El horario era conveniente. La inscripción, gratuita. El expositor, competente. El tema, de mi interés. Sólo tenía una razón para no asistir: No quería entrar en ese edificio. Una especie de fobia, trauma o manía me lo impedía. Como si en vez de una fea mole de concreto, se tratara de una persona que me ha herido o humillado. Un enemigo secreto, de esos que te avergüenza reconocer por temor a que los demás se burlen de ti. Porque, ya pues, ¿qué mal puede hacerte un edificio? ¿Acaso ahí te torturaron, te cortaron una pierna o te rompieron el corazón? No. Nada de eso. Mis motivos eran menos interesantes. Pero hasta el más absurdo de los traumas tiene un origen. Y, para que se entienda el que quiero contar aquí, tengo que hablar, primero, de los antecedentes de esta historia
Más bien, la prehistoria
Hace un montón de años, cuando aún podía peinarme, empecé a escribir cuentos. La mayoría de ellos eran tan malos que fueron merecidamente destruidos. Pero alguna vez me salió uno del que no me arrepentí tanto... Recuerdo que se lo mostré a un amigo de la universidad, Lucho Pérez Albela, que me dijo que el cuento "estaba en algo". Me sugirió ampliarlo y presentarlo en algún "concurso de verdad". Aunque no suelo hacerle caso a los consejos de mis amigos —pues siempre tienen razón y a mí me encanta equivocarme—, esa vez hice una excepción y participé con una versión ampliada de mi texto, en el premio de cuento que cada dos años organiza Petroperú. Unos meses después recibí una sorprendente invitación para asistir a la premiación, pues había salido seleccionado como finalista. Estaba muy emocionado por dos razones 1) Era el primer concurso literario en el que participaba en mi vida, y 2) tenía la ingenua idea de que "finalista" significaba "persona que todavía tiene chances de ganar el primer lugar" (y no, como era en realidad, "persona-que-pertenece-al-grupo-de-segundones-a-los-que-les-darán-un-premio-consuelo-solo-para-que-hagan-bulto-en-el-auditorio-mientras-premian-a-los-genuinos-ganadores-que-son-mejores-que-tú"). Les pedí a mis papás que me acompañaran al evento, tratando de convencerlos de ir con el argumento de que " a lo mejor ganaba" y que podría darles una partecita del premio. Y, una vez que estuvimos allí, en una sala grande de ese edificio, tuvimos que mirar cómo, sin mediar ningún suspenso, los maestros de ceremonias entregaban unos trofeos y cheques a tres individuos que habían obtenido el primer, segundo y tercer lugar y que ya sabían —como todos, menos yo— cuáles eran los resultados. Claro que mi mamá se puso contenta y me consoló diciéndome que así se empezaba. Y mi papá la pasó bien pues se encontró con algunos conocidos entre los asistentes a la reunión. Así que parecía que el único que estaba amargo en esa cita, era yo. Me sentía estafado por partida triple: por los organizadores (que no tenían la culpa de que yo no hubiera leído bien la invitación), por mis padres (pues no se habían indignado conmigo, como correspondía) y por mí mismo (por ilusionarme gratuitamente). Y quise creer —necio, picón— que, si alguno de los que había quedado en los tres primeros lugares no hubiera participado en el concurso, yo "me habría ganado alguito". Así que también los odié a ellos. Tanta piconería hizo que no le de ninguna importancia al verdadero "premio consuelo" que obteníamos los finalistas: Que nuestros opacos relatos aparecieran reunidos, junto con los de los ganadores, en un librito compilatorio que fue publicado algunos meses después. Cuando salió, me dieron algunos ejemplares que regalé o escondí. Leí el ejemplar con el que me quedé con la objetividad del picón: todos los relatos me parecieron inferiores a mi supuesta obra maestra.
De todos modos, como no solo soy picón, sino necio, participé en el mismo concurso en los años siguientes con otros relatos. Y, aunque me esmeré revisándolos y corrigiéndolos, nunca pude superar —y ni siquiera igualar—, la "marca" de mi primera participación, convenciéndome de que mi viejo trofeíto no era el producto del talento sino de la indignidad de un golpe de suerte. Así, con cada nueva participación, el edificio de Petroperú, a donde iba cada dos años a dejar mis sobres manila con los cuentos de turno, fue adquiriendo para mí un significado preciso: ser un recordatorio (el más visible que conozco) de lo fácil que es ilusionarse y estrellarse. Mi monumento particular al fracaso. Mi torre oscura. Mi Barad-dûr personal.
Lo curioso es que durante mucho tiempo trabajé a solo una cuadra de ahí y caminé, casi a diario, por la vereda que lo rodea, a veces para ir a almorzar (en Tottus o Plaza Vea), o para bajar a la estación Canaval y Moreyra por mi dosis habitual de calor humano en el Metropolitano. Y, aunque es cierto que a veces me olvidaba de la existencia de la torre —de la misma manera en que te olvidas de tu nariz, tus orejas y de todo lo obvio—, cuando me percataba de su presencia, le hacía muecas de antipatía y rencor.
Tiempo después, cuando se me empezaron a caer el pelo y la arrogancia, comprendí que el primer relato que presenté tenía alguna que otra inconsistencia y que quizá ni siquiera mereció la suerte que le tocó. De todos modos, convencido de que tenía alguna que otra cosa rescatable, retomé y revisé mi propio texto y lo corregí varias veces, con la idea de mejorarlo. Pero cada vez que lo hacía sentía que había algo de indigno y rastrero en esa acción: corregir algo ya publicado era como hacer trampa. No se puede nacer dos veces. No sería justo. Ni correcto. En eso se fue convirtiendo mi afición por escribir: en un ejercicio culpable de hacer y rehacer mil veces un mismo texto, con la idea de que quizá nunca llegaría a ser lo suficientemente sólido como para no tener que corregirlo más.
El taller
Por supuesto que durante los años siguientes viví cosas mucho más interesantes que las que hay en esta historieta de egos y miserias pero, también, seguí escribiendo, participando en concursos, perdiendo en todos ellos, picándome y hablando lo menos posible de mi afición en mis círculos sociales, salvo con algunos pocos amigos que conocían mis garabatos, a quienes a veces les pedía su opinión y que rara vez me daban una crítica más allá de un "mehh", "sí, se deja leer" o "no entendí". Hace más o menos un año, en una reunión de patas de la universidad, el mismo Lucho que hacía años me había alentado a participar por primera vez en un concurso, me habló de un taller de narrativa al que él estaba yendo y en el que los participantes criticaban mutuamente sus cuentos bajo la dirección de Marco García Falcón, un escritor muy bien considerado por la crítica local pero a quien yo no había leído. Como a mí me interesaba recibir comentarios de lectores desconocidos, decidí estar atento a la próxima ocasión en que el escritor organizara un taller. Unos meses después vi en el Facebook una convocatoria. Pero había un problema: las sesiones iban a ser en el edificio maldito.
Ya estoy grandecito para excusas. Así que me armé de valor, viendo en la ocasión una oportunidad para superar mi viejo "asunto" con ese lugar. Y me inscribí. No diré que tuve pesadillas la noche previa a la primera sesión, pero sí que estuve tentado a arrepentirme una vez que me hallé ante esa puerta de rejas, rememorando mis ilusiones perdidas. Ya en el auditorio, me senté en una de las últimas butacas, como para pasar lo más desapercibido que fuera posible. Si me sentí algo acobardado, no fue porque el recinto tuviera púas en el techo, ni porque creyera oír los gritos de otros escribidores desde las mazmorras del complejo, sino porque estaba rodeado de extraños que hablaban con desparpajo de algo que, para mí, suele ser un acto íntimo y personal. Pero eso, la escritura creativa, era el tema en el que había que concentrarse en esas reuniones, no en mis majaderías y resentimientos.
No me extenderé hablando mucho del taller. Sólo diré que leerse y criticarse mutuamente con desconocidos (con quienes no hay el temor de destruir una amistad) es un ejercicio enriquecedor, aunque no apto para picones. No me fue tan mal con los comentarios al relato que presenté y eso hizo que, agradecido, me esmerara por leer todos los cuentos que iban presentando los demás participantes. Y me convertí en uno de los más afanosos comentaristas en las sesiones siguientes, experimentando la "adrenalina del chancón", es decir, lo que siente el nerd de un grupo cuando levanta tantas veces la mano para participar que tiene miedo de ser linchado por sus hastiados compañeros. Había de todo: Escritores que ya habían publicado, gente joven que recién empezaba a escribir, alguno que otro "diamante en bruto" (de innegable talento pero que necesitaba pulirse), personas con más ganas que habilidad e incluso cierto "Soy-un-escritor-tan-bueno-que-ni-siquiera-voy-a-mirarte". Afrontar un conjunto tan variado y sacar algo provechoso de él en solo cuatro jornadas parecía algo difícil. Pero debo reconocer que García Falcón supo fomentar la participación grupal y la crítica mutua sin que nadie se agarrara a puñetazos.
Fantasmas del pasado
Y aquí viene la verdadera anécdota que quería contar... Luego de la segunda sesión quise leer algo escrito por el mismo conductor del taller pues, como ya mencioné, no conocía su obra. Conseguí un libro suyo que contenía un conjunto de relatos y una novela corta ("París personal y El Cielo de Capri"), y lo leí durante un fin de semana, casi de un tirón, en un sillón de mi sala. Pero, al abordar uno de los relatos, tuve una sensación rara, casi incómoda.
— Yo conozco esta historia...
Si. Me "sonaba". De tintes borgianos y prosa hábil y persuasiva, versaba sobre un investigador que iba tras la pista de un antiguo y misterioso escritor. ¿Dónde la había leído? El déjà vu se convirtió en ansiedad. Dejé el sillón y fui hacia uno de los anaqueles de la casa para buscar ese libro que mencioné al principio, ese en donde estaba, mezclado, con otros segundones y tres ganadores, mi muy mediano y ya envejecido relato finalista. Y, justo en las páginas previas a mi texto, estaba el cuento que yo acababa de leer: el que me dejó sin cheque en el año 2000. El que "me ganó". El tercer lugar del Premio Copé.
Tuve un ataque de piconería, ("¡me han tendido una trampa!") y experimenté los síntomas de mi petroperufobia: ansiedad, desolación, sentimiento de inferioridad... Pero el "ataque" cesó al toque cuando descubrí otra conexión con el pasado: El libro que estaba entre mis manos tenía, en su primera página, una dedicatoria. Una que yo mismo había escrito, hacía mucho tiempo, y que decía así: "Para mi amigo Lucho, verdadero culpable de mi presencia en este libro". No recordaba haber escrito ni firmado eso. Y, si lo hice, como era evidente, ¿por qué lo tenía yo y no el amigo que me alentó a participar hacía 17 años en ese concurso (y, también, a entrar en el recientísimo taller)? ¿Acaso me arrepentí de la gratitud que le debía? ¿O me sentí ridículo por firmar un libro que no tenía mi nombre en la portada, como si fuera demasiado para mi ego? Qué se yo. Sentí vergüenza (por avergonzarme, por ser ingrato), pero también nostalgia, resquemor (pues esa dedicatoria indicaba que, años atrás, sí me sentí contento por ser publicado) y, sobre todo, maravilla, porque me daba la impresión de que en ese momento estaba asistiendo a uno de esos fenómenos que desconciertan a los hombres de ciencia y que solo entienden los poetas y los locos. Por un instante se volvieron visibles los puentes misteriosos que conectan varios hechos aislados y los convierten en parte de una misma historia, que nadie sabía que existía. Como si fuera cierto eso de que nada pasa porque sí. Y se me ocurrió que la palabra "casualidad" no era más que una herejía inventada por los descreídos. Que la arqueología de la memoria no era un necedad de los viejos (o los despechados), sino un ejercicio necesario que todos deberíamos practicar para entender por qué estamos donde estamos. Como si 17 años de resentimiento absurdo no tuvieran otra justificación que experimentar ese momento de asombro. A golpe de sufrir sus efectos, yo me liberé en ese momento de una maldición. Y pensé que todas las historias que empezaron una vez y nunca cerraron, solo tienen que esperar a que pase un poco de tiempo para tener sentido. Quién sabe... A lo mejor en el instante previo a nuestro fin, recibamos una especie de iluminación que nos permita entenderlo todo y acabar en paz.
Aturdido, volví a mi sillón y me puse a comparar las dos versiones del cuento repetido y descubrí que eran ligeramente diferentes... aunque contaban una misma historia. Eso significaba que García Falcón también practicaba el ingrato trabajo de corregir textos que ya habían sido publicados y que no sentía ningún reparo por ello. Él también regresaba en el tiempo para mejorar su trabajo. Quién sabe, quizá también tenía algún tipo de "síndrome maldito" como el mío que lo alentaba a corregir. Porque en aquella ocasión quedó tercero y... ¡debió haberse quedado piconazo por no obtener el primer lugar! Pero él, hoy, es un escritor reconocido y valorado por la crítica.* Y a pesar de eso volvía, no estaba conforme, corregía, se cuestionaba a sí mismo y buscaba hacerlo cada vez mejor. Que es lo que supongo deben hacer los escritores. No conformarse. Persistir. Darle duro hasta que te salga algo decente. Un texto que no quieras destruir por malo, sino que quieras conservar porque sabes que puede mejorar. O, porque simplemente, ya mejoró lo suficiente como para que lo mires sin avergonzarte.
Aturdido, volví a mi sillón y me puse a comparar las dos versiones del cuento repetido y descubrí que eran ligeramente diferentes... aunque contaban una misma historia. Eso significaba que García Falcón también practicaba el ingrato trabajo de corregir textos que ya habían sido publicados y que no sentía ningún reparo por ello. Él también regresaba en el tiempo para mejorar su trabajo. Quién sabe, quizá también tenía algún tipo de "síndrome maldito" como el mío que lo alentaba a corregir. Porque en aquella ocasión quedó tercero y... ¡debió haberse quedado piconazo por no obtener el primer lugar! Pero él, hoy, es un escritor reconocido y valorado por la crítica.* Y a pesar de eso volvía, no estaba conforme, corregía, se cuestionaba a sí mismo y buscaba hacerlo cada vez mejor. Que es lo que supongo deben hacer los escritores. No conformarse. Persistir. Darle duro hasta que te salga algo decente. Un texto que no quieras destruir por malo, sino que quieras conservar porque sabes que puede mejorar. O, porque simplemente, ya mejoró lo suficiente como para que lo mires sin avergonzarte.
Hubiera querido llevarle a Marco su libro para que me lo firmara en una de las dos sesiones restantes del taller. Hubiera querido contarle esta historia y saber qué pensaba él sobre lo pequeño que es el mundo, sobre lo parecidas que pueden ser las miserias y vanidades de los escritores reconocidos y de los que sólo son conocidos por sus amigos. Y quizá le hubiera preguntado por la común enfermedad, por su experiencia con los síntomas, por el aspecto de los monstruos que él veía sobre su propia torre oscura, por cómo los había vencido o por cómo disimulaba tan bien haberlo hecho. A lo mejor me daba la razón o me decía que no quería hablar de eso o me miraba con cara de asco y me decía que yo estaba hablando huevadas. Pero, como sea, no tuve la oportunidad de conversar con él ni de recoger la firma de su libro porque en la tercera sesión del taller me olvidé de que lo tenía en la mochila y en la cuarta y última (una sesión exclusivamente dedicada a discutir los cuentos de los participantes y que se prolongó por casi cuatro horas, gracias al entusiasmo del grupo) me olvidé de llevar el libro conmigo. Pero se me ocurre que, quizá, la forma de agradecerle a Marco y a Lucho las misteriosas lecciones que recibí de ellos sin que se dieran cuenta, es hacer un texto sobre este asunto. Uno que sin duda corregiré muchas otras veces. Incluso después de haberlo publicado en este blog.
Últimas ironías
Luego de que acabó el taller, Marco realizó una selección de cuentos de los participantes que fue publicada en una simpática edición de reducido tiraje con el auspicio de la Empresa-Dueña-de-la-Torre-Oscura y que se regaló a los asistentes de algunas de las actividades de la última feria del libro. El cuento que presenté en el taller (uno que contaba la historia de un tipo que va a ver a sus escritor favorito para que le firme un libro**), fue considerado en esa selección. Algunos de los participantes publicados nos pusimos de acuerdo para ir a recoger el par de copias que nos correspondía y ahí, en medio de uno de los los pasillos de la feria, nos firmamos mutuamente nuestros ejemplares.
— Primera vez que firmo un libro —dijo uno de ellos, emocionado.
— También yo —mentí.
Me fui de allí pensando en las dos únicas veces en que me habían publicado algo en papel. En ambos casos había sido gracias a una misma entidad que he odiado y temido. Está claro que tengo que aprender a escoger mejor a mis enemigos. Y entender que puedes ser algo-parecido-a-un-escritor sin publicar o ganar premios. Que los libros que has firmado no son para guardártelos. Que los cuentos que has escrito no son para esconderlos. Que los edificios no muerden. Y que las maldiciones no existen.
Luego de que acabó el taller, Marco realizó una selección de cuentos de los participantes que fue publicada en una simpática edición de reducido tiraje con el auspicio de la Empresa-Dueña-de-la-Torre-Oscura y que se regaló a los asistentes de algunas de las actividades de la última feria del libro. El cuento que presenté en el taller (uno que contaba la historia de un tipo que va a ver a sus escritor favorito para que le firme un libro**), fue considerado en esa selección. Algunos de los participantes publicados nos pusimos de acuerdo para ir a recoger el par de copias que nos correspondía y ahí, en medio de uno de los los pasillos de la feria, nos firmamos mutuamente nuestros ejemplares.
— Primera vez que firmo un libro —dijo uno de ellos, emocionado.
— También yo —mentí.
Me fui de allí pensando en las dos únicas veces en que me habían publicado algo en papel. En ambos casos había sido gracias a una misma entidad que he odiado y temido. Está claro que tengo que aprender a escoger mejor a mis enemigos. Y entender que puedes ser algo-parecido-a-un-escritor sin publicar o ganar premios. Que los libros que has firmado no son para guardártelos. Que los cuentos que has escrito no son para esconderlos. Que los edificios no muerden. Y que las maldiciones no existen.
Pablo Ignacio Chacón, 2017
Notas:
*Al año siguiente MGF ganó el premio nacional de Literatura, nada menos.
** El cuento se llama Gigantes y hay una versión en este blog.
Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados
Notas:
*Al año siguiente MGF ganó el premio nacional de Literatura, nada menos.
** El cuento se llama Gigantes y hay una versión en este blog.
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