La academia


El candelabro ese que cuelga debe pesar mucho y por eso evito sentarme cerca de él. El piso cruje, por lo que mejor no moverse para no molestar. Un retrato hechizo del amauta preside la sala. Su cátedra, la que usó para dictar sus clases legendarias, sirve de ambón para los organizadores del congreso, que desde ahí anuncian, cada hora, a qué ponentes les tocará hablar. Fácil la mesa larga en el estrado también tiene su alcurnia. Sentados ante ella, hay tres narradores que, aunque juntos, están solos, porque no dialogan entre sí y cada quien habla de lo suyo. Más allá del espacio físico que ocupan, hay un vínculo temático: las temáticas fantásticas de sus obras. Yo, al fondo de la sala, detrás de los pocos espectadores y del trípode con la cámara que retransmite la sesión por internet, intento guardar las formas, no desentonar, a pesar de mi vestuario. Si hubiera sospechado las formalidades de este sitio, no habría venido en polo y zapatillas. Es que, aunque aquí es fresquito y parece mayo, afuera es marzo, hay Niño Costero y una ciudad que arde por el verano y por la represión gubernamental. Esto es una pausa. Un escape.


El narrador Francois Villanueva habla de cómo perciben el mundo quienes padecen enfermedades mentales. Alude al mito de Prometeo y a los terceros ojos del Indostán. Un espectador le pregunta no sé qué de la ayahuasca. Villanueva agradece la pregunta y dice que no ha probado la ayahuasca porque los mejunjes de un chamán no son compatibles con las pastillas que debe tomar. Es un buen resumen de lo que pasa aquí: escritores que quieren hablar de su trabajo ante un público que no los ha leído y que, por tanto, solo preguntará cosas sin relación con esos libros. Cómico, cruel o lo normal. No lo sé. Es la primera vez que asisto a un congreso literario.

Vine agradecido, claro, porque no solo soy espectador sino que seré (ejem) ponente, gracias a una invitación de Elton Honores. Ya había seguido algunas ponencias de las ediciones anteriores de este foro por internet, pero no pensé que me convocarían alguna vez para decir algo. En la pantalla de mi laptop esto se veía más glamuroso, acaso porque nunca hacían tomas del público y no se notaba mucho el eco de los salones casi vacíos. Me han pedido que hable de mi último librito, pero lo que me interesa es la idea de hacer contactos, conocer colegas y ver si puedo enterarme cómo es esto del mundito, si acaso existe. Pero mis pulsiones gremiales y mis competencias pateras están achunchadas. Será la hora (son las tres, almorcé bien, hace sueñito), el calor, el bajón feroz de estos días. ¿O es que el palacete de quincha y de madera, con su facha de casa embrujada me cohibe? O es que todos somos antisociales. y aburridos. Felizmente, reconozco a alguien: Renán Barrio, que hace poco publicó un buen volumen de microrrelatos (Cortedades, se llama, búsquenlo, vale la pena). Compartiremos mesa en una hora. 

La siguiente ponencia confirma mis prejuicios sobre este tipo de encuentros. Está Luis Freire, quizá -junto con Iwasaki y Yerovi- el más capacitado para el humor escrito en nuestro medio. Luce perdido. Pregunta varias veces si ya le toca hablar y, cuando por fin le dicen que sí, y sube al estrado y toma asiento junto a Eduardo Borrero (que parece aún más desubicado) y le extiende la mano para decirle mucho gusto, recibe tímidas (o molestas) réplica gestuales del colega. Colegas. Pasu, madre. ¿yo también soy colega? Eso también es nuevo. Soy turista en la academia.

El moderador, desde la cátedra de Porras, les explica las reglas del juego: cada quien debe comentar sus respectivos últimos libros. Ni intercambio de puntos de vista ni impresiones sobre la escritura ajena: tú a lo tuyo y tú también, dos monólogos acompañados. Comienza Freire. Habla de su más reciente novelita, que va de un viaje turístico por el sistema solar a bordo de una nave que parte del puerto espacial de Lurín (cuyas instalaciones son gestionadas por el al imperio Chino que controla el Perú). El autor se deschava y goza contando media trama. Luego le toca el turno a su vecino. Me falta contexto y no sé si logro comprender la sinopsis del libro de Borrero, pero me interesa su visión de la tecnología, de la magia de los traductores automáticos de google, las telecomunicaciones actuales. El mundo de hoy, explica o admite o se queja, es el de la ciencia ficción de su juventud. Ha llegado tarde al futuro, sugiere y parece que le duele constatarlo. Entonces saca un papel y se pone a leer: es un texto que recomienda, pondera y elogia su propia escritura, en tercera persona. Si él fuera jovencísimo, semejante autobombo indignaría al auditorio. Pero algo en la forma en que se elogia me conmueve y me asusta. Pienso que estamos viendo una historia de realismo especulativo, un anticipo del futuro real o una escena de película retrofuturista que se hará en cincuenta años. Me veo dentro de un par de décadas —aunque dudo que me sobreviva—  igual de fuera-de-este-mundo que el ponente, hablando de las cosas que yo escribo y confesando que he descubierto, también tarde, que nací pasado de moda. Y que, si tú mismo no te haces autobombo, nadie hablará de ti o de tu escritura. Porque eso es esto. Cada ponencia es un informercial culposo, un "sé que ninguno de ustedes va a leerme pero, por si acaso, tengo un libro". Lo de que los textos deben defenderse solos es una ingenuidad. Más fácil es un Te-lo-resumo-así-nomás o no leer, qué flojera, me espero a que salga la película y, si no sale, mejor, porque quiere decir que era muy malo y no están los tiempos para perder el tiempo. Y no lo leerás, aunque lo tengas en tu estante solo porque el autor es tu pata y se lo compraste por deferencia o por piedad (pobrecito, se dedica a la escritura). Se me ocurre una historia: un autor que presente su libro por todo lo alto y venda ejemplares en la presentación (única oportunidad genuina para que lo lean). Treinta años después, uno de los hijos de los compradores lo encuentra en la biblioteca de la casa y se arriesga a leerlo. Descubre que son palabras sin sentido puestas al azar porque, ¿para qué el autor se molestaría en escribir algo memorable si nadie lo iba a leer? El que lee no lo sabe pero es el primer lector de la obra. ¿Habrá oficio más inútil y, por eso mismo, fantástico que el de la escritura? 

Pasan los minutos, se hacen preguntas tímidas sin interés ni relación directa con lo que se ha dicho y acaba la ponencia. Es mi turno. Subo al estrado, con Renán. Lo que sigue es de manual: los organizadores leen nuestras bios (mini infomerciales, también) y, tras un poco de vacilación, me piden que exponga yo primero. Me presto a la comedia, me convierto en un panel publicitario. Intento resumir las tramas de mis cuentos con autobombo inelegante, pero no demasiado porque aún tengo algo de vergüenza. Renán, más trejo y astuto, propone un concurso de escritura desde la mesa. De ahí vienen preguntas, inocuas, generalistas. Y ya está. Toca volver a la tierra de donde nunca salí. Participar en una evento académico era esto: contar qué haces, ver bostezos, responder preguntas, oír el "next".

Ya podría irme. Pero por temor al calorazo que hace afuera (aquí ha empezado una brisita agradable) y por no ser tan desconsiderado, me quedo a ver la última ponencia. Me tranquiliza el tema: es sobre Clemente Palma. Pero no se habla de sus grandes cuentos sino de su obra académica, que yo desconocía y que ha sido seleccionada y editada por la gente de Nostoi. Aquí lo fantástico ya no son los escritos sino el entusiasmo friki de los editores que dilapidan su dinero con una maravillosa reedición que nadie pidió pero que era necesaria. Acaban. Aplausos sinceros. Me acerco y hago dos preguntas sobre el autor y el proceso de edición. Preguntas que creí inteligentes, pero que, a juzgar por las brevísimas respuestas, no debían serlo. Le hice justicia a mi condición de público. Como ya no tengo más balas culturosas y se me acabó también la patería, me retiro, convencido de que me será difícil hace amigos en la academia, por más que hablen de distopías, naves espaciales, personajes imposibles, hechicerías y todas esas cosas que me gustan tanto.


No estoy seguro cómo, ya afuera, empiezo a ser arrastrado por una riada de transeúntes que, saliendo de sus trabajos, se estancan en los cruces en rojo y en las filas de los paraderos de la avenida Arequipa. Tengo que abrirme paso, casi a codazos, rumbo a mi propio paradero en Angamos, pues no puedo cortar camino por ninguna pista, todas atestadas de choferes alunados que parecen urgidos de atropellar y matar para cumplir alguna cuota imprescindible. Oblicuo el sol, rojo el cielo, helado el viento, como si no estuviéramos en febrero sino en un tiempo extrarrestre. En este cotidiano (pero que ahora me parece inédito) caos, no reconozco humanos -como los pacíficos ponentes y espectadores del congreso-, sino solo autómatas despiadados que un relojero irremisible ha brutalizado y sometido. En la burbuja plácida del congreso de literatura fantástica, bajo el pesado candelabro y entre la quincha embrujada, había olvidado que lo fantástico es la realidad.


Pablo Ignacio Chacón

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