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Montón de rocas
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Levantamos los vasos, repetimos el nombre, sorbimos despacio. Los dejamos en la mesa, sin golpear, despacio, como si no estuviera bien hacer más ruido. Como si ese sitio fuese un templo y no esa chingana mediopelo que vende cerveza y alitas picantes hasta después de medianoche. El silencio que siguió vino cargado. De rabia, de nostalgia, de alguna cosa que era y no era culpa. Entonces Héctor se dejó de ceremonias y soltó el balazo:

— ¿Por qué nos vemos tan poco si nos llevamos tan bien?

Era como para demorarse en responder. Como para masticarlo, discutirlo. Pero Renato contestó al toque, como si siempre lo hubiera sabido.

— Quizá es por eso mismo.

Darío dio un golpe en la mesa:

— Ya, carajo: quiero que prometan que el día en que me muera, pondrán en riesgo su salud y sus matrimonios por la bomba que se meterán por mí.

Kamil —que había estado más serio de lo habitual— se rió, por fin. Yo —que había estado más callado de lo habitual— reté a Darío. 

— Así será —y toqué madera.

Y mientras la cosa empezaba al fin a distenderse, me pregunté si no debíamos pegárnosla sin más, sin esperar a que algún otro se muera. Y ahí nomás me respondí que no, porque era lunes, porque había que chambear al día siguiente, porque yo tenía el estómago vacío... y no sé qué otras excusas. Es que por ahí va la cosa: lo fácil que es ponerle excusas a los que nos perdonan todo. Porque nos llevamos tan bien que no existe el riesgo de quedar mal, porque no ahí no había una inversión que cuidar y porque nos resulta peligrosamente cómodo abusar de la frasecita esa de que, pase lo que pase, así seas falla, los amigos siempre estarán ahí. Y ya, sí, están. Hasta que se van.

Con cara de velorio

Antes de los lamentos de esa noche, de los abrazos avergonzados, de los no puedo creerlo, de los trágame tierra (cuando la esposa, los hermanos o el padre de  Alberto respondieron nuestros lo-siento-mucho con inocentes pero crueles a-los-años), antes de acercarnos temerosos al cajón y de verlo al Chino como dormidito adentro, ahorita se despierta, quién diría, carajo, no es posible, puta madre, antes de las llamadas y los audios y los wasaps inconcebibles de la mañana de ese lunes más lunes de lo habitual, antes de todo eso, nos habíamos encontrado por última vez en otra noche de cervezas, once o diez meses atrás, un jueves en que no se había muerto nadie. Esa vez el plan había sido el de siempre: chelas y anticuchos. Un rito de esos que finaliza con la promesa, sincera y entusiasta, de pronta repetición ¿en un mes?, máximo en dos, será en mi casa, o aquí mismo, no sean fallas, cómo se te ocurre, nos volvemos a juntar de todas. Promesas que se incumplen sin querer, que se compensan muy fuera de plazo, después de agendar y postergar y renegociar y reprogramar los pormenores, en ese chat que tenemos, en el que hablamos más de series, de comics y de pelas que de prontos reencuentros. Es que hay que comprender, ya no es como antes, ahora somos importantes y hay tantas responsabilidades y ocupaciones y prioridades que podemos postergarlo todo porque, total, si tú eres un verdadero amigo vas a entenderlo, ¿Sí o no?, por supuesto, y seguirás estando, como debe ser

Un pájaro que contagia vanidades. Un hombre que busca descifrar una cartografía oculta en el aire. Una arqueóloga obsesionada con un muro en medio de la nada. Un cuaderno que cobra vida...

En estos cuentos raros, que se inscriben en la tradición de las escrituras imaginativas e irracionalistas, lo distópico convive en armonía con lo mitológico, lo fantástico con lo infraordinario, y las divagaciones metafísicas con el humor del auto escarnio... (extracto del texto de la contraportada)

 

 https://editorialparaisoperdido.com/wp-content/uploads/2023/12/Los-perseguidores-2023-420.png

 

Cómo adquirirlo

En México

  • Literal Librería: https://literalmx.com/products/los-perseguidores-pablo-ignacio-chacon?_pos=1&_sid=001f6eb8e&_ss=r
  •  Editorial Paraíso Perdido: https://editorialparaisoperdido.com/libro/los-perseguidores/

 

 

 



 [CUENTO]

A propósito del #DíaDeMuertos, los amigos de Literatura UNAM me publicaron un cuentito. No sé si sea una historia de #terror, una de #horror o simplemente un texto horrible (fácil es un poco de las tres cosas). Pero, bueno, ya está. Que juzguen los valientes. 

Para leerlo, clic aquí. 


 

Lo hacía cuando regresaba de la universidad. Abrazaba mi mochila, orientaba los cierres contra mi pecho y me dejaba llevar. Total, hasta mi casa había, mínimo, hora y media de viaje, suficiente para siestón, llegar fresquito y poder seguir de largo hasta las tres de la mañana.

Pero, así como los pasajeros, los conductores de los buses también pueden quedarse dormidos. No me consta, felizmente, pero todos -chisme o periódico mediante- conocemos casos, mancan nueve por chofer dormido, tiró pestaña y ahí quedó. O dormilón se lleva a veinte hacia el abismo. Los reporteros se las ingenian para encontrar a un testigo, un sobreviviente que confirme los hechos: el tipo al volante olía a alcohol, tenía cara de fumado, no dormía hace tres días. Es curioso que ningún noticiero le atribuya el fallo a un síncope, a un infarto o esas cosas que, usualmente, matan a la gente, porque sería como exculpar al maldito irresponsable que ojalá se pudra en el infierno. Por Judas. Por demonio.

Pero un cobrador de micro no puede quedarse dormido. Está demasiado ocupado para eso. Cuando el carro está en el paradero (o sea, en cualquier punto de la pista o la vereda) debe gritar, ciento siete veces por lo menos, los nombres de las calles propias de la ruta. Y cuando la combi se mueve, debe atenerse al guion que prescribe el gremio, esto es, decir que no hay boleto, de ahí te doy tu vuelto, faltan cincuenta céntimos, hasta la Brasil son tres soles, así cuesta, ¿no te gusta? chapa otro carrito, ¡baja uno!, papi al fondo hay sitio para siete, siéntate, amiguita, hay batida en la otra cuadra y no pueden ir parados; con sencillo por favor, avisen con tiempo, ¡no paro en Marsano!, ¡cambia veinte!, ¡asiento reservado! (cuando suben los viejitos), ¡aguanta, está con bebe! (cuando sube madre con su hijo), ponte aquí nomás, mamita linda (cuando sube la guapota), pérate un ratito (cuando el que ha pagado con cincuenta, media hora antes, aun no tiene vuelto). Y de ahí, sacar cabeza y medio cuerpo por la luna rota, arrojarle un par de moneditas al datero o pelearse con él o lornearlo con la más vil chapa o explicarle que no tiene para darle ahorita, que a la vuelta, loquito, sin falta. Y debe estar atento, ser mosca, buen vigía, por si hay tombos o viene el carro de la competencia o ya ha llegado al tren y hay que esperarse un semáforo más para que suba un buen montón de pasajeros, aunque los que están abordo chillen, pataleen y se indignen, porque aunque amenacen y hagan laberinto que hagan, ninguno va a bajar, ya todos han pagado y la mayoría van sentados. Luego habrá que halar la puerta con furia, y estrellarla contra el vano a ver si se rompe de una puta vez. Y gritar, a voz en cuello, vamos vamos, pisa pisa, baja ahí, aguanta, viene otro, angamos espinar ejército la paz callao callao santa rosa. Y mandar mensaje a la flaquita, a la que ha dejado en visto hace una hora, no sea que sea resienta, como la otra, y ya no quiera nada, es que así son. Y prepararse bien para el frenazo, flexionar las piernas como muelles para que, cuando al fin el carro se detenga, pueda abrir la puerta, saltar y gritar lo suyo, todo al mismo tiempo y sin ninguna consideración por las leyes de la física. Son tantas actividades contables, acrobáticas, oratorias, de relaciones públicas, recursos humanos y gestión de crisis que no hay manera de que un cobrador, si es humano, pueda dormirse ni un segundo durante en el viaje.

Por eso, ayer, aun antes de decirle —al de la cúster en la que viajaba— que bajaría en la siguiente esquina y de repetírselo porque no me respondía y de ver que no hacía caso y de tocarle el hombro y empujarlo y gritarle y zamaquearlo y escuchar las exclamaciones de todos y de sentir el frenazo y oír los oh los asu y los dios mío y de verlo rodar por el suelo del vehículo, supe que él no estaba dormido. Era imposible.

 

Pablo Ignacio Chacón


 

[Microrrelato]

Tus ojos están cerrados, pero puedes verlo todo: butacas llenas, espectadores devotos, miradas ensoñadas. La tibieza de los reflectores y la acústica perfecta de la sala de conciertos arrean la secreta musculatura de tus dedos endiablados. Lo haces bien. Como siempre. Los siete arpegios encadenados de la transición, los armónicos de la cadencia, el tamborileo quedo en el clímax, los acordes en cascada del final, todo suena competente y limpio y matemático, pero con esos acentos y esas pausas que hacen que tu instrumento respire —eso decían los críticos— como adolescente enamorado.

La pieza ha terminado, pero tu dedo medio se mece todavía sobre la primera cuerda. No la soltarás hasta que la reverberación se extravíe lejos de lo audible, aunque permanezca agazapada en tus confines interiores. Cuando el silencio ya es inapelable, la orquesta desaparece, los reflectores se hacen humo y el recinto se encoje hasta las ridículas dimensiones de tu cuarto. En vez de aplausos, irrumpe el gimoteo de los resortes en el catre. Es la señal, el fin del juego: estás de vuelta en el mundo real, el que hace años se olvidó de ti. Tu mano derecha deja el arco sobre el piso de cemento y se atreve, por si acaso, a hurgar de nuevo en el bolsillo de la chamarra, pero lo único que encuentra ahí son las migas resecas de la merienda de antenoche. Suspiras, te calzas las zapatillas viejas, te incorporas y guardas el violonchelo en el estuche, como a un hijo en su mortaja. La mano izquierda se demora en aferrar el asa, como si pesara toneladas. Tus piernas te arrastran a regañadientes y alcanzas la puerta. Ya estás afuera, pero tus labios se rebelan y tararean la melodía que ya no tocarás. Suspiras. Será difícil llegar hasta la casa de empeño.

 
Pablo Ignacio Chacón - Texto publicado en "Juanito Tragapelas - micrometrajes (2022)



[Microrrelato] Los nómadas pasan de largo para no enfadar a sus dioses. Leones y guepardos temen su sombra y sus espinas. Y hasta el Padre Fuego, que se ceba cada año con el pastizal, evita tiznar los contornos de la Madre de las Acacias, faro y eje del cosmos. Ahí vivimos nosotros. Cada rama es un país. Cada hoja, una ciudad. Las nervaduras son las calles por las que vamos a estudiar, a trabajar o a divertirnos. Y los minúsculos polígonos verdosos, nuestras casas. Hay pocas penas allá arriba y se come y vive bien. Mi abuela me enseñó a apreciar nuestros privilegios y yo los acepté, fascinado. Pero el día en que murió aprendí a desconfiar de la armonía y el sosiego del mundo.

Cuando me hice mayor, decidí viajar tronco abajo para ver, con mis propios ojos, las raíces del santísimo árbol y comprobar si era cierto que, como decía mi abuela, ahí quedaba el asilo de los muertos. Partí una noche de verano, ignorando las razones y lloriqueos de los que me querían. Seis meses tardé en llegar a nuestra ramita provincial. A la rama norte, dos años. Un lustro más hasta la gran bifurcación y dos décadas adicionales para alcanzar tan solo el punto medio del tronco. Ya era un anciano cuando posé por fin mis piernas sobre el suelo amarillo de la sabana, frente a la discreta portada del asilo de los muertos. Ahí me recibió mi abuela que, con una sonrisa compasiva, me dijo —como si fuera necesario— que de haberme quedado arriba, habría tardado el mismo tiempo en encontrarla.


 [Texto publicado en "Juanito Tragapelas" con el título "Una de exploradores"]


Pablo Ignacio Chacón, 2022

 
 
Soy el que no volvió contigo. El que esa tarde se mordió la lengua y se amarró las manos. El que pensó al verte: no es momento, está muy fresco todo, mejor después, al año, nunca, terminemos el café y quedemos como amigos, no puedo acompañarte a casa, pero gusto en verte, te llamo pa tu santo, me alegra que estés bien. Soy el que deja que el reloj camine, no se aferra y tiempo al tiempo. El que les da chances a otras voces y a otras tardes. El que se sacude de sus ruinas. El que ya no mira para adentro. Ni para ayer.

O soy el que sí volvió contigo, pero puso reglas, cosas claras. Ya sabes: tú en tu sitio, yo en el mío, nada de entusiasmos ni mudarnos juntos, despacito, porque ya no somos niños y no queremos repetir la historia, ¿no? Crecer, de eso se trata. No de pudrirse en el intento.  

O soy el que esa tarde no asistió al café. El que cambió de opinión y dijo no, ya me conozco: si voy, caigo. El que no pone tan fácil el cuello sobre el tronco, porque zás, el hacha. Soy, entonces, el que envió un mensaje horas antes de la cita: “lo pensé mejor, no iré”. Así. Sin asco. Nada de tuve un imprevisto o mejor quedamos otro día o me duele la barriga. Todo real. Para que te fueras enterando cómo va eso de hablar con la verdad. Si lo tomas a bien, genial, quizá quede abierta una rendija, quién sabe, más adelante, más maduros ambos... Pero ahorita, ni de vainas.


Me iba a sentar cerca del centro, pero el candelabro que pende de la viga me disuade. Debe pesar mucho, un temblor fuerte aquí y fuimos. Por eso me siento atrás. Además, el piso cruje, por lo que mejor no moverse mucho para no molestar. Desde ahí veo el retrato hechizo del amauta, que preside la sala. Su cátedra, la que usó para dictar sus clases legendarias, sirve de ambón para los organizadores del congreso, que desde ahí anuncian, cada hora, a qué ponentes a los que les toca hablar. Quizá la mesa larga en el estrado también tenga algo de alcurnia. Sentados ante ella, hay tres narradores que, aunque juntos, están solos, porque no dialogan entre sí y cada quien habla de lo suyo. Más allá del espacio físico que ocupan, hay un vínculo temático: las temáticas de sus obras, en la órbita de lo fantástico. Desde el fondo de la sala, detrás de los pocos espectadores y del trípode con la cámara que retransmite la sesión por internet, intento guardar las formas, no desentonar, a pesar de mi vestuario. Si hubiera sospechado las formalidades de este sitio, no habría venido en polo y zapatillas. Aunque aquí es fresquito y parece mayo, afuera es marzo, hay Niño Costero y una ciudad que arde por el calor y la represión gubernamental. Estar aquí es pausar la realidad. Y eso hace juego con la razón de ser de este congreso.


 
 
La prensa dice que el maestro Colchado ha muerto hoy a los 75 años. No es cierto. Se fue de viaje con Wayra, que lo guía por los cerros y quebradas hacia el cruce del Marañón incendiado, la Yacumama que recorre el infinito. Saldrá ileso del trance. Como Rosa Cuchillo.

Pero, aún así, aunque yo sé que está vivísimo (hay gente que no puede morir), da pena la sola idea de que se haya ido. Mi tristeza tiene algo de egoísmo: me hubiera podido conversar con él. Pero una conversa de de verdad, no como la única que tuvimos y que fue, más o menos, así:

— Disculpe, ¿podría robarle una firma, por favor?.

Se lo dije con una edición popular del Cordillera Negra en una mano, que yo había leído recién, alucinado. Justo en esos días supe que daría una conferencia con Luis Nieto Degregori en Petroperú, sobre la narrativa de los años 80 y, como entonces trabajaba cerca, decidí asistir. Pero preparado (O eso creí...).

— Claro ¿tienes lapicero?.

No tenía, bien huevón, y tuve que pedirle prestado uno a un desconocido que acababa de acercarse a nosotros, un hombre que también quería hablar con él y que había visto, mueca de derrota de por medio, cómo le ganaba yo la posición. Mucha conchudez, habrá pensado ("¿encima que me atrasas pides mi ayuda?"). Pero, ¿qué sería? ¿la solidaridad de los fans? ¿tratar de quedar como buena gente ante el escritor? Ni idea. Sin suspiro ni mueca de incomodidad, ek tipo me ofreció su lapicero negro. Colchado empezó a firmar. Entonces, cosa inesperada, mi benefactor me preguntó —no sé si con malicia o interés— cuál de los cuentos de ese libro me había gustado más. Yo me quedé en blanco. O sea, yo había leído todos los cuentos del libro y me habían gustado más este y aquél, pero, en serio, no recordaba los títulos, solo las tramas...

— pues.... ese del del asesino que usa una máscara para conquistar a la chica que lo choteaba...
— Ese cuento se llama "Dios montaña" —dijo Colchado, didáctico y salvador, pero, también, supongo, aliviado ("este atarantado sí me ha leído")
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Autor

Pablo Ignacio Chacón

Pablo Ignacio Chacón

Soy autor de "Los perseguidores" (cuentos) y "Juanito Trapelas" (microrrelatos). En 2017 gané el Concurso de Microrrelatos de la Casa de la Literatura Peruana. Fui finalista en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo (2011), el Concurso Bonaventuriano de Cuento de (2015) y dos veces en la Bienal de Cuento Premio Copé (2000 y 2022).

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