sugerencias a los que comparten mi pequeña desgracia.

- ¿Necesitas lavarte las manos? En vez de usar un vaso completo de agua usa un cubito de hielo, frotándolo hasta que se disuelva. Gastarás 5 veces menos líquido.

- ¿Necesitas reducir tus visitas al baño? Aliméntate con hartas harinas. No será lo más saludable (aunque un par de días a golpe de pan no te van a engordar) pero eso hará más lento tu tránsito intestinal (además de que no ensuciarás platos ni cubiertos que tengan que lavarse).

- ¿Tu inodoro se ha convertido en un infierno químico y no quieres desperdiciar agua limpia en dejarlo "habitable"? En la bodega de la esquina ya no hay botellas de agua... pero sí hay un montón de botellas de dos litros de gaseosas light (que igual nadie nunca compra). Úsalas en tu baño. Como no tienen azúcar no traerán moscas. Y le darán un poco de color a tus "desahogos" :)

Ya. Ahora que estás limpio, comido y aliviado, deja de quejarte y anda a ayudar a los que verdaderamente tienen problemas. 

(publicado en facebook el 18/03/2017)


Mi amigo Nelson se va. Deja Lima para vivir con aquél de quien se ha enamorado y con quien incluso firmará un documento que a la larga le permitirá ser ciudadano de otro país y ejercer su profesión allá, junto a su compañero norteamericano. La ocasión ha merecido despedidas y discretas celebraciones. Pero también generó una actividad que se desarrolló durante varios días y que, al menos para mí, fue completamente novedosa: Una liquidación completa de sus objetos personales. Porque cuando uno se va de verdad, el equipaje es un estorbo.

Claro que deberá llevarse algo de ropa y una que otra cosa que no ocupe espacio. Pero dejará todo lo demás. Por eso, hace algunos días, envió a mi celular y al de algunos de sus parientes y amigos, unas fotos con todo lo que hay en su departamento, como si estuviera organizando una mega venta de garaje. En el mensaje que vino con las fotos me pedía que escoja lo que yo quiera: Que me lo regalaba. Así, sin más. Le respondí que no, que cómo se le ocurría, que tratara de venderlo, que no sea tonto. Pero al final nos pusimos de acuerdo en que lo visitaría para ver si le robaba "algo pequeño".


En medio de la mesa había dos cebiches, un pote de cancha y una Inca Kola de a litro. A los lados, dos tipos que habían trabajado juntos cuatro años atrás y que se encontraban por primera vez desde entonces. La excusa: Rajar de los "viejos tiempos" cuando en medio de los asuntos menos estimulantes del día a día laboral, se reunían brevemente para despejar la mente, improvisando discusiones sobre los temas más variados, haciendo juegos de palabras y gastándose bromas sumamente nerd que nadie más se arriesgaba a celebrar.  


No creas que no me he dado cuenta. No soy tan tonto. Hay mucho que podría aprender de ti y hay otras cosas que yo podría compartir contigo... algo que, por la forma en que me miras y me escuchas, sé que estás esperando. Tenemos varios temas de conversación, ideas parecidas y hasta has sido capaz de completar una frase que no había terminado de decir. Está claro que en la foto se nos vería muy bien juntos y que tendrías garantizada —por tu integridad y tu simpatía— la eventual bendición de mis amigos (y hasta de mis demonios).  Pero yo, únicamente, estoy aquí, en este café. Tú, además de aquí, estás en otros lugares y realidades que te imaginas conmigo para más tarde, para mañana, para después.

No es, como te han dicho, que me falte valor para cruzar la línea. Tampoco es que esté esperando una jugada tuya. No es pereza, no es torpeza, no es indecisión ni estupidez. Sí, puede que tú seas todo lo que necesito, la pieza que me falta para estar completo y para, de una vez, colgar los guantes y entregarme a una paz compartida. Todo eso está muy bien. Pero si no se me antoja morderte, ni lamerte ni restregar mi carne contra la tuya, no ocurrirá.

Perdóname. Solo soy un animal.


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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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