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Montón de rocas
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[Microrrelato]

Tus ojos están cerrados, pero puedes verlo todo: butacas llenas, espectadores devotos, miradas ensoñadas. La tibieza de los reflectores y la acústica perfecta de la sala de conciertos arrean la secreta musculatura de tus dedos endiablados. Lo haces bien. Como siempre. Los siete arpegios encadenados de la transición, los armónicos de la cadencia, el tamborileo quedo en el clímax, los acordes en cascada del final, todo suena competente y limpio y matemático, pero con esos acentos y esas pausas que hacen que tu instrumento respire —eso decían los críticos— como adolescente enamorado.

La pieza ha terminado, pero tu dedo medio se mece todavía sobre la primera cuerda. No la soltarás hasta que la reverberación se extravíe lejos de lo audible, aunque permanezca agazapada en tus confines interiores. Cuando el silencio ya es inapelable, la orquesta desaparece, los reflectores se hacen humo y el recinto se encoje hasta las ridículas dimensiones de tu cuarto. En vez de aplausos, irrumpe el gimoteo de los resortes en el catre. Es la señal, el fin del juego: estás de vuelta en el mundo real, el que hace años se olvidó de ti. Tu mano derecha deja el arco sobre el piso de cemento y se atreve, por si acaso, a hurgar de nuevo en el bolsillo de la chamarra, pero lo único que encuentra ahí son las migas resecas de la merienda de antenoche. Suspiras, te calzas las zapatillas viejas, te incorporas y guardas el violonchelo en el estuche, como a un hijo en su mortaja. La mano izquierda se demora en aferrar el asa, como si pesara toneladas. Tus piernas te arrastran a regañadientes y alcanzas la puerta. Ya estás afuera, pero tus labios se rebelan y tararean la melodía que ya no tocarás. Suspiras. Será difícil llegar hasta la casa de empeño.

 
Pablo Ignacio Chacón - Texto publicado en "Juanito Tragapelas - micrometrajes (2022)



[Microrrelato] Los nómadas pasan de largo para no enfadar a sus dioses. Leones y guepardos temen su sombra y sus espinas. Y hasta el Padre Fuego, que se ceba cada año con el pastizal, evita tiznar los contornos de la Madre de las Acacias, faro y eje del cosmos. Ahí vivimos nosotros. Cada rama es un país. Cada hoja, una ciudad. Las nervaduras son las calles por las que vamos a estudiar, a trabajar o a divertirnos. Y los minúsculos polígonos verdosos, nuestras casas. Hay pocas penas allá arriba y se come y vive bien. Mi abuela me enseñó a apreciar nuestros privilegios y yo los acepté, fascinado. Pero el día en que murió aprendí a desconfiar de la armonía y el sosiego del mundo.

Cuando me hice mayor, decidí viajar tronco abajo para ver, con mis propios ojos, las raíces del santísimo árbol y comprobar si era cierto que, como decía mi abuela, ahí quedaba el asilo de los muertos. Partí una noche de verano, ignorando las razones y lloriqueos de los que me querían. Seis meses tardé en llegar a nuestra ramita provincial. A la rama norte, dos años. Un lustro más hasta la gran bifurcación y dos décadas adicionales para alcanzar tan solo el punto medio del tronco. Ya era un anciano cuando posé por fin mis piernas sobre el suelo amarillo de la sabana, frente a la discreta portada del asilo de los muertos. Ahí me recibió mi abuela que, con una sonrisa compasiva, me dijo —como si fuera necesario— que de haberme quedado arriba, habría tardado el mismo tiempo en encontrarla.


 [Texto publicado en "Juanito Tragapelas" con el título "Una de exploradores"]


Pablo Ignacio Chacón, 2022

 
 
Soy el que no volvió contigo. El que esa tarde se mordió la lengua y se amarró las manos. El que pensó al verte: no es momento, está muy fresco todo, mejor después, al año, nunca, terminemos el café y quedemos como amigos, no puedo acompañarte a casa, pero gusto en verte, te llamo pa tu santo, me alegra que estés bien. Soy el que deja que el reloj camine, no se aferra y tiempo al tiempo. El que les da chances a otras voces y a otras tardes. El que se sacude de sus ruinas. El que ya no mira para adentro. Ni para ayer.

O soy el que sí volvió contigo, pero puso reglas, cosas claras. Ya sabes: tú en tu sitio, yo en el mío, nada de entusiasmos ni mudarnos juntos, despacito, porque ya no somos niños y no queremos repetir la historia, ¿no? Crecer, de eso se trata. No de pudrirse en el intento.  

O soy el que esa tarde no asistió al café. El que cambió de opinión y dijo no, ya me conozco: si voy, caigo. El que no pone tan fácil el cuello sobre el tronco, porque zás, el hacha. Soy, entonces, el que envió un mensaje horas antes de la cita: “lo pensé mejor, no iré”. Así. Sin asco. Nada de tuve un imprevisto o mejor quedamos otro día o me duele la barriga. Todo real. Para que te fueras enterando cómo va eso de hablar con la verdad. Si lo tomas a bien, genial, quizá quede abierta una rendija, quién sabe, más adelante, más maduros ambos... Pero ahorita, ni de vainas.


Me iba a sentar cerca del centro, pero el candelabro que pende de la viga me disuade. Debe pesar mucho, un temblor fuerte aquí y fuimos. Por eso me siento atrás. Además, el piso cruje, por lo que mejor no moverse mucho para no molestar. Desde ahí veo el retrato hechizo del amauta, que preside la sala. Su cátedra, la que usó para dictar sus clases legendarias, sirve de ambón para los organizadores del congreso, que desde ahí anuncian, cada hora, a qué ponentes a los que les toca hablar. Quizá la mesa larga en el estrado también tenga algo de alcurnia. Sentados ante ella, hay tres narradores que, aunque juntos, están solos, porque no dialogan entre sí y cada quien habla de lo suyo. Más allá del espacio físico que ocupan, hay un vínculo temático: las temáticas de sus obras, en la órbita de lo fantástico. Desde el fondo de la sala, detrás de los pocos espectadores y del trípode con la cámara que retransmite la sesión por internet, intento guardar las formas, no desentonar, a pesar de mi vestuario. Si hubiera sospechado las formalidades de este sitio, no habría venido en polo y zapatillas. Aunque aquí es fresquito y parece mayo, afuera es marzo, hay Niño Costero y una ciudad que arde por el calor y la represión gubernamental. Estar aquí es pausar la realidad. Y eso hace juego con la razón de ser de este congreso.


 
 
La prensa dice que el maestro Colchado ha muerto hoy a los 75 años. No es cierto. Se fue de viaje con Wayra, que lo guía por los cerros y quebradas hacia el cruce del Marañón incendiado, la Yacumama que recorre el infinito. Saldrá ileso del trance. Como Rosa Cuchillo.

Pero, aún así, aunque yo sé que está vivísimo (hay gente que no puede morir), da pena la sola idea de que se haya ido. Mi tristeza tiene algo de egoísmo: me hubiera podido conversar con él. Pero una conversa de de verdad, no como la única que tuvimos y que fue, más o menos, así:

— Disculpe, ¿podría robarle una firma, por favor?.

Se lo dije con una edición popular del Cordillera Negra en una mano, que yo había leído recién, alucinado. Justo en esos días supe que daría una conferencia con Luis Nieto Degregori en Petroperú, sobre la narrativa de los años 80 y, como entonces trabajaba cerca, decidí asistir. Pero preparado (O eso creí...).

— Claro ¿tienes lapicero?.

No tenía, bien huevón, y tuve que pedirle prestado uno a un desconocido que acababa de acercarse a nosotros, un hombre que también quería hablar con él y que había visto, mueca de derrota de por medio, cómo le ganaba yo la posición. Mucha conchudez, habrá pensado ("¿encima que me atrasas pides mi ayuda?"). Pero, ¿qué sería? ¿la solidaridad de los fans? ¿tratar de quedar como buena gente ante el escritor? Ni idea. Sin suspiro ni mueca de incomodidad, ek tipo me ofreció su lapicero negro. Colchado empezó a firmar. Entonces, cosa inesperada, mi benefactor me preguntó —no sé si con malicia o interés— cuál de los cuentos de ese libro me había gustado más. Yo me quedé en blanco. O sea, yo había leído todos los cuentos del libro y me habían gustado más este y aquél, pero, en serio, no recordaba los títulos, solo las tramas...

— pues.... ese del del asesino que usa una máscara para conquistar a la chica que lo choteaba...
— Ese cuento se llama "Dios montaña" —dijo Colchado, didáctico y salvador, pero, también, supongo, aliviado ("este atarantado sí me ha leído")

 

Temprano. Huyo del sol, me escondo en el café. Pienso en los pendientes, en mi buen ánimo inesperado. Lo urgente: corregir unos textos para la agencia de publicidad. Calculo que no me tomará más de una hora. Luego, increíblemente, libre. Quiero dedicarme a revisar un cuentito que debería cerrar antes de fin de mes. Hacer lo que, en un mundo perfecto, sería mi único trabajo. Llego y siguen las buenas noticias: mi sillón favorito está libre y disponible. Ordeno mi bebida, me instalo, tecleo rápido, reviso, envío el correo, suspiro, alivio, casi casi la felicidad. Abro mis carpetas, busco el texto de marras que tiene un inicio lamentable y que quiero salvar porque la anécdota que contiene me parece divertida. Sí, ya sé: el tiempo libre es para vivir, pero, cuando no se puede —hace semanas no se puede— hay que, por lo menos, escribir.


Garabateo, borro, garabateo, borro. Nada. No encuentro el camino. Me quedo en blanco. Soy un aparato descompuesto. Fuerzo la máquina, a la mala, lo que salga.  Y me sale, pero acartonado y hueco y huachafo. Como si la sangre se me hubiera evaporado en el camino por el sol. Pero tengo un comodín, un salvavidas en el vaso de cartón que tengo al frente. Lo normal (bueno, lo normal en mi anormalidad) es esperar a que el café se enfríe o tomármelo solo cuando se me seca el seso. Pero, ¿no es acaso lo que está ocurriendo? ¿entonces? Bebo. Aún muy caliente para mí, pero soportable. El sorbo es intencionadamente largo. Listo. Ahora, a esperar la magia. La cafeína no suele demorar más de diez minutos en tocarme y tengo horas libres por delante. Es seguro que algo bueno pasará. Asocio esa idea con otra. Una que no tiene nada que ver con mi texto, sino con algo que resuena y me divierte recordar...

Del siglo XVI, del XIX y del XXI

Aunque el aire frío del local está tomado por el chill out mediocre de siempre, se me zampa en la memoria, clarito, el tercer acto de Falstaff. El inicio. Eso de mondo ladro, rubaldo, reo mondo, que recita el protagonista, con el  subrayado trágico de las trompas y los trombones. Nada que ver con la música alocada y festiva de los dos actos previos. Es que todo ha cambiado para el personaje sinvergüenza, que aparece en escena tiritando, goteando agua helada por ambos hemisferios. Viene de flotar, aterrarorizado y panza arriba, sobre el río. Él, burlador supremo, fue humillado por el astuto cuarteto de Windsor: las chicas lo hicieron creerse bello y galán solo para convencerlo de esconderse en la canasta de la ropa sucia, donde estaban los calzoncillos y las enaguas apestosas de los Ford, solo para arrojarlo al Támesis después. Empapado, Sir John Falstaff entra en la taberna y despotrica a voz en cuello de su recién descubierto y novísimo enemigo: el mundo entero. Por tercera vez en lo que va de la obra, canta eso de va, vechio John, pero, a diferencia de las ocasiones previas, la melodía ahora está en tono menor, el ritmo es intencionadamente triste y el final del camino que describen sus versos ya no es el triunfo del fuckdaddy otoñal que él se creía, sino la humillación y la muerte. Hasta ese momento, la última ópera de Verdi había sido un encadenamiento salvaje de melodías que se superponían sin pausa. Pero esto es otra cosa. Cada tonada que quiere levantarse, se corta y muere (mismo Mahler 9). Es la forma del compositor de decirnos que Falstaff ha sido vencido y, por lo tanto, que, donde antes había espacio para el canto, ahora solo entran quejas. El personaje rememora la malicia de sus bullys, las risas que oyó desde la ventana de la casa de Ford y toda la gordofobia isabelina que ha llovido sobre él. Sin esperanza, ruega al tabernero (al que le debe un huevo de plata) que lo alivie con la única medicina que conoce: vino. Pero esta vez lo pide tibio, a tono con la gravedad del chapuzón. Lo habíamos visto, lo habíamos oído antes tan canchero y tan experto, que, escucharlo así, depre, desanima a cualquiera. Aunque no suena en los parlantes, lo tengo clarito en la cabeza. Me toca. Me toca hoy como nunca ese sir John. Pero sir John no es como yo. Él es resiliente, astuto, amoral, sus reglas son distintas (porque, claro, él es guardabosques de Diana, caballero de la sombra, favorito de la luna) y, quizá por eso mismo, es indestructible. Y el vicio es, en él, una virtud. Eso queda claro en el momento en que el posadero le trae el trago demandado. Debe ser muy barato, de la calidad peor, pero es vino, huele a vino y eso es todo lo que el pillo requiere —papá Shakespeare dixit— para reconciliarse con la vida. Entonces llega el gran momento: empina el codo, sorbe, goza. Es el turno de Papá Verdi, que torna verosímil el prodigio. Su partitura se llena de trinos, en crescendo, desaparece la melodía y todo es politonal, hipercromático. No hace falta verlo: la música le explica a cualquier tonto lo que ocurre en el torrente sanguíneo de Sir John, que abandona su estatus de despojo y estalla en do mayor: Trilla ogni fibra in cor! Y eso es lo que tengo ahorita en mente: replicar el efecto verdiano, aunque yo no esté en la Jarretera, sino en un Starbucks del Perú y aunque en mi vaso no haya vino caliente, sino un poco de agua sucia ennoblecida con palabras raras como blend, americano y venti. Bebo, bebo otro gran sorbo con la fe ciega de Sir John (Buono, ber del vino dolce...) y dejo el vaso en la mesita. Aguardo, expectante, a que haga efecto la poción. Los dedos se tensan y esperan las órdenes que ahorita llegan desde arriba. Acomodo varias veces el teclado sobre las piernas y le advierto que ya falta poco para que empiece lo bueno.

Y empieza lo bueno

Pero no en el cerebro ni en las manos, sino abajo. Retortijones. Grandes retortijones en la barriga. Y, luego, una ansiedad sin foco, lamentosa. Todo cambia, sí, pero para mal. Pienso: tengo pocos días para terminar de corregir mi cuentario y, ahora que dispongo del tiempo para hacerlo, cuando estoy en el sillón correcto, arropado por ráfagas de aire helado y una bebida olorosa y todavía tibia en la mesita, ni siquiera entonces, yo, el que siempre aspira y busca los momentos perfectos y adecuados para hacer las cosas, soy capaz de hilar decentemente un par de ideas. 

Y así se me pasa la mañana. En blanco, hueveando, con malestar estomacal y una desazón culposa que me hunde todavía más, que me exige explicaciones que no tengo por mis inconsistencias neuroquímicas. En la espera, me descubro rebuscando memes en la web, reels de bromas en el Insta y las arcadas que me causa la prensa apañadora que insiste en minizar la seguidilla de tragedias de mi patria. ¿Será eso? ¿que, en el fondo, el mood de la crisis me sigue interpelando? ¿que me siento tan culpable porque hay hermanos mucho por hacer y yo, en vez de hacer algo útil por mi país, me refugio en un café para tomar notas sobre ópera italiana? ¿será la mala noche? ¿o la depre rutinaria que me muerde cada enero por las metas incumplidas? Quiero espabilarme y no puedo. Cada cinco minutos reintento, vuelvo al procesador de texto, trato de arreglar la historia esa, pero mi corazón y mi cabeza me han dejado ahí tirado y se han ido a no sé donde. Los párrafos me salen zombis, primariosos y sin gracia. Es que ya no hay ganas de nada, ni siquiera de tenerlas. No hay rastro de Sir John ni de William ni de Giuseppe en este sillón. Peor todavía: a diferencia de Falstaff, yo no puedo culpar a nadie, no puedo decir mondo ladro e rubaldo, porque a mí nadie me ha empujado por la ventana ni se ha burlado de mi ingenuidad. Yo siempre encuentro el modo de tirarme al Támesis solito.

PS

Al filo de la una, sucede. No sé qué resortes se activan ni cómo, pero por fin las manos toman el control. En una hora rescribo por completo la primera mitad del cuento. Queda. E il trillo invade el mondo.


Palo Ignacio Chacón



 
Me gustan los días nublados. Pero no este.

Ando pensando en los comentarios pesimistas que un escritor (llamémosle A) me escupió hace unos días. ¿Será eso? ¿O es solo que el nublado de hoy es inusual, menos gris que amarillento? Tampoco los libreros que hay aquí están de humor. Lamentan la magra concurrencia ("está bajo"), la distribución caótica de los puestos ("un pulpo, esta huevada"), la ausencia de baños portátiles ("para achicar tenemos que ir hasta el mercado"), los problemas que han tenido con el fluido eléctrico ("nos cortaron la luz el otro día") y la precaria defensa contra el viento instalada en el pequeño anfiteatro del parque, habilitado para las lecturas, las presentaciones, los conversatorios. Rebusco descuentos entre los puestos, sin entusiasmo, fijándome menos en los libros que en lo que ocurre alrededor: un sereno busca a la mamá del niño asustado que ha encontrado deambulando en las veredas. Dos chicas se quejan por la caca de perro en los jardines resecos que rodean los stands. Y yo mismo aporto mi granito de grisura a la jornada, cuando descubro una mancha inexplicable y enorme en la casaca que me abriga. La oscuridad prematura (el sol murió hace meses y hay más nubes de lo normal) disimula algo ese lunar, pero aún así me siento sucio. Gris.

Se me pasa un poco cuando encuentro un sorprendente stand sin libros. En su base hay un parlante que bota un mix de ecos y gruñidos. El recinto está rodeado de cintas amarillas con calaveras y advertencias ("No pasar", "Peligro"). Una circulina anaranjada, como las de las ambulancias, ilumina la decoración ramplona (dos gigantografías con rostros cadavéricos). Un par de actores —mejillas carcomidas, ojos vaciados, coágulos negruzcos—, vestidos con andrajos y con manchas de tinta roja en los dedos, amenazan con arañar y con morder a quienes se toman selfis en frente de ellos. Cada dos minutos, una máquina de humo, que sesea y vomita niebla artificial, trata de hacer más lúgubre la escena, como si ya no fuera suficientemente tenebroso que los cosplayers, y no los libros, sean lo único que brilla en la Feria de Magdalena. Me pregunto si un zombi (uno que en verdad coma cerebros frescos) perdería su tiempo aquí o preferiría, más bien, cruzar la pista para atacar a los que caminan por las inmediaciones del mercado. Aquí está todo muerto.

Nueve cuentos largos sobre personajes que se obsesionan con algo que, a su vez, parece tener una obsesión con ellos. 
 
Una de las historias cuenta el hechizo de un ave mitológica.Otra, la rutina de una cárcel infinita.Otra narra la dolencia inconcebible de una niña. Otra, la fijación de una arqueóloga con unas ruinas del desierto.Otra, la historia de un secreto don que no se sabe de qué sirve. Otra, la huida de unos refugiados del apocalipsis. Otra, la crisis de identidad de un ser todopoderoso. Otra va de un mundo submarino a punto de extinguirse. Y otra de un cuaderno que prefija el porvenir.
 
Editado por Colmena Editores en Lima, 2022


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Los crímenes de Juanito Tragapelas (también conocido como Johnny Screenbreaker, Gianni Cinemalvagio, Kenji Cagatucita, Hans Matataquillas, Jean Filmeurtrier o el monstruo de la máquina de pop corn) son una herida abierta en la historia del sétimo arte. A causa de sus acciones, cientos de largometrajes se perdieron para siempre antes de ser estrenados. Su único mérito fue unir, por primera y única vez, a espectadores, críticos y cineastas en el mismo bando indignado.

Hace poco, un equipo internacional de conservadores logró limpiar y restaurar los escasos fragmentos que quedaban de los filmes desaparecidos. No es posible devolverlos a la pantalla grande, pero sí destilarlos con las técnicas de la narrativa brevísima, preservando la esencia argumental y el carácter cinematográfico de las cintas originales. Este libro reúne los resultados de ese experimento: 57 micrometrajes (de horror, drama, ciencia ficción, fantasía y romance) que combinarían bien con grasosos baldes de canchita, tóxicas bebidas azucaradas, pisos pegajosos, sonido surround solo de nombre, chicles masticados adheridos al asiento y el ronquido de una mala compañía (o el arrumaco de una buena) en la butaca vecina.

La publicación de este trabajo ha enfurecido a los admiradores del famoso criminal. Consideran que usar su nombre como título e incluir en las primeras páginas una semblanza del malhechor (muy alejada de las hagiografías habituales) equivale a insultar su memoria. Y sí: esa es la idea. Aunque este libro  no revertirá el daño causado, la recuperación de las historias perdidas impedirá que Juanito Tragapelas se salga con la suya.

#QueNoGaneJuanito

 

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    Regresar. Ya lo he hecho antes. En lo laboral, lo amoroso o lo académico, los retornos son parte de mi historia. Algunas veces regre...

Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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