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El rey de Babilonia y su mundo de cartón



Pocos personajes de la historia del arte me provocan tanta simpatía como Giuseppe Verdi (1813-1901). No sólo porque me encanta la música de su último período (desde Simon Boccangra hasta Falstaff), sino porque encarna el arquetipo del artista que sabe ser popular y genial al mismo tiempo. Nunca se conformó ni se mareó con el éxito y su carrera fue la de alguien que estaba constantemente tratando de superarse a sí mismo, arriesgándose a decepcionar a su público al presentarle, una y otra vez, nuevos caminos para una forma de arte, la ópera, que él transformó. Si escuchas sus primeras obras y las comparas con las últimas es casi imposible adivinar que pertenecen al mismo compositor. Pero además era un tipo agradable, políticamente comprometido, modesto (a pesar de que se hizo rico pues, como él mismo decía, "soy sólo un campesino"), muy crítico con las injusticias sociales de su tiempo. Vivía con sus propias reglas al margen de imposturas (su prolongada convivencia con la que más tarde sería su segunda esposa fue todo un escándalo). Fiel a su arte, implacable con sus libretistas y todo un tirano con sus cantantes (a los que sometía a incansables ensayos ofendiendo la vanidad de divas y divos), siempre supo exactamente lo que quería que pasara en el escenario y cómo debía de pasar. Lo que él llamaba "la palabra escénica". Incluso cuando se hizo viejo y fue furiosamente atacado por ser un "compositor anticuado" por parte de los jóvenes músicos, supo responder creando obras muy superiores a las de sus supuestos sucesores, al punto que sus últimas cuatro obras representan la cima de la ópera italiana de todos los tiempos.


El Coro Nacional y el bajo venezolano Ernesto Morillo durante una escena del ensayo general de Nabucco (Imagen: Ministerio de Cultura)
El origen de Nabucco

Pero Verdi también conoció el fracaso y el dolor. El peor momento de su carrera fue al principio de la misma. Entre 1839 y 1840, mientras vivía en Milán, sus dos hijos y su esposa Margarita, murieron. Y poco después su segunda ópera (una comedia mediocre llamada "Un día de reinado") fue ruidosamente criticada. Tan deprimido estaba que llegó a declarar que no volvería a componer una nota nunca más. Pero, en uno de esos acontecimientos de la historia que parecen sacados de una novela y no de la realidad, el director de La Scala (que ya por entonces era el principal teatro de ópera de Italia) llamado Bartolomeo Merelli se encontró con él y le habló de cierto libreto de ópera, escrito por Temistocle Solera, que había sido rechazado por otros compositores. Merelli le pidió que le diera una leída. Verdi, sólo por cumplir, se llevó los papeles de mala gana.
GIuseppe Verdi en una fotografía tomada por André-Alphonse-Eugène Disderi a mediados del siglo XIX

El mismo Verdi contaría después que cuando arrojó el libreto sobre su mesa de trabajo éste cayó abierto en una página en donde se podían leer unos versos que lo atraparon -y que gracias a él, se harían después tan famosos- y que decían Va pensiero, sull'ali dorate ("Vuela pensamiento, sobre doradas alas"). Intrigado, leyó y se enteró de que el fragmento en sí era el lamento de los esclavos hebreos (cautivos en Babilonia) que, cargados de cadenas, se entregaban a la única libertad que podían permitirse: Soñar, evocando su lejana tierra natal. Verdi, fascinado, leyó toda la obra.

Al día siguiente fue a devolverle el libreto al Sr. Merelli y le dijo que era muy bonito. Merelli, que lo tenía todo calculado, le dijo que si le había gustado tanto entonces debería ponerle música. A Verdi no le hizo gracia la broma. "De ninguna manera", respondió, porque ya no estaba para componer óperas. El empresario, sin escucharlo, le metió el libreto al bolsillo, lo empujó fuera de su oficina y le cerró la puerta en la cara. Desconcertado, el músico no tuvo más remedio que llevárselo. Y así, como quien no quiere la cosa, poco a poco, "primero una nota, luego una frase" compuso su tercera ópera.

El Teatro de La Scala de Milan en un grabado del siglo XIX.

Habría que hacerle un monumento a Merelli porque ese fue el gran punto de inflexión de la vida del compositor. Cuando terminó de escribir la ópera, a la que llamó Nabucco (pues tal era el nombre del protagonista, el rey de Babilonia) ya era otra persona. Envalentonado por su firme convicción de que había hecho un buen trabajo, puso condiciones para el estreno. Exigió las mejores fechas para la próxima temporada de La Scala y amenazó al mismo Merelli con abandonar el proyecto si no le proveía de los mejores cantantes disponibles en el mercado, incluyendo a un famoso barítono que estaba de moda y a una prominente soprano. El empresario pensó que su protegido se estaba pasando de la raya pero, sospechando que estaba por ocurrir algo importante, cedió. Pronto las noticias sobre la originalidad y belleza de la música que se podía oír durante los ensayos, corrieron rápidamente por toda Milán, generando un prematuro clima de entusiasmo entre los futuros espectadores. El día del estreno un violinista de la orquesta le dijo a Verdi: "Maestro, me gustaría estar en su lugar". Fue una premonición. El rotundo final del primer acto fue ruidosamente aplaudido. Y el desde entonces famosísimo coro de los esclavos del tercer acto  (el mismo que contenía los versos que sedujeron a Verdi) llevó al público al paroxismo. Mas allá del indudable mérito musical de ese fragmento había razones políticas para esa reacción. En efecto, el Imperio Austrohúngaro ocupaba por entonces la ciudad de Milán y lo que se oyó en el escenario fue interpretado por todos como un canto por la independencia. Especialmente por estos versos:
 
Oh mia patria sì bella e perduta! (Oh patria mía, tan bella y perdida)
Oh membranza sì cara e fatal! (Oh recuerdo, tan querido y fatal)
Eso alimentó la rápida popularidad de la obra en toda Italia (que desde entonces tiene al Va pensiero como un himno nacional paralelo) y alimentó la estrella ascendente de su autor que desde entonces se vio abrumado de encargos y nuevos contratos.

Desde el punto de vista estrictamente teatral Nabucco es un poco sosa. Hay pocas acciones y por momentos parece más una obra hecha para ser sólo cantada y no actuada.  Pero hasta el día de hoy una representación de esta ópera es todo un acontecimiento porque a pesar de su simpleza dramática, es musicalmente emocionante. Además el inusitado protagonismo que tiene el coro a lo largo de toda la partitura convierte a esta ópera en un must para toda agrupación coral respetable.  Fue precisamente esa la razón que hizo que Nabucco fuera la obra escogida por nuestro Coro Nacional para celebrar su 50 aniversario en un breve temporada que se dio recientemente en el Gran Teatro Nacional.  Y claro, si las entradas son asequibles, si el elenco competente y la sala es estupenda pues... ¿cómo no asistir?

La puesta en escena del Coro Nacional

Nabucco requiere protagonistas de gran fuelle. El Rey de Babilonia fue interpretado con soltura por el italiano Giuseppe Altomare. Este cantante posee un registro medio muy hermoso aunque no demasiada potencia. Estuvo convincente y seguro, llegando a ser emocionante en el duetto del acto II (que es, lo digo desde ya, mi pasaje favorito de toda la ópera).

Nabucco (Giuseppe Altomare) baja las escalinatas de un templo en Jerusalén. Imagen: Minsterio de Cultura
Su antagonista, la princesa Abigail, es un papel muy difícil y no demasiado satisfactorio que, de hecho, ha sido evitado por algunas de las grandes sopranos del siglo XX por la idea de que "malogra voces". La soprano que la estrenó en 1842, Giuseppina Strepponi, quien fuera después la compañera de Verdi, prácticamente terminó su carrera luego de interpretar el papel y es con ella precisamente que se inició la leyenda negra que acompaña al rol. En esta ocasión lo interpretó la también italiana Rachele Stanisci. Noté cierto temblor en el canto en el primer acto pero durante el resto de la jornada estuvo más segura y convincente, muy especialmente en el aria Anch'io dischiuso un giorno.

Pero el cantante que más impresionó fue el bajo venezolano Ernesto Morillo en el papel del sumo sacerdote Zacarías. Impecable, voz potente, segura, bajos diáfanos y sin temblor alguno, se lució con su Vieni, o Levita del primer acto y en el final del acto III donde se midió de igual a igual con el coro.

Los otros dos personajes importantes, Ismael (José Antonio de Dom Pablo, tenor) y Fenena (Josefina Brivio, mezzosoprano) cantaron sus papeles con corrección, lo que se puede aplicar al resto del elenco. La orquesta cumplió (pese a algunos deslices en los metales, que no son culpa del director Marco Boemi) y el Coro Nacional estuvo especialmente notable como correspondía al anfitrión de la cita. Muy a la altura, potente, afiatado. Da gusto ver a un conjunto que se nota que disfruta lo que está haciendo y lo hace bien. Son buenos tiempos para esta agrupación bajo la dirección de Javier Súnico.


Una de las pocas escenas de "acción" de la obra al final del primer acto cuando el hebreo Ismael (izquierda) intenta liberar a la asiria Fenena (en el suelo) de las manos de Zacarías (de blanco). Los observa Abigail al fondo. Imagen: Ministerio de Cultura. 

En cambio la dirección de escena exhibió elementos que, al menos a este servidor, no convencieron. Es cierto que en el libreto de Nabucco no abundan las acciones pero también es cierto que una cosa es una ópera y otra un concierto con disfraces. Desplazamientos tan sencillos y lentos como los de los guerreros (que no tenían ninguna función dramática), estaban descoordinados. Incluso hubo una "coreografía", tan infantil como innecesaria a cargo de unas bailarinas durante la entrada de Abigail en el acto III y un remedo de batalla entre algunos guerreros, ambas performances tan desprovistas de gracia y de sentido que parecían haberse improvisado. Uno de los pocos momentos que ofrece oportunidades a los directores de escena es aquel en el que Nabucco cae fulminado por un rayo divino. Pero en el montaje que vi no ocurrió nada en ese momento. En general no me pareció que la dirección de escena estuviera a la altura de la calidad musical del espectáculo. O, simplemente, había en ella un críptico y sofisticado que mis limitadas capacidades intelectuales fueron incapaces de percibir.

La escenografía era modular y dual. Un lado de cada elemento mostraba elementos hebreos (inspirados en la sobriedad del Muro de los Lamentos) y el otro. elementos mesopotámicos (inspirados en los ladrillos azules de la Puerta de Ishtar). Al girarlos quedaba claro si la escena se desarrollaba en una u otra cultura.  El recurso, simple, me pareció efectivo, aunque resultaba cuestionable que, cuando se mostraba el lado "hebreo" sobresalieran los cuernos del dios babilonio detrás de la escenografía... Pero ya, si cerrabas los ojos y te concentrabas en escuchar el espectáculo resultó bastante bien. 

Bonus tracks

Ya que estamos hablando de Nabucco colocaré algunos videos pirateados de internet con momentos especialmente hermosos de esta ópera... (No, no pondré el Va pensiero , para variar... )

El primero es la gran escena con la que cierra el primer acto que puede dividirse a su vez en dos partes. Nabucco ha conquistado Jerusalén y se manda su discursito entre los comentarios de los demás. De pronto el sumo sacerdote hebreo, Zacarías, amenaza con matar a una prisionera, Fenena, que es nada menos que una hija de Nabucco. Pero otro hebreo que ama a Fenena, Ismael, la libera. El rey, ya sin nada que temer, ordena furibundo la destrucción del templo. El video que quiero compartir es una versión del gran Ricardo Muti de los años 90 en La Scala de Milán. Es una estupenda interpretación con Renato Bruson como Nabucco, Gina Dimitrova como Abigail, y Patta Burchuladze como Zacarías (Bruno Beccaria es Ismael y Raquel Pierotti es Fenena). 




Y ahora pondré... (¡que no! ¡el Va pensiero no!) mi escena favorita, el duo de Abigail y Nabucco, Oh di qual onta aggravasi questo mio crin canuto.  Es el primero de los grandes dúos intimistas barítono/soprano de Verdi. Este ocurre luego de que Nabucco se volviera loco en una escena anterior... Por haber dicho que él era un dios le cayó un rayo de parte del-de-arriba, al que no le hizo gracia la herejía. Como consecuencia de ello el rey pierde la razón y su hija, la villanísima Abigail, toma el trono en su lugar y decide matar a la traidora de su hermana, Fenena (por haberse enredado con el hebreo Ismael). Pues bien, en la escena que comparto Nabucco le pide a Abigail que le devuleva su trono y le "confiesa" que no es su hija sino una esclava que adoptó. Ella se ríe de él. Al final (segundo video) el viejo, derrotado, le ruega que al menos libere a su otra hija. Ella se niega. Son dos videos pero valen la pena porque la versión es extraordinaria.  



Y eso es todo...

Bueno, yaaaaa, ahí va... Mismo elenco, excelente versión del Coro de la Scala.




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