[CUENTO]
Los amigos de la revista chilena Paso Habilitado tuvieron la generosidad de publicar un cuento que les envié. Es una especie de cowboyada perucha con su nota de fantasmas y amores tóxicos. Para leerlo, clic aquí.
[CUENTO]
Los amigos de la revista chilena Paso Habilitado tuvieron la generosidad de publicar un cuento que les envié. Es una especie de cowboyada perucha con su nota de fantasmas y amores tóxicos. Para leerlo, clic aquí.
Levantamos los vasos, coreamos el nombre, sorbimos despacio. Dejamos luego las botellitas en el tablero, suave nomás, como temerosos de romperlas o de hacer mucho ruido. Como si estuviéramos en una especie de templo y no en esa chingana mediopelo que vende cerveza y alitas picantes hasta después de medianoche. Siguió un silencio breve y cargado de rabia, nostalgia y una cosa parecida a la culpa, de la que ninguno quería hablar. Entonces Héctor se dejó de ceremonias y soltó el balazo:
— Explíquenme, ¿por qué nos vemos tan poco si nos llevamos tan bien?
Era como para demorarse en responder. Como para masticarlo, discutirlo. Pero Renato contestó al toque, como si siempre lo hubiera sabido.
— Quizá es por eso mismo.
Darío dio un golpe en la mesa:
— Ya, carajo: quiero que prometan que el día en que me muera, pondrán en riesgo su salud y sus matrimonios por la bomba que se meterán por mí.
Kamil —que había estado más serio de lo habitual— se rió, por fin. Yo —que había estado más callado de lo habitual— reté a Darío: así será, prometí, tocando madera. Y mientras la reunión empezaba a distenderse, me pregunté si no deberíamos pegárnosla ya sin esperar a que algún otro se muera. Y ahí nomás me respondí que no, porque era lunes, porque había que chambear al día siguiente, porque tenía el estómago vacío... y no sé qué otras excusas más. Es que por ahí va la cosa: por lo fácil que es ponerle excusas a los que nos perdonan todo. Porque nos llevamos tan bien que no existe el riesgo de quedar mal, porque no hay una inversión que cuidar y porque nos resulta peligrosamente cómodo abusar de la frasecita esa de que, pase lo que pase, así seas falla, los amigos siempre estarán ahí. Y ya, sí, están. Hasta que se van.
Antes de los lamentos de esa noche, de los abrazos avergonzados, de los no puedo creerlo, de los trágame tierra (cuando la esposa, los hermanos o el padre de Alberto respondieron nuestros lo-siento-mucho con inocentes pero crueles a-los-años), antes de acercarnos temerosos al cajón y de verlo al Chino como dormidito adentro, ahorita se despierta, quién diría, carajo, puta madre, no es posible, no lo entiendo, antes de las llamadas y los audios y los wasaps inconcebibles de la mañana de ese lunes más lunes de lo habitual, antes de todo eso, nos habíamos encontrado por última vez en otra noche de cervezas, once o diez meses atrás, un jueves en que no se había muerto nadie. El plan era el de siempre: chelas y anticuchos. Un rito de esos que finaliza con la promesa, sincera y entusiasta, de pronta repetición ¿en un mes?, máximo en dos, será en mi casa, o aquí mismo, no sean fallas, cómo se te ocurre, nos volvemos a juntar de todas. Promesas que se incumplen sin querer, que se compensan muy fuera de plazo, después de agendar y postergar y renegociar y reprogramar los pormenores, en ese chat que tenemos, en el que hablamos más de series, de comics y de pelas que de prontos reencuentros. Es que hay que comprender, ya no es como antes, ahora somos importantes y hay tantas responsabilidades y ocupaciones y prioridades que podemos postergarlo todo porque, total, si tú eres un verdadero amigo vas a entenderlo, ¿Sí o no?, por supuesto, y seguirás estando, como debe ser
Un pájaro que contagia vanidades. Un hombre que busca descifrar una cartografía oculta en el aire. Una arqueóloga obsesionada con un muro en medio de la nada. Un cuaderno que cobra vida...
En estos cuentos raros, que se inscriben en la tradición de las escrituras imaginativas e irracionalistas, lo distópico convive en armonía con lo mitológico, lo fantástico con lo infraordinario, y las divagaciones metafísicas con el humor del auto escarnio... (extracto del texto de la contraportada)
Cómo adquirirlo
En México
A propósito del #DíaDeMuertos, los amigos de Literatura UNAM me publicaron un cuentito. No sé si sea una historia de #terror, una de #horror o simplemente un texto horrible (fácil es un poco de las tres cosas). Pero, bueno, ya está. Que juzguen los valientes.
Para leerlo, clic aquí.
Lo hacía cuando regresaba de la universidad. Abrazaba mi mochila, orientaba los cierres contra mi pecho y me dejaba llevar. Total, hasta mi casa había, mínimo, hora y media de viaje, suficiente para siestón, llegar fresquito y poder seguir de largo hasta las tres de la mañana.
Pero, así como los pasajeros, los conductores de los buses también pueden quedarse dormidos. No me consta, felizmente, pero todos conocemos casos que, o bien nos han contado o bien hemos visto en las portadas de los diarios: Mancan nueve por chofer dormido. Tiró pestaña y ahí quedó. Dormilón se lleva a veinte hacia el abismo. Los periodistas se las ingenian para encontrar a un testigo, un sobreviviente que confirme los hechos: el tipo al volante olía a alcohol, tenía cara de cansado, no dormía hace tres días. Es curioso que ningún noticiero le atribuya el fallo a un síncope, a un infarto o esas cosas que, usualmente, matan a la gente, porque sería como exculpar al maldito irresponsable que ojalá se pudra en el infierno. Por Judas. Por demonio.
Pero un cobrador de micro no puede quedarse dormido. Está demasiado ocupado para eso. Cuando el carro está en el paradero (o sea, en cualquier punto de la pista o la vereda) debe gritar, ciento siete veces por lo menos, los nombres de las calles propias de la ruta. Y cuando la combi se mueve, debe atenerse al guion que el oficio le prescribe, esto es, decir que no hay boleto, de ahí te doy tu vuelto, faltan cincuenta céntimos, hasta la Brasil son tres soles, así cuesta, ¿no te gusta? toma otro carrito, ¡baja uno!, a ver, papi, allá al fondo entran siete, siéntate, amigo, porque hay batida en la otra cuadra y no pueden ir parados; con sencillo por favor, avisen con tiempo, ¡no paro en Marsano!, ¡cambia veinte!, ¡asiento reservado! (cuando suben los viejitos), ¡aguanta, está con bebe! (cuando sube madre con su hijo), ponte aquí nomás, mamita linda (cuando sube la guapota), pérate un ratito (cuando el que ha pagado con cincuenta, media hora antes, aun no tiene su vuelto). Y de ahí, sacar cabeza y medio cuerpo por la ventanita, arrojarle treinta céntimos al datero o pelearse con él o lornearlo con la más vil chapa o explicarle que no tiene sencillo para darle ahorita, que a la vuelta, causa, sin falta. Y debe estar atento, ser mosca, buen vigía, por si hay tombos o viene el carro de la competencia o ya ha llegado al tren y hay que esperarse un semáforo más para que suba un buen montón de pasajeros, aunque los que están abordo chillen, pataleen y se indignen, porque por más amenaza que lancen y laberinto que hagan, ninguno va a bajar, ya todos han pagado y la mayoría van sentados. Luego habrá que halar la puerta corrediza, con furia, y estrellarla contra el vano a ver si se rompe de una puta vez. Y gritar, a voz en cuello, vamos vamos, pisa pisa, baja ahí, aguanta, viene otro, angamos espinar ejército la paz callao callao santa rosa. Y mandar mensaje a la flaquita, a la que ha dejado en visto hace una hora, no sea que sea resienta, como la otra, y ya no quiera nada, es que así son. Y prepararse bien para el frenazo, flexionar las piernas como muelles para que, cuando al fin el carro se detenga, pueda abrir la puerta, saltar y gritar lo suyo, todo al mismo tiempo y sin ninguna consideración por las leyes de la física. Son tantas actividades contables, acrobáticas, oratorias, de relaciones públicas, recursos humanos y gestión de crisis que no hay manera de que un cobrador, si es humano, pueda dormirse ni un segundo durante en el viaje.
Por eso, ayer, aun antes de decirle —al de la cúster en la que viajaba— que me bajaría en la siguiente esquina y de repetírselo porque no me respondía y de ver que no hacía caso y tocarle el hombro y empujarlo y gritarle y zamaquearlo y escuchar las exclamaciones de todos y de sentir el frenazo y oír los oh los asu y los dios mío y de verlo rodar por el suelo del vehículo, supe que él no estaba dormido. Era imposible.
Pablo Ignacio Chacón
[Microrrelato]
Tus ojos están cerrados, pero puedes verlo todo: butacas llenas, espectadores devotos, miradas ensoñadas. La tibieza de los reflectores y la acústica perfecta de la sala de conciertos arrean la secreta musculatura de tus dedos endiablados. Lo haces bien. Como siempre. Los siete arpegios encadenados de la transición, los armónicos de la cadencia, el tamborileo quedo en el clímax, los acordes en cascada del final, todo suena competente y limpio y matemático, pero con esos acentos y esas pausas que hacen que tu instrumento respire —eso decían los críticos— como adolescente enamorado.
La pieza ha terminado, pero tu dedo medio se mece todavía sobre la primera cuerda. No la soltarás hasta que la reverberación se extravíe lejos de lo audible, aunque permanezca agazapada en tus confines interiores. Cuando el silencio ya es inapelable, la orquesta desaparece, los reflectores se hacen humo y el recinto se encoje hasta las ridículas dimensiones de tu cuarto. En vez de aplausos, irrumpe el gimoteo de los resortes en el catre. Es la señal, el fin del juego: estás de vuelta en el mundo real, el que hace años se olvidó de ti. Tu mano derecha deja el arco sobre el piso de cemento y se atreve, por si acaso, a hurgar de nuevo en el bolsillo de la chamarra, pero lo único que encuentra ahí son las migas resecas de la merienda de antenoche. Suspiras, te calzas las zapatillas viejas, te incorporas y guardas el violonchelo en el estuche, como a un hijo en su mortaja. La mano izquierda se demora en aferrar el asa, como si pesara toneladas. Tus piernas te arrastran a regañadientes y alcanzas la puerta. Ya estás afuera, pero tus labios se rebelan y tararean la melodía que ya no tocarás. Suspiras. Será difícil llegar hasta la casa de empeño.
Pablo Ignacio Chacón - Texto publicado en "Juanito Tragapelas - micrometrajes (2022)
El candelabro ese que cuelga debe pesar mucho y por eso evito sentarme cerca de él. El piso cruje, por lo que mejor no moverse para no molestar. Un retrato hechizo del amauta preside la sala. Su cátedra, la que usó para dictar sus clases legendarias, sirve de ambón para los organizadores del congreso, que desde ahí anuncian, cada hora, a qué ponentes les tocará hablar. Fácil la mesa larga en el estrado también tiene su alcurnia. Sentados ante ella, hay tres narradores que, aunque juntos, están solos, porque no dialogan entre sí y cada quien habla de lo suyo. Más allá del espacio físico que ocupan, hay un vínculo temático: las temáticas fantásticas de sus obras. Yo, al fondo de la sala, detrás de los pocos espectadores y del trípode con la cámara que retransmite la sesión por internet, intento guardar las formas, no desentonar, a pesar de mi vestuario. Si hubiera sospechado las formalidades de este sitio, no habría venido en polo y zapatillas. Es que, aunque aquí es fresquito y parece mayo, afuera es marzo, hay Niño Costero y una ciudad que arde por el verano y por la represión gubernamental. Esto es una pausa. Un escape.
Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).