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La maldición de los metales

Debería estar contento. He escuchado a un violinista de talla mundial tocar, de manera prácticamente perfecta, el Concierto para Violín de Alexandr Glazunov, acompañado por la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN). El concertista israelí Vadim Gluzman, agradecido por la ovación que le brindó el público limeño al finalizar la pieza, se plantó en el escenario después de saludar tres veces y tocó, con el desparpajo de los maestros, la Gavota-Rondó de la Partita No. 3 de Bach. Esos tres minutos de música fueron casi el cielo en la tierra en una velada que tuvo su buena dosis de purgatorio y algunos momentos de infierno. No porque el resto del programa tuviera piezas inferiores (aunque para los entendidos no exista nada encima de Bach). Sino, porque ese fue el único momento en que Gluzman tocó solo. Es decir, sin la compañía de la orquesta, que tuvo una noche para el olvido.





Ya la OSN había sembrado dudas sobre su preparación para la velada mientras acompañaba al violinista israelí. ¿Qué sería de ella en la segunda parte del programa cuando tendría que tocar una obra mucho mucho más difícil? La Quinta Sinfonía de Gustav Mahler era el plato fuerte de la noche. Requiere oficio, contención, equilibrio y sincronización perfecta, de parte de sus ejecutantes, mucha práctica y ensayos. Yo había tenido la suerte de escucharla en vivo en el 2013, a cargo de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, en el mismo recinto. Aquella versión colombiana fue correcta y equilibrada, soberbia en el cuarto movimiento y perfecta en el quinto, dejando un buen sabor de boca en los asistentes (a pesar del histrionismo exagerado de su director). Me acordaba bien de esa ocasión y por eso el contraste con la versión nacional de anoche fue doloroso. Aunque el público aplaudió fuerte al final, creo que hubo más condescendencia que entusiasmo. En la platea estaba Gluzman, que descansaba luego de su performance en la primera parte, y un grupo de invitados de la embajada de Israel, acostumbrados sin duda a la excelencia de su propia filarmónica y que ahora tenían que soportar a la nuestra, aplaudiendo por pura cortesía.  ¿Qué le pasó a los músicos anoche? Ni idea. Quizá las expectativas eran demasiado altas. La incómoda sensación del final (mezcla de desengaño, vergüenza ajena, pica) me resultaba muy familiar. Ya había sentido esto antes... ¿Cuando?  "Ah, sí", me dije. "Cuando juega Perú..."

Cosas del fútbol

Pasa en cada eliminatoria... Antes de que empiece un partido importante la radio, los diarios, la tele, los polos, y, los comerciales de cerveza, nos hacen creer que nuestros jugadores, aunque no son estrellas del balompié, pisan bien la pelota. Y dejamos que sus dudosos méritos en ligas menores nos llenen de esperanzas por el partido decisivo. Y nos olvidamos que el fútbol, como la música sinfónica, no es un asunto de individualidades. Basta que durante los 90 minutos haya una mínima metida de pata, para que el partido está perdido, por más garra que le pongan Guerrero o Cueva. Es injusto culpar de los "bloopers" y de las barrabasadas de algunos jugadores al "director técnico"... pero alguien tiene que hacerse responsable. Después de todo él los convocó y les dio el titularato ¿no? 

El "profesor" Fernando Valcárcel, anoche, hizo lo que pudo. Pero es inevitable preguntarse si es correcto que nuestra primera orquesta afronte obras tan difíciles como la Quinta de Mahler cuando algunos de sus miembros no están para semejantes trotes... Alguien dirá que sí, que hay que hacerlo, porque la única forma de mejorar es tocar una y otra vez, hasta que todo salga perfecto. No puedes pretender que tu equipo gane cancha y experiencia jugando sólo con selecciones de bajo nivel. Necesitas "roce" internacional, desafíos que te ayuden a crecer. Pero eso no significa que, cuando juegues con equipazos, tus hinchas, incluso tus más incondicionales, no noten tus fallas. Y la quinta de Mahler fue mucho equipo para Perú.

Más que una cuestión de tamaño

Las orquestas sinfónicas nacieron con el siglo XIX. Las obras de Beethoven y Schubert podían tocarse prácticamente con los mismos instrumentos que necesitaban las obras de Haydn y Morzart. Pero a medida que avanzaba el siglo, los "colores" de la paleta orquestal y las necesidades de la música romántica europea, crecían y necesitaban más recursos. Desde que Berlioz y Wagner empezaron a hacer diabluras a mediados del siglo, se hizo cada vez más frecuente, por ejemplo, que los dos cornos instalados en la sección de los metales, toquen cosas distintas y no lo mismo, como ocurría antes, cuando ese privilegio estaba reservado sólo a las cuerdas y los vientos de madera. Incorporar diferentes líneas melódicas simultáneas en los metales requería meter más metales. Y teniendo en cuenta que los instrumentos de metal tienen una mayor sonoridad que las cuerdas, al haber más metales, es necesario meter más violines, violas, chelos y contrabajos de los que tenías al principio, porque si no no se oirán. A eso hay que sumarle el gran crecimiento que durante la segunda mitad del siglo experimentó la percusión. Por eso cuando uno compara las grandes orquestas que se necesitan para tocar la música postromántica de fines del XIX (Mahler, Bruckner o Richard Strauss) con la orquesta clásica de Haydn, ésta ya ni siquiera parece orquesta sino un grupito de amigos que se junta para tocar en el garaje.

Gustav Mahler (1860-1911) dirigiendo una orquesta sinfónica a fines del XIX, tal como lo vió el pintor austríaco Max Oppenheimer (1855-1944)

Gustav Mahler, uno de los grandes postrománticos, fue el mejor director de orquesta de su tiempo y conocía perfectamente las limitaciones y potencialidades de los conjuntos instrumentales. Y les sacó el jugo como nadie lo había hecho hasta entonces. Las orquestas que requieren sus sinfonías (salvo, quizá, la cuarta) no son gigantes por puro capricho, sino porque realmente se necesita ese tamaño para "decir" todo lo que el compositor quería decir. Así que si quieres tocar a Mahler y no tienes tantos instrumentos debes asegurarte, al menos, de que una familia instrumental no se "coma" a la otra con su sonoridad. Y está claro que nuestra primera orquesta no lo logra. No sé cuál es la solución. Quizá podrían reforzarse con miembros de otros elencos (como lo hicieron hace unos años, cuando tocaron la Sinfonía Resurrección, integrando miembros extra de la Orquesta Sinfónica Juvenil). Pero ampliar el parque de cuerdas exigiría más músicos, más instrumentos, mucho más presupuesto y supongo que para una actividad subvencionada como es la música académica en el Perú, no se puede exigir tanto dinero sin desquitarse en el precio de las entradas (que hoy son baratas). Otra opción sería reducir a los metales pero ¿qué haces si, como en este caso, la partitura te exige cuatro trompetas, seis cornos, tres trombones y una tuba? ¿Cómo pueden tus cuerdas competir con ellos? ¿Haciendo magia? No sé si haya soluciones técnicas para esto, no tengo conocimientos sobre el tema. Sólo hablo con la insignificante autoridad del hincha que, aunque ignorante, es fiel a su selección de música. No dejaré de alentarla, pero tampoco de lamentar sus errores. Porque hay otros errores... Y se notaron como nunca esta noche. No afectarán más del 5% de la obra pero es suficiente para que nos perforen, una y otra vez, las redes. Como para que escuches en la tribuna a alguien decir "se han equivocado como mierda". Es lo que le dijo un muchacho, en tono lamentoso, a su compañera, cuando salía tan ofuscado como yo de la sala, al final de la sesión.

Autogoles

Hablaré solo de uno de esos errores, para graficar la idea y terminar pronto con este texto lamentoso, que parece más un berrinche que la crónica que pretendía escribir... Ocurrió con el primer trompeta. La partitura le exige ser el protagonista absoluto durante algunos minutos. En efecto, una trompeta solitaria arranca la sinfonía, repitiendo una nota y luego elevando la intensidad y estableciendo un ritmo que le dará, sólo después, la entrada al resto de sus compañeros, en fortísimo. Es un inicio espectacular que depende sólo de él y que pondría nervioso a cualquier novato. Pues bien, nuestro trompetista lo hizo correctamente. A medida que el resto de los instrumentos se incorporaba a la música, la trompeta solista fue cumpliendo su papel, retomándolo en las muchas ocasiones que la partitura lo exige. La sección transcurrió de manera aceptable durante los siguientes diez minutos. Pero en el último minuto se le salió un "gallo" tan feo a su instrumento que arruinó lo que estaba siendo una performance impecable. No era uno de esos "gallos" que puedan pasar desapercibidos gracias a los otros instrumentos, sino uno notorio, rochoso, que dolió. Porque en ese momento, nuevamente, le tocaba sonar solitario, con todos los reflectores sobre él, como si hubiera superado a la defensa y al arquero y se preparara para patear al arco... y fallara.

A pesar de eso, el segundo movimiento, el más dramático y rico en matices de los cinco que componen la obra, estuvo aceptable. Pero luego vino el desastre durante el Scherzo (el tercer movimiento), desequilibrado, desordenado, tanto que por momentos la orquesta rozó la cacofonía, algo que me parecía impensable en un equipo que hinchas como yo habíamos visto mejorar tanto en los últimos años. Aunque el oyente podía percibir con claridad cuál era el centro tonal de las diferentes líneas melódicas que se entrecruzaban, éstas se confundían caóticamente, como si los instrumentos se estuvieran agarrando a patadas, peleando entre sí y no tocando juntos, azuzados por la maldición de los metales que todo lo engullen y acallan. El cuarto tiempo, el famoso Adagietto (donde sólo hay cuerdas y arpa) sonó mejor, pero la sensación general era que esa mejoría se debía solo a que la mitad de la orquesta estaba en silencio. Fue un alivio y lo único acertado del conjunto en esa noche (aunque estoy seguro que el arpa tuvo algún desliz al final). Pero, ¡cuánta ansiedad! Yo no podía escuchar con tranquilidad esa maravilla -una música poderosísima que el compositor explícitamente creó como un canto de amor a su futura esposa, Alma Schindler- porque sabía lo que venía inmediatamente después: El quinto movimiento, pleno de metales, pasajes rapidísimos y más oportunidades que nunca para que los músicos novatos o los que no han ensayado o los que están enfermos o los que han sido tocados por el mal de ojo, metieran la pata una y otra vez. La horrible profecía fue confirmada solo en el segundo o tercer compás cuando el primer corno que inicia la sección, arrancó con otro "gallo". ¿Nervios? ¿Mala suerte? Como Perú cuando juega. Lo ves y no lo puedes creer. ¡Habían empezado tan bien el partido y ahora estaban jugando a cualquier cosa menos al fútbol! La fuga sonó mal, las cuerdas desparecieron varias veces, a pesar de su esfuerzo, bajo la opresión implacable de los brillantes instrumentos de cobre que parecía que ya tocaban por tocar, para que el suplicio se acabe rápido, como cuando nos golean y miras el reloj y rezas porque el tiempo corra más a prisa. El tramo final, la coda, a pesar de su dificultad, sonó un poco mejor, pero... vamos, ¡de qué te sirve un gol de honor cuando te están ganando con tanta diferencia!

En fin. Montar una obra como ésta es un desafío. No sé si sea correcto afrontarlo cuando no se está listo y la OSN no estaba lista. O es eso o un maleficio rastrero se apoderó de su voluntad y su criterio. Como con la selección. Hay jugadas lindas que te levantan del asiento y te hacen soñar y que recordarás como buenas jugadas, como un gran momento. Pero al final del partido terminas con el marcador en contra. Y podrás aducir que la cancha estaba mojada, que no estamos acostumbrados a jugar en altura, que el árbitro estaba parcializado o que tienes a tus cracks lesionados... Pero igual estás eliminado. Y eso es lo que queda.

Así que, para no deprimirte, mejor piensas en el partido que viste antes, uno mejor, más breve y más ajeno, pero más bonito también, en donde participaron un israelí (con su violín) y un alemán (con su genio). Un equipazo el que formaron Gluzman y Bach. Habría que nacionalizar a alguno de los dos, a ver si así clasificamos.

Vadim Gluzman (1973) y Johann Sebastian Bach  (1685-1750)
Otrosí digo

El Concierto para Violín en La menor Op. 82 , primera obra del programa, es una de las últimas obras importantes que compuso Aleksandr Glazunov (1865-1936) antes de hundirse en la decadencia creativa, producto de sus ocupaciones laborales como director del Conservatorio de San Petersburgo. Considerado en su momento como el gran heredero de la robusta tradición sinfónica rusa decimonónica (Glinka, El Grupo de los Cinco y Tchaikovsky), Glazunov no se adaptó bien al "cambio de los tiempos" y se mostró intolerante con las nuevas corrientes de la música rusa que inauguraron Scriabin, Prokofiev y Stravinsky. Su concierto para violín, con todo, incluía algunas modernidades: Aunque tiene formalmente tres movimientos, estos se suceden sin interrupción. Entre el segundo y el tercero hay una larga cadenza (solo) que es espectacular y en el que Gluzman estuvo perfecto en el concierto de anoche (ayudado, sin lugar a dudas, por el silencio obligado que en ese momento debe observar la orquesta). Copio aquí una versión de ese fragmento y el movimiento final, a cargo del desaparecido y brillante violinista soviético David Oistrhak (lamentablemente no tengo el dato de la orquesta que lo acompaña)



La Sinfonía No. 5 en do sostenido menor de Gustav Mahler (1860-1911) inaugura el período medio del compositor, en el que se olvida de los "programas" y se dedica a hacer música pura, sin las intenciones descriptivas que tuvo en sus cuatro sinfonías previas. Está dividida en tres partes, de las cuales la primera y la última se subdividen en dos movimientos cada una (por lo que en total la obra tiene cinco movimientos), que comparten temas muy similares. Es una obra prodigiosa cuando está bien tocada. Mi sección favorita es el segundo movimiento. Copio a continuación una versión muy buena de esta parte, dirigida por el ruso Valery Gergiev con la Orquesta Mundial de la Paz en el Festival BBC Proms de 2010



Finalmente, comparto una versión del tercer movimiento (Gavota-Rondó) de la Partita No. 3 en mi mayor para violín solo de Johann Sebastian Bach, a cargo de la violinista norteamericana Hillary Hahn. Oro puro.



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