La
literatura es peligrosa y debe serlo. Eso es lo que pensaba mientras leía Lolita. Porque Humbert (el protagonista) me hizo cómplice de todos sus delitos. Él logra convertir a una preadolescente -a la que adora y desea- en su hijastra y aprovechándose de ese parentesco secuestra lo que le queda de niña. Pero Humbert también me secuestró a mí, como lector, para que le sirva de comparsa. Durante mi cautiverio los acompañé en el asiento trasero del auto con el que recorrieron las carreteras de los Estados Unidos, en un errático viaje de huida y liberación. Pude ver de cerca cómo Humbert urdía miles de coartadas para que la chica no se de cuenta de sus verdaderas intenciones. Y cuando ella finalmente las descubre, presencié el juego atroz en el que ella aceptaba su nueva normalidad.
Este relato, que en otra pluma hubiera sido simplemente espantoso, se convierte, gracias a la maravillosa forma de escribir de su autor, en una pieza adictiva. El efecto me hizo pensar en los rehenes que se identifican con sus captores. Igualito. Tanto que al final casi terminé justificando las fechorías narradas y deseando que el pedófilo se salve de las garras de la justicia. Porque si hay algo terrible en este libro es que la mirada está siempre puesta sobre los hombros de Humbert y nunca (salvo quizá en la tremenda escena del reencuentro) en los de la víctima que termina siendo también un poco víctima del lector.
Aunque he leído una versión traducida al español -en la que sin duda se han perdido muchos de los famosos juegos de palabras de Nabokov-, la prosa me supo juguetona, evocativa, inteligente y retadora. Todo eso incrementa la fuerza del relato y te somete. Porque el poder de una buena historia es el de arrastrarte a donde al escritor le da la gana de arrastrarte, así se trate del mismo infierno. De ahí vengo.
Este relato, que en otra pluma hubiera sido simplemente espantoso, se convierte, gracias a la maravillosa forma de escribir de su autor, en una pieza adictiva. El efecto me hizo pensar en los rehenes que se identifican con sus captores. Igualito. Tanto que al final casi terminé justificando las fechorías narradas y deseando que el pedófilo se salve de las garras de la justicia. Porque si hay algo terrible en este libro es que la mirada está siempre puesta sobre los hombros de Humbert y nunca (salvo quizá en la tremenda escena del reencuentro) en los de la víctima que termina siendo también un poco víctima del lector.
Aunque he leído una versión traducida al español -en la que sin duda se han perdido muchos de los famosos juegos de palabras de Nabokov-, la prosa me supo juguetona, evocativa, inteligente y retadora. Todo eso incrementa la fuerza del relato y te somete. Porque el poder de una buena historia es el de arrastrarte a donde al escritor le da la gana de arrastrarte, así se trate del mismo infierno. De ahí vengo.
Portada de la edición de Lolita que he leído, una traducción de Enrique Tejedor para la editorial Grijalbo, publicada en 1975 en Barcelona. |
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