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Pedestales y mordiscos

 
Me gustan los días nublados. Pero no este.

Ando pensando en los comentarios pesimistas que un escritor (llamémosle A) me escupió hace unos días. ¿Será eso? ¿O es solo que el nublado de hoy es inusual, menos gris que amarillento? Tampoco los libreros que hay aquí están de humor. Lamentan la magra concurrencia ("está bajo"), la distribución caótica de los puestos ("un pulpo, esta huevada"), la ausencia de baños portátiles ("para achicar tenemos que ir hasta el mercado"), los problemas que han tenido con el fluido eléctrico ("nos cortaron la luz el otro día") y la precaria defensa contra el viento instalada en el pequeño anfiteatro del parque, habilitado para las lecturas, las presentaciones, los conversatorios. Rebusco descuentos entre los puestos, sin entusiasmo, fijándome menos en los libros que en lo que ocurre alrededor: un sereno busca a la mamá del niño asustado que ha encontrado deambulando en las veredas. Dos chicas se quejan por la caca de perro en los jardines resecos que rodean los stands. Y yo mismo aporto mi granito de grisura a la jornada, cuando descubro una mancha inexplicable y enorme en la casaca que me abriga. La oscuridad prematura (el sol murió hace meses y hay más nubes de lo normal) disimula algo ese lunar, pero aún así me siento sucio. Gris.

Se me pasa un poco cuando encuentro un sorprendente stand sin libros. En su base hay un parlante que bota un mix de ecos y gruñidos. El recinto está rodeado de cintas amarillas con calaveras y advertencias ("No pasar", "Peligro"). Una circulina anaranjada, como las de las ambulancias, ilumina la decoración ramplona (dos gigantografías con rostros cadavéricos). Un par de actores —mejillas carcomidas, ojos vaciados, coágulos negruzcos—, vestidos con andrajos y con manchas de tinta roja en los dedos, amenazan con arañar y con morder a quienes se toman selfis en frente de ellos. Cada dos minutos, una máquina de humo, que sesea y vomita niebla artificial, trata de hacer más lúgubre la escena, como si ya no fuera suficientemente tenebroso que los cosplayers, y no los libros, sean lo único que brilla en la Feria de Magdalena. Me pregunto si un zombi (uno que en verdad coma cerebros frescos) perdería su tiempo aquí o preferiría, más bien, cruzar la pista para atacar a los que caminan por las inmediaciones del mercado. Aquí está todo muerto.

Voy hacia el pequeño stand que mi editor (llamémosle E) ha alquilado para ofertar su catálogo. Mi pesimismo contrasta con el del vendedor (llamemosle V). Por lo que deduzco de la charla que sostienen, parece que no ha sido una mala tarde para la editorial. Tengo una duda (sigo pensando en mi conversación con A) y, aunque es poco elegante preguntar, lo hago.

— Y... ¿han vendido algún ejemplar de mi libro?

Miro la carátula amarillenta, como las nubes. Todavía me parece ajeno, medio absurdo. Es tan raro ver tu nombre en portada. Ojalá no me acostumbre nunca.

— Justo ahorita vendí uno—saca pecho V, mientras señala a un muchacho (¿de dieciséis?) que está dejando el puesto junto con sus padres y la que parece su hermanita.

Mi editor intercepta a los compradores para decirles aquí está el autor, señalándome, descolocándome, ¿no quieren que les firme su ejemplar? El chiquillo se vuelve hacia mí, frunce el ceño, le echa una mirada al librito amarillo que carga y compara la opaca foto de la solapa con mi cara verdadera. Más allá de que la imagen no es muy buena (tuve que tomármela yo mismo a dos días de entrar a imprenta), entiendo que hoy soy irreconocible con mi casaca (sucia) cerrada hasta el cuello y, sobre todo, por el barbijo que, por frío, por inercia, no me saqué cuando bajé del bus. Solo cuando destapo mi cara, el muchacho acepta algo que hasta a mí me cuesta aceptar: que yo soy yo. El editor me entrega un lapicero. Le pregunto el nombre al chico, garabateo mi dedicatoria en la primera página y le devuelvo el libro con una frase hecha. Sus padres me piden que me tome una foto con él. Claro que sí, digo, aunque no quiero, ¿aquí está bien? Cliquean, sale mal (eso dicen), piden otra, vuelvo a sonreír de lado. La mamá le grita al hijo, "enseña el libro, oye", vuelvo a posar, toman otra. Pienso en payasos, en el papanoel del Real Plaza y quiero ponerme la mascarilla, disfrazarme, para estar menos presente. Espero, por lo menos, que todas las fotos salgan movidas o que la resolución sea tan mala que la mancha de mi casaca no se note. Solo cuando me agradecen efusivamente, con algo parecido al respeto ("es un escritor") me la creo. Un poco. Como si de pronto hubiera salido algo de sol. ¿Se siente bien? Se siente raro. Les quiero preguntar por qué han comprado mi libro (¿alguien se los recomendó? ¿quién? ¿dónde?), pero me siento tan cómodo en ese imprevisto pedestal, que no me da la gana de pisar tierra tan pronto.

Al que sí le pregunto es al vendedor.

— No, nadie ha preguntado por tu libro —me baja en una—, pero, igual, se los vendí —se sobra, esperando que le pida más información sobre sus superpoderes comerciales.
—¿Como así?
— A los que miran la carátula de tu libro les digo que es una novela de universos paralelos, en donde se repiten los mismos acontecimientos, pero con otros personajes.

Me rio. No sé si de estupor, indignación o maravilla. Mi editor, que nos ha oído, lo regaña, riendo.

—¡Y dale con cambiar los argumentos!

Me deja claro que V es reincidente, que, aunque sí tiene idea de lo que trata cada libro, confunde las tramas o se las inventa. Me señala un ejemplar de la sección infantil de su catálogo, que trata sobre un conejo dorado y dos niños que quieren hacerle un regalo a un ermitaño. V lo vendió como un libro de autoayuda para ancianos. El aludido, orgulloso de esa travesura, se defiende, riendo.

—¿Pero se vendió o no se vendió?
—Ese no es el punto —responde E, ahora sí más serio.
—Está bien, no volverá a pasar. Pero lo importante es que se venda, ¿no?

Lo importante es que se venda

 

Para el editor, sin duda. Debe recuperar sus inversiones. Este es un negocio. Pero a mí  no me interesa que se venda. Solo quiero que se lea.

—Pero no te van a leer, Pablo. Ni te van a reseñar. Ni te van a recomendar —me dijo A, que algo sabe de estos temas, hace unos días—. Tú no eres del club.

El club. Todos saben que existe, menos sus miembros ("¿argollas? no hay argollas, es un mito"). Los socios del club creen que su experiencia es representativa, que lo normal es que publiques algo y que, a la semana, ya tengas cuatro reseñas en los diarios ("porque a mí me pasó, yo no tuve que llamar a nadie, solo me reseñaron"). Que, si la prensa no habla de tu libro, debe ser, simplemente, porque tu libro es malo, intrascendente. Yo le conté a A de cómo me moví las primeras semanas, de que había repartido mi libro entre la mayoría de reseñistas y comentaristas literarios de la capital y que, ni así, había conseguido una mención. Ni una diatriba, ni un insulto. A repitió su argumento, satisfecho de que le haya dado la razón.

—Es que no te van a leer. Tendrías que ganar un premio. O buscarte un buen padrino. Alguien que te meta ahí, que obligue a esos perros a leerte. O tienes que hacerte su pata, irte a emborrachar con ellos...

Sé que habla por la herida (publicó hace tiempo y casi nadie le hizo caso), pero su testimonio coincide tanto con el de otros que he escuchado últimamente que, no sé, se non è vero, è ben trovato. Pienso que siempre será más fácil echarle la culpa a los demás. Pero, ¿y si fuera cierto? Quizá, en un par de años, ya escarmentado, yo mismo cuente mi propia versión (muy parecida) de la historia de A a otro autor novato. Pero A cree que, más allá de si mi libro es malo o bueno ("eso, al principio, no interesa") yo debería darme con una piedra en el pecho, porque, al menos, tengo más probabilidades de "entrar" en el club que las que tienen la mayoría de autores de este país. No por mis hipotéticos méritos literarios, sino porque...

—...eres limeño, carapálida y varón. ¿Qué más quieres?

Tiene razón. Más allá del género y del pellejo desteñido, vivo en Lima que, con todas sus grisuras y miserias, es el centro de la provincia literaria peruana. La también pequeña feria de Magdalena, rascuache y todo, es uno de los varios eventos literarios distritales que hay cada dos meses por aquí. Eso no ocurre en casi ninguna otra ciudad del país. En Lima, al menos, las editoriales independientes, como la que me publicó, pueden sortear la indiferencia de la prensa y de las grandes cadenas de librerías, vendiendo, aún sin electricidad y con poca concurrencia, en las plazas y los parques, haciendo caja para publicar algo nuevo el siguiente año y seguir vigentes. Yo, ya repuesto del spoiler falso que V hizo de mi libro, intento algo nuevo.

 

El misterioso arte de vender libros

—Mi libro no es una novela. A lo mejor podrías leer algunas páginas.
—Leí la contracarátula y con eso me hice una idea,
—Pero el comentario de la contracarátula es solo eso: un comentario, no un resumen.
—Pero se vendió, ¿no?
—Sí, está bien. Pero, si puedes, dale una miradita a las primeras páginas, siquiera. Por si te preguntan de qué trata.
—Ya, pero  —baja la voz, suspira, hay algo amargo ahí (¿qué sabrá este de estas cosas?, pensará, si no vive de eso)— no me da tiempo. Tengo que vender.

Mira de reojo al editor, que ya no nos oye, pues anda por ahí haciendo cuentas. Cuentas. Cuentas de las que depende que su editorial pueda pagar un puesto en futuras ferias distritales. Cuentas que servirán, también, para pagarle a trabajadores sin contrato como V, que si hace esto es porque no hay de otra.

—¡Literatura peruana, libros nuevos. Cuentos, novelas, ensayos...! Tenemos ofertas...

...les grita a dos chicos que pasan cerca y que se acercan al stand. No sé si es para panudearse frente a E o para ponerme en mi sitio, pero se nota que V le mete ganas a su chamba. Luego, sin que yo se lo pida, probado su punto, retoma nuestra conversación, condescendiente.

 —Bueno, ya: ¿de qué trata tu novela?
—Que no es una novela...
—Tus cuentos...
—Van de personajes obsesivos que...

Me interrumpe de nuevo. Es que ha pasado una chica —guapa, sinuosa, de su vuelo— muy cerca.

 —¡Literatura peruana, señorita!

Ella sonríe, pero no se acerca. Se me ha acabado la paciencia. Demasiado gris, la tarde.

—Uno de los cuentos es cortito, cuatro páginas. Si al final se te antoja leer algo, que sea ese.

Dice que lo hará, pero lo dice solo por salir del paso. Siento que soy una especie de sicario, que le estoy apuntando a la sien con un revólver ("léeme, perro"). Vuelvo a pensar en la amargura contagiosa de A, hace unos días, en si no estaré empezando a transformarme en él. Estaba un poco zombi ese día. Quiza me mordió, sin que me diera cuenta, y me pasó su desengaño como autor. Recuerdo la historia que inventé para meterle humor a esa conversa deprimente.

—Entonces tengo que secuestrar a los periodistas literarios. Amarrarlos y encerrarlos en un sótano y obligarlos a que lean mi libro. Luego les doy una laptop para que escriban una reseña. No importa si me hacen mierda. La cosa es que me lean y escriban algo.
—Mismo Misery con Paul Sheldon.
—Eso. Si no me reseñan, les rompo las piernas.

Pienso en la mancha en mi casaca. Quizá es la cicatriz. Aunque no ha crecido, se me ocurre que es una infección que se expande y me envilece. Así termina de esfumarse el precario pedestal que me sostuvo hace un ratito con la escena de la foto. Mi minuto de gloria provinciana. Todo lo que viene, pienso, poseído ya por A, será de bajada. Piso tierra: con las justas mis amigos me han leído. Estoy en una editorial pequeña que no puede invertir en relaciones públicas ni en medios. Y, si A tiene razón, ninguna tribuna literaria me va a denostar (y mucho menos recomendar), porque no soy del club. Así que, ¿qué me queda? El camino lento. El de buscar recomendaciones boca a boca. Sin glamour, pero sin culpas. Y para que me lean hay que vender libros. Pero sin spoilers mentirosos.

Miro de nuevo el puesto que hay frente a los zombis. Es de una distibuidora que vende comics, mangas y volúmenes de historias apocalípticas. Se alimentan mutuamente. Marketing. Entonces, la niebla desaparece. Todo se hace claro, obvio, fácil. ¡Qué tonto soy! Y le digo a V lo que tengo que decirle. Que es lo que él quiere oír. Que es —oh sorpresa y felizmente— la verdad.

—Ya, mira. Uno de los cuentos ocurre en un mundo posapocalíptico, en donde unos refugiados huyen de una ciudad arrasada por unos perseguidores. ¿que qué son los perseguidores? Nunca se sabe, pero de esos personajes viene el nombre del libro. Otro de los cuentos va de un hombre que quiere escapar de una carcel infinita y sin paredes. Otro cuento ocurre en el futuro y va de un médico que trata de curar a una paciente con una enfermedad imposible. Otro va de un dios que tiene una crisis existencial. Otro va de una arqueóloga que se encapricha con unas ruinas a las que nadie quiere acercarse por una especie de maldición. Otro va de un tipo que encuentra un cuaderno en el que está escrita toda su vida. Otro va de...

Y así le cuento, rápido, en versión customizada y deformada, todos los cuentos, pero mencionando solo sus aspectos taquilleros, los vendibles, los vulgares, comerciales, ocultando todo lo demás.  No solo eso: me comprometo a enviarle, al día siguiente, un mensaje por wasap con un resumen (hiperbólico pero veraz) de cada trama, en solo tres líneas, con todos los espoilers necesarios. Material de venta. Un catálogo comercial. Algo que nos pueda servir a ambos. A mí, para ganar, quizá, dos o más lectores que no se sientan estafados por un trailer mentiroso. A él, para vender más y, ojalá, cobrar mejores comisiones.

Cuando termino con ese pitch improvisado, él asiente, con los ojos más abiertos. 

— Creo que sí te voy a leer.

No percibo nada comercial en su nueva entonación. Hasta parece sincero. A lo mejor, quién sabe, el que acaba de vender algo soy yo.

 

*

 

Antes de irme, me detengo un ratito ante los muertos vivientes. Una niña finge susto mientras posa ante las cuatro garras que simulan capturarla. No sé si los dos actores hacen esto por vocación o a cambio de algo (a cambio de cuánto), ni si se divierten como los que les sacan fotos. Lo que sí sé es que hay tanto ruido —por los gruñidos, por las risas nerviosas de los chiquillos, por el seseo de la máquina de niebla— que no me escuchan cuando les agradezco por infectarme.



17/10/22

Pablo Ignacio Chacón

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