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Montón de rocas
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A veces uno necesita encontrar una caja de resonancia para su propia tristeza. Amplificarla. Que se desborde y el mundo se ahogue. Algunos optan por escuchar canciones deprimentes. Otros convocan a sus demonios para emborracharse o aspirar alguna sustancia. Otros se ponen a contarle a todos los mortales (y a veces a las paredes y a los postes) acerca de su problema. Y otros buscan el filo liberador de un objeto cortante. A primera vista todas esas parecen medidas de lo más idiotas: ¿Acaso cuando uno está triste no debería olvidar su pena y distraerse con algo diferente, que lo saque de ese estado? Que responda mi lado necio: No.



Se acaban de ir muchos, así, de golpe: El vengativo niño que le echaba tierra de la maceta a tu algodón de azúcar. El empresario que se vendía a sí mismo una docena de churros con una misma moneda. El genio criminal que ponía churruminos en la comida para no pagar la cuenta. El desadaptado que pisoteaba tu ropa en el suelo aunque la tuvieras puesta. El palomilla que siempre decía la última palabra cuando todos los niños de la clase se callaban. El venerable anciano que te golpeaba con bolsas de papel de misterioso contenido. El chiflado que nunca tenía de queso, no más de papa. El enfermo crónico de chiripiolcas y garroteras. El de los gadgets invencibles como la chicharra paralizadora y el chipote chillón. El que inventó al Matonsísimo Kid, al pirata Alma Negra, a la Chimoltrufia, a Super Sam, al Cuaginais, a Jaimito el Cartero, y que nos instruyó sobre la insospechada nobleza de las lechugas. Y aunque sus canciones resultaran insufribles (me daban “cosa”), y sus mensajitos moralistas aburridos (se aprovechaba de mi nobleza), nadie más me ha provocado tantas veces tantas risas tanto tiempo. ¡Es que no contábamos con su astucia, Maestro!. Gracias (¡Las que te adornan!). Descanse en pez. 

Mi amigo Arturo me escribió un mensaje en el que me decía que tenía una entrada para Romeo et Juliette, la ópera de Gounod. Él no podría asistir y estaba dispuesto a regalármela. No era cualquier representación. Sería la primera vez que Juan Diego Flórez interpretaría completo el papel de Romeo y lo haría en Lima y con un elenco de primera. Era una oferta tan buena que, para no sentirme culpable, intenté disuadirlo, de que hiciera un esfuerzo y fuera, porque la ocasión realmente valía la pena. La obra es muy convencional, le conté, pero la música es estupenda (tiene unos dúos extraordinarios). No lo convencí (felizmente) pues tenía otros asuntos que atender y, además, no le convencía mucho el sitio que tenía asignado, a mitad del tercer piso. Para mí, en cambio, un habitual del cuarto nivel, era un pequeño lujo.

Es habitual que cuando terminas de leer un buen libro te lo quedes mirando, sonrías, digas, "qué bueno" o "uf" o "ya" y pienses en las imágenes que construiste en tu cabeza mientras leías, en algún giro de la historia que te impactó o lo que crees que pasará con los personajes después... Pero lo que anoche se quedó conmigo luego de cerrar El Corazón de las Tinieblas  no era ni un personaje, ni un  paisaje, ni una escena ni una frase. Era algo menos literario, casi orgánico, que parecía que se hubiera escapado del texto para esconderse entre los pliegues de mi frazada. Acechando. Esperando el momento en que me quede dormido para hacerme algo


A raíz de una anterior lectura de El Muro (comentada aquí) ya había contado algo sobre mi primer encuentro con La Náusea de Jean Paul Sartre. Finalmente he abordado esta novela para completar esa viejísima asignatura pendiente.

La visita de Antoine a la galería de retratos del museo de Bouville, uno de los pocos momentos emocionantes de la novela.

Uno de los puntos de inflexión de la trama de Salammbó es la destrucción del acueducto de Cartago.

¿Ergástulo? ¿cinocéfalo? ¿hieródulo? Ya...

Es normal que te encuentres con palabras poco usuales en una novela de hace 150 años. Puedes pasarlas por alto y seguir leyendo pensando que el significado quizá no sea tan relevante y, quién sabe, acaso podamos deducirlo por el contexto de lo que se narra. Pero si lo que lees está lleno (rebosante en el caso al que me referiré)  de párrafos que usan esas palabras y en sus páginas se describen lugares totalmente distintos a aquellos que conoces y los personajes practican costumbres de sociedades de las que no tienes idea, pues entonces, "deducir algo por el contexto" es un trabajo arduo y agobiante. Estoy exagerando, por supuesto. Porque si sabes algo del tema quizá te vaya mejor. Pero hay una manera infalible para avanzar y es leerlo en un dispositivo electrónico con acceso a internet.  Así puedes intercalar tu lectura con la revisión frecuente del diccionario o de wikipedia. Y eso es lo que tuve que hacer este libro.

Me pasó algo curioso con el primer tercio de Madame Bovary. Hasta el capítulo IV de la Primera Parte, todo iba perfecto. Pero luego de la boda de Emma, a medida que su vida se vuelve rutinaria y empieza a compararse con las heroínas de los libros que lee y se deprime y las acciones de la historia son sustituidas por la descripción de sus estados de ánimo, mi interés por la novela se esfumó. Pucha, me dije, ¿y ahora? ¿Qué hago? ¿Sigo no más? El problema es que había leído un prólogo de Vargas Llosa en donde contaba que, cuando él se enfrentó a Madame Bovary por primera vez, se quedó atrapado como con ningún otro libro en su vida. Y a mi me estaba dando sueño... ¡Vergüenza! Como se imaginarán, me entró la depre culturosa y se me ocurrió que si yo no era capaz de disfrutar este libro entonces sólo servía para leer Ume o Condorito.

Pero luego me acordé que Papá Borges decía que si no puedes con un libro, simplemente lo dejes; a lo mejor no se ha escrito para ti y no debes hacerte paltas ni sentirte mal. Total, nadie se va a enterar... A menos que pretendas contar en tu blog  que no pudiste la Bovary... (eso no puede pasar ¡Nadie cuenta sus gatillazos!). En fin. Si tienes la indulgencia del único D10s argentino, puedes dejar de leer sin culpas.

Y ya. ¿Fin de la historia? No. Seguí leyendo ¿Por qué? ¿Para ganar una apuesta? ¿Por posero? ¿Para inmolarme? Nada de eso. Había algo fascinante en los párrafos que había leído, algo que no tenía relación con los insufribles rollos existenciales de Emma Rouault: Las palabras que Flaubert usaba para contarlos.


1916. En medio de los Alpes Orientales los italianos y los austriacos se cañonean mutuamente con cuantiosas pérdidas. La historia la narra Frederick Henry,  un norteamericano que se ha enlistado en el bando italiano con el rango de teniente. Su responsabilidad es dirigir las ambulancias que evacúan a los heridos en batalla. Catherine Barkley es una escocesa que sirve como enfermera voluntaria en el frente. Mientras Europa se desangra ellos se enamoran. Ese podría ser una apretada sinopsis de Adiós a las Armas, la segunda novela de Ernest Hemingway.



Había un interesante programa para el concierto de anoche de la Orquesta Sinfónica Nacional. Se iba a estrenar en el Perú el concierto para cello de nuestro compatriota Jimmy López pero lo que a mí más me interesaba era el número final del programa, la Sinfonía No. 2 de Jean Sibelius, uno de mis compositores favoritos.  



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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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