La
primera vez que supe de Julio Ramón Ribeyro no lo leí: me lo leyeron.
Estaba en el colegio, en la clase de lengua, con la profesora Mazuelos.
Ella, con un rarísimo entusiasmo, insistió en leernos "Doblaje". La
trama, ya saben, va de un pintor que tenía creencias curiosas..
Recuerdo —ignorante y prejuicioso— que me sorprendió que el autor fuese peruano. Tenía 12 años (1989, o sea: aprocalipsis, bombazos y todo eso) y desde mi limitada visión de escapista clasemediero todo lo bueno tenía que venir de afuera: el anime, los taquillazos gringos o los libros de autores recontramuertos (Papi Verne, Papi Dumas) que leíamos en casa. Pero Ribeyro aún vivía y empezaba su tardío, pero justo, camino a la abrumadora popularidad de la que goza hasta hoy. Por la forma en que le brillaban los ojos al leerlo, supongo que la profe Mazuelos era una de sus nuevas fans.
Cuando, fascinado (como buena parte de la clase) ya estaba adivinando en qué terminaría esa trama de caprichos, amores misteriosos y coincidencias improbables, apareció la segunda sorpresa: el autor no contaba el final. Lo sugería, dejaba que tú completaras su cuento y permitía que pusieras las palabras que faltaban. Creo que fue la primera vez en que entendí cómo una historia que ya de por sí es buena (por su respeto al personaje, su coherencia, su "construcción") se potencia cuando el escritor deja que su lector se sienta, no solo cómplice de él, sino, casi casi, coautor.
Gracias a esa audición, quise leer el cuento por mí mismo y todo lo que pudiera de él. Justo ese año (eso lo sabría después) se publicó la primera antología popular de sus textos (la de Milla Batres) que fue la misma que la profesora leyó y que, por fortuna, mi abuelo —cuya biblioteca no se dejaba saquear tan fácilmente— accedió a prestarme. Fue entonces cuando Ribeyro se convirtió, no solo en la puerta hacia la literatura de mi tierra, sino también en el primer autor al que puse en mis cambiantes listas de escritores favoritos. La experiencia de leerlo, además, derrumbó mis primeros prejuicios lectores.
«pensaba que en otro país, en otro continente, en las antípodas, en suma, había un ser exactamente igual a mí, que cumplía mis actos, tenía mis defectos, mis pasiones, mis sueños, mis manías, y esta idea me entretenía al mismo tiempo que me irritaba.»
Recuerdo —ignorante y prejuicioso— que me sorprendió que el autor fuese peruano. Tenía 12 años (1989, o sea: aprocalipsis, bombazos y todo eso) y desde mi limitada visión de escapista clasemediero todo lo bueno tenía que venir de afuera: el anime, los taquillazos gringos o los libros de autores recontramuertos (Papi Verne, Papi Dumas) que leíamos en casa. Pero Ribeyro aún vivía y empezaba su tardío, pero justo, camino a la abrumadora popularidad de la que goza hasta hoy. Por la forma en que le brillaban los ojos al leerlo, supongo que la profe Mazuelos era una de sus nuevas fans.
«En una ocasión, estuve siguiendo durante una hora, presa de una angustia feroz, a un sujeto de mi estatura y mi manera de caminar. Lo que me desesperaba era la obstinación con que se negaba a volver el semblante. Al fin, no pude más y le pasé la voz. Al volverse me enseñó una fisionomía pálída, inofensiva, salpicada de pecas que, ¿por qué no decirlo?, me devolvió la tranquilidad.»
Cuando, fascinado (como buena parte de la clase) ya estaba adivinando en qué terminaría esa trama de caprichos, amores misteriosos y coincidencias improbables, apareció la segunda sorpresa: el autor no contaba el final. Lo sugería, dejaba que tú completaras su cuento y permitía que pusieras las palabras que faltaban. Creo que fue la primera vez en que entendí cómo una historia que ya de por sí es buena (por su respeto al personaje, su coherencia, su "construcción") se potencia cuando el escritor deja que su lector se sienta, no solo cómplice de él, sino, casi casi, coautor.
Gracias a esa audición, quise leer el cuento por mí mismo y todo lo que pudiera de él. Justo ese año (eso lo sabría después) se publicó la primera antología popular de sus textos (la de Milla Batres) que fue la misma que la profesora leyó y que, por fortuna, mi abuelo —cuya biblioteca no se dejaba saquear tan fácilmente— accedió a prestarme. Fue entonces cuando Ribeyro se convirtió, no solo en la puerta hacia la literatura de mi tierra, sino también en el primer autor al que puse en mis cambiantes listas de escritores favoritos. La experiencia de leerlo, además, derrumbó mis primeros prejuicios lectores.