Tenía los ojos cerrados, amarilla la piel, recogidos los miembros. Salvo el pecho, que subía y bajaba rápido, el resto de su cuerpo parecía hecho de paja, de vidrio. Intenté reconocerlo. No se parecía al pastor que había presidido los matrimonios de casi todos mis amigos, los bautizos de sus hijos y los sepelios de sus padres. Ni al reclutador que era capaz de convencer a decenas de adolescentes clasemedieros de cambiar sus vacaciones en la playa por una temporada de trabajo en las zonas más pobres de Ancash, Arequipa, Cusco o Ayacucho. Pero tampoco se parecía a ese ogro que, jadeando, caminaba en círculos cada vez que se molestaba. Ni al cura desafinado que, consciente de sus limitaciones musicales, evitaba cantar en las misas. Ni al trabajólico que se irritaba cuando alguien le sugería tomarse un descanso. Ni a ese cuya risa -una metralleta de jotas y ges- imitábamos sin que lo supiera. Ni al diestro patinador, ni al legendario capellán de Acho, y mucho menos al maestro jesuita que respondía sereno cualquier pregunta imaginable. No se parecía... ¿era él?
Kamil, Jorge y yo. A un metro de distancia de él. No nos atrevíamos a acercarnos más, quizá porque creíamos que el frágil hombre de la cama se desintegraría al primer suspiro. Y por la sorpresa. Los tres habíamos oído que, durante las semanas previas, otros visitantes habían sostenido animadas charlas con el enfermo, asombrándose de su lucidez y serenidad. Pero lo que no sabíamos es que desde hacía varios días ya no era capaz de atender a sus visitas. El cáncer se había envalentonado y los dolores eran tan intensos que no tuvo que aceptar los sedantes que ahora lo mantenían medio dormido. Esa era la única medicación que autorizó, pues había renunciado a cualquier tratamiento.
— No pensé verlo tan mal. Le queda poco.
Eso lo dijo Jorge, que es médico. Kamil es abogado. Como ambos son expertos en resolver problemas, me sorprendieron sus respectivas muecas de preocupación y de impotencia. Si yo hice alguna mueca debió ser de vergüenza, porque en vez de estar preocupado por el enfermo, como correspondía, me sentía aliviado porque él no podría reconocerme y, por lo tanto, no me recriminaría no haberlo visitado en los últimos años. ¡Qué arrogancia! El Padre Alfredo Castañeda no tendría por qué echarme de menos. Él había sido profesor y consejero de unas treinta promociones del Colegio y en los últimos tiempos no le había faltado el aprecio y consideración de cientos de personas, mucho menos ingratas que yo. Pero a pesar de ser "el amigo de todos" y el más popular de los curas de la Inmaculada, Alfredo tenía el don, maravilloso, de acordarse de los nombres y las historias personales de cada uno de los que habíamos sido sus alumnos. Y por eso ninguna visita, ni siquiera la mía, hubiera estado de más. Además, no importaba si habían pasado muchos años desde la última vez en que lo habías visto. Él igual se acordaba de tu nombre, te preguntaba por tus hermanos (cuyos nombres recordaba igual de bien) y hasta sabía quienes eran y qué hacían tus padres. Era una computadora.
La última vez que lo había visto, tres o cuatro años atrás, aún estaba sano. Nuestra conversación había sido más bien breve y protocolar, como le ocurre a los que se encuentran después de mucho tiempo y tienen tantas cosas que preguntarse que al final no se preguntan nada. Pero hubo una época en que nuestros diálogos eran abundantes y fluidos. Y nuestros temas de discusión, apasionantes...
No fue mientras yo era alumno del colegio, por cierto, sino en los años que siguieron, entre el 93 y el 96. Yo estaba en la universidad pero mantenía el vínculo (por lo cerca que el colegio estaba de mi casa, por mi participación en los grupos de teatro y por mi eventual apoyo a los programas de confirmación). Así, resultó casi natural que pudiera colaborar con Alfredo en algunas experiencias de trabajo social (en las barriadas de Arequipa, en el 94 y el 95), en jornadas y retiros para alumnos de secundaria (donde tuve la oportunidad de dar charlas de motivación y asistirlo en debates) y hasta haciéndome cargo de la preparación de un grupo de alumnos de tercero de media que se iba a confirmar. En todas esas actividades me esforcé, no siempre con éxito, por imitar esa calidez de la pastoral jesuita que Alfredo encarnaba tan bien y que volvía hasta divertidos algunos asuntos espirituales. Pero me alejé esas tareas porque asumí mis diferencias con la religión cristiana... y comprendí que tenía que ser coherente conmigo mismo.
Nunca olvidaré el día en que fui a su mítico despacho (una cueva de muros verdes en donde crecían torres de papeles y libros) para explicarle por qué había rechazado el último de sus encargos. Sabía que iba a decepcionarlo porque en varias oportunidades me había sugerido —de soslayo, pues era todo sutileza— que ingrese a la Compañía de Jesús para ser un sacerdote como él. Cuidé mucho mis palabras pero le dije que, aunque Cristo era un tipazo, solo era un humano como nosotros y que el universo era tan vasto que no podíamos ser lo mejor de la Creación. Él asentía con la cabeza ante cada una de mis herejías, manteniendo una media sonrisa. Cuando acabé, esperé su réplica, su excomunión, su exorcismo... pero en su brevísima respuesta no hubo nada de eso.
— No pensé verlo tan mal. Le queda poco.
Eso lo dijo Jorge, que es médico. Kamil es abogado. Como ambos son expertos en resolver problemas, me sorprendieron sus respectivas muecas de preocupación y de impotencia. Si yo hice alguna mueca debió ser de vergüenza, porque en vez de estar preocupado por el enfermo, como correspondía, me sentía aliviado porque él no podría reconocerme y, por lo tanto, no me recriminaría no haberlo visitado en los últimos años. ¡Qué arrogancia! El Padre Alfredo Castañeda no tendría por qué echarme de menos. Él había sido profesor y consejero de unas treinta promociones del Colegio y en los últimos tiempos no le había faltado el aprecio y consideración de cientos de personas, mucho menos ingratas que yo. Pero a pesar de ser "el amigo de todos" y el más popular de los curas de la Inmaculada, Alfredo tenía el don, maravilloso, de acordarse de los nombres y las historias personales de cada uno de los que habíamos sido sus alumnos. Y por eso ninguna visita, ni siquiera la mía, hubiera estado de más. Además, no importaba si habían pasado muchos años desde la última vez en que lo habías visto. Él igual se acordaba de tu nombre, te preguntaba por tus hermanos (cuyos nombres recordaba igual de bien) y hasta sabía quienes eran y qué hacían tus padres. Era una computadora.
La última vez que lo había visto, tres o cuatro años atrás, aún estaba sano. Nuestra conversación había sido más bien breve y protocolar, como le ocurre a los que se encuentran después de mucho tiempo y tienen tantas cosas que preguntarse que al final no se preguntan nada. Pero hubo una época en que nuestros diálogos eran abundantes y fluidos. Y nuestros temas de discusión, apasionantes...
No fue mientras yo era alumno del colegio, por cierto, sino en los años que siguieron, entre el 93 y el 96. Yo estaba en la universidad pero mantenía el vínculo (por lo cerca que el colegio estaba de mi casa, por mi participación en los grupos de teatro y por mi eventual apoyo a los programas de confirmación). Así, resultó casi natural que pudiera colaborar con Alfredo en algunas experiencias de trabajo social (en las barriadas de Arequipa, en el 94 y el 95), en jornadas y retiros para alumnos de secundaria (donde tuve la oportunidad de dar charlas de motivación y asistirlo en debates) y hasta haciéndome cargo de la preparación de un grupo de alumnos de tercero de media que se iba a confirmar. En todas esas actividades me esforcé, no siempre con éxito, por imitar esa calidez de la pastoral jesuita que Alfredo encarnaba tan bien y que volvía hasta divertidos algunos asuntos espirituales. Pero me alejé esas tareas porque asumí mis diferencias con la religión cristiana... y comprendí que tenía que ser coherente conmigo mismo.
Nunca olvidaré el día en que fui a su mítico despacho (una cueva de muros verdes en donde crecían torres de papeles y libros) para explicarle por qué había rechazado el último de sus encargos. Sabía que iba a decepcionarlo porque en varias oportunidades me había sugerido —de soslayo, pues era todo sutileza— que ingrese a la Compañía de Jesús para ser un sacerdote como él. Cuidé mucho mis palabras pero le dije que, aunque Cristo era un tipazo, solo era un humano como nosotros y que el universo era tan vasto que no podíamos ser lo mejor de la Creación. Él asentía con la cabeza ante cada una de mis herejías, manteniendo una media sonrisa. Cuando acabé, esperé su réplica, su excomunión, su exorcismo... pero en su brevísima respuesta no hubo nada de eso.
—No me preocupa lo que creas.
Yo, que ese día me creía un satánico peligro para la cristiandad, debí hacer una mueca de espanto porque él se apresuró a explicarme sus palabras. Dijo algo así como que golpearse el pecho en misa era muy fácil, que lo difícil era actuar como un verdadero cristiano. "Pero Alfredo...", repliqué, "¿no entiendes? Ya no soy cristiano". Se rió. "No me preocupas", insistió, con desprecio, como si me creyera incapaz de dañar a un insecto (lo que por supuesto era falso: había matado muchísimos). Y luego cambió de tema y empezó de hablar de asuntos menos relevantes. Para mí fue un insulto. ¿Qué se había creído? ¿Cómo se atrevía a subestimar mi —ya para entonces probada— capacidad de pecar? A pesar de haberme educado en un colegio de curas, era la primera vez en mis 19 años de vida, que buscaba a un sacerdote para hablarle de una incómoda crisis espiritual... ¿Y no era capaz de ayudarme? Indignado, busqué una excusa para irme. Y cuando la encontré, salí de su despacho, furioso. Pero luego de un rato, de manera misteriosa, mi nueva situación dejó de preocuparme a mí también... Y nunca más, desde ese día, he vuelto a sentirme culpable por creer o no creer.
Pero a pesar de mi proclamada apostasía, seguimos conversando, especialmente en las reuniones que a veces sosteníamos con otros compañeros de mi clase, en las que discutíamos de política y cuestiones sociales espinosas. En esas reuniones Alfredo me trató con la misma generosidad y respeto de antes, a pesar de nuestras discrepancias y de las memorables discusiones que sostuvimos (que él solía ganar, no necesariamente porque tuviera razón, sino porque era un fino polemista). Casi siempre lograba dejarme callado y eso era algo que divertía mucho a mis otros amigos, hartos de mis verborreas. Es difícil creerlo pero al margen de la enorme diferencia de edades, ideas e intereses eso era, para mí, una amistad. Pero las nuevas relaciones, ocupaciones y agendas y todas esas excusas poco originales que usamos para liberarnos de la culpa, me alejaron de ese y de otros buenos amigos.
Me acordaba de todo eso mientras lo veía allí, encogido, respirando a duras penas. Seguramente Jorge y Kamil estaban entregados a sus propios recuerdos y tenían ganas de compartirlos con él. Pero, sin poder interactuar con el enfermo, quedarse en ese lugar era irrespetuoso e invasivo y es por eso que acordamos retirarnos. En la habitación también había una enfermera que, hasta entonces, no había merecido nuestra atención. Permanecía sentada en una silla, iluminada por el fuerte resplandor que entraba por la ventana, observándonos con la misma curiosidad con la que seguramente había mirado a muchos otros visitantes. Pero apenas le dijimos que nos íbamos, se puso de pie, se acercó a uno de los oídos del enfermo y le dijo algo que bien pudo ser un hechizo...
— Ya se van sus alumnos, Padre Alfredo.
Y entonces, sucedió. Abrió los ojos. Volvió la cabeza. Nos miró. Y tras un instante de duda, balbuceó algo que no pudimos entender. Nos acercamos por fin, diciendo cosas que pretendían ser tranquilizadoras y cortéses, pero que le resultaban poco útiles para alguien que sufre y sólo quiere descansar. No hubo conversación. Su lengua estaba atrofiada y sus reflejos eran lentos... pero nosotros queríamos creer que nos oía, que nos recordaba y que nos respondía cosas coherentes. Luego levantó su mano derecha y nos echó la bendición. No fue inercia: Fueron tres señales de la cruz muy claras, dibujadas en el aire y dirigida cada una hacia las posiciones en las que estábamos Kamil, Jorge y yo. A nosotros, los sanos. Él, un enfermo terminal. Aún en esas circunstancias conservaba la capacidad de darnos lecciones sobre cómo ser "hombres para los demás", el lema del padre Arrupe que siempre nos repitió en sus clases y sermones. Y entonces entendí que ahí estaba el Alfredo de siempre. Entero. Invencible.
— Ya se van sus alumnos, Padre Alfredo.
Y entonces, sucedió. Abrió los ojos. Volvió la cabeza. Nos miró. Y tras un instante de duda, balbuceó algo que no pudimos entender. Nos acercamos por fin, diciendo cosas que pretendían ser tranquilizadoras y cortéses, pero que le resultaban poco útiles para alguien que sufre y sólo quiere descansar. No hubo conversación. Su lengua estaba atrofiada y sus reflejos eran lentos... pero nosotros queríamos creer que nos oía, que nos recordaba y que nos respondía cosas coherentes. Luego levantó su mano derecha y nos echó la bendición. No fue inercia: Fueron tres señales de la cruz muy claras, dibujadas en el aire y dirigida cada una hacia las posiciones en las que estábamos Kamil, Jorge y yo. A nosotros, los sanos. Él, un enfermo terminal. Aún en esas circunstancias conservaba la capacidad de darnos lecciones sobre cómo ser "hombres para los demás", el lema del padre Arrupe que siempre nos repitió en sus clases y sermones. Y entonces entendí que ahí estaba el Alfredo de siempre. Entero. Invencible.
Impactados por el gesto, empezamos a despedirnos, uno a uno. Cuando me tocó hacerlo, le dije alguna tontería, más protocolar que sincera. Luego tomé su mano derecha para estrechársela, como habían hecho antes mis dos amigos. Y fue entonces cuando abrió mucho los ojos, se acercó como pudo y cerró sus dedos sobre mi mano, apretándola. Intenté separarme. No pude. No me dejó. Me miró fijamente y unos sonidos incomprensibles pero pausados, salieron de su boca. Yo traté de mantener mi sonrisa de idiota en la cara, sin entender nada, mientras me mordía la lengua para no soltar el torrente de cosas que, solo entonces, supe que quería decirle. Quería pedirle perdón por no haberlo visitado ni una sola vez desde que enfermó. Y agradecerle por esa ocasión en que me recordó la parábola de los talentos y me invocó a que no escondiera los míos. O por esa otra en que se sopló todas mis dudas vocacionales y entendió que yo no quería ser abogado ("ni sacerdote, Alfredo") sino todo aquello que no se aprendía en la universidad. O por esa tarde, oscurísima, en que solo unos minutos después de que murió mi papá, se apareció en la clínica para intentar que mi mamá, mis hermanos y yo estuviésemos un poquito menos rotos. Quería decirle lo siento, gracias, sé fuerte, persevera en tu fe, resiste, no te mueras... Pero aunque mis ojos se estaban cargando por la presión de su mirada y sus palabras incomprensibles, no fui capaz de decir nada coherente. Porque cualquier palabra ya era innecesaria. Porque Alfredo Castañeda había conseguido dejarme callado, una vez más.
Kamil notó lo que pasaba. "Te ha reconocido", me dijo. No lo sé. Pero en secreto, quise (quiero) creer, que durante esos segundos mi amigo más viejo me había querido regalar una última lección sobre el poder de la humildad y la estupidez del orgullo. Cuando por fin me soltó, se acomodó, cerró los ojos y empezó a roncar de nuevo, como si nada hubiera pasado. Nos quedamos mirándolo. Mis amigos, más tranquilos. Yo, temblando. Luego de un minuto, nos despedimos de la misteriosa hechicera, que sonreía orgullosa desde su silla. Y salimos de la habitación, caminando hacia la calle por el claustro de Fátima, muy, muy despacio, como si estuviéramos en una procesión, como si quisiéramos alargar lo más posible esa despedida que nos supo a poco y a tanto. Porque entonces ya estábamos seguros de qué se trataba todo eso: no íbamos a verlo nunca más.
Kamil notó lo que pasaba. "Te ha reconocido", me dijo. No lo sé. Pero en secreto, quise (quiero) creer, que durante esos segundos mi amigo más viejo me había querido regalar una última lección sobre el poder de la humildad y la estupidez del orgullo. Cuando por fin me soltó, se acomodó, cerró los ojos y empezó a roncar de nuevo, como si nada hubiera pasado. Nos quedamos mirándolo. Mis amigos, más tranquilos. Yo, temblando. Luego de un minuto, nos despedimos de la misteriosa hechicera, que sonreía orgullosa desde su silla. Y salimos de la habitación, caminando hacia la calle por el claustro de Fátima, muy, muy despacio, como si estuviéramos en una procesión, como si quisiéramos alargar lo más posible esa despedida que nos supo a poco y a tanto. Porque entonces ya estábamos seguros de qué se trataba todo eso: no íbamos a verlo nunca más.
Seis días después, la última batalla de Alfredo terminó. Y, solo entonces, el que nunca se cansaba, pudo por fin descansar. El que siempre tenía tiempo para los demás. El de la infinita paciencia, la palabra precisa y la memoria prodigiosa. El más consecuente. El hombro. El pastor. El amigo. La leyenda. Irreemplazable. Inolvidable.
Pablo Ignacio Chacón, promoción Canisio 92.
5/4/2015 c) Todos los derechos reservados
Pablo Ignacio Chacón Blacker
Pablo Ignacio Chacón, promoción Canisio 92.
5/4/2015 c) Todos los derechos reservados
Pablo Ignacio Chacón Blacker