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Herejías





Viernes, 29 de noviembre

Hemos salido del chifa y ahora vamos al bar. Luis, Manuel y yo. Hablamos de dinero. Del que falta. No para los wantanes y las chelas (que para eso siempre hay), si no para cosas mucho más grandes y alucinantes. El dinero que supuestamente merecemos. El dinero que debería llover.

Luis nos cuenta cómo, una vez, cuando era niño, su padre estuvo a punto de ganarse un dineral que le hubiera cambiado la vida a su familia, juntando chapitas marcadas de una gaseosa. Una anécdota, que dice, escribirá al detalle algún día, cuando tenga más tiempo para escribir. Entonces yo, un poco por joder (no he tenido una buena semana), pregunto a mis amigos: ¿Qué harían si les cayera del cielo un montón de dinero, todo ese que quieren y no merecen? Luis dice que renunciaría a su super empleo y que se dedicaría a leer y a escribir. Manuel dice lo mismo, pero con más entusiasmo, porque en los últimos meses, por culpa de la maestría de escritura creativa y sus deberes de funcionario estatal, no tiene tiempo para nada. Yo, que sí me las ingenio para escribir cuando puedo, les digo que, si me sobrara el dinero, probablemente no escribiría más.

Mi declaración es un escándalo y mis amigos se molestan. Solo por eso matizo mi aseveración: es que yo, les digo, escribo cuando las cosas me faltan o me duelen o me joden. Entonces, si me sobrara el dinero (intento ser lógico) tendría menos preocupaciones y menos razones para escribir. No me creen.

Ya en el bar, la cerveza, que lo diluye todo, aleja la controversia. Llegan luego otros monos milenarios y, no más de una hora después, aprovechando el pánico, anuncio que me voy, dizque porque tengo cosas que hacer al día siguiente. Es cierto, pero no es por eso que me voy. Necesito hablar de temas tristes y en esa mesa ya no queda ninguno.

Por eso, mientras camino hacia la avenida Arequipa, me entusiasmo poque veo la tristeza en una banca. Una chica. Un chico. Están sentados con las rodillas pegadas. Cada uno mira hacia la acera de en frente, como si se ignoraran o estuvieran en trance o vivieran en galaxias distintas. Cada uno sostiene su propio celular en una mano. Se me ocurre que están asi porque acaban de leer los mensajes de whatsapp que se han enviado mutuamente y que lo que deben responderse es tan grave e importante, que están pensando bien en las palabras que usarán. Por escrito. Registro la idea. Podría servirme algún día.


Sábado, 30 de noviembre

He quedado con mi amiga Ana Delia para ir a una librería, muy temprano. No vamos a comprar libros para nosotros sino para nuestros respectivos "amigos secretos" (estamos jugando el dichoso juego con otro grupo de escribidores). No sabe que es precisamente a ella a quien yo debo comprarle un libro. Pero es tan curiosa y detective (lleva toda la semana tratando de entresacar información a todos los del grupo para tratar de adivinar quién le tocó) que creo que, la mejor forma de eliminarme de su lista de sospechosos, es comprar el libro en sus narices... sin que se de cuenta. Pero ya en la librería desisto de la hazaña pues no puedo escabullirme para comprar el libro. Me jala la lengua cada vez que ve aquí y allá distintas carátulas y nos la pasamos comentando todo lo que hay en los estantes, ¿has leído este?, este es malazo, este es otro bluff, este me falta, qué caros son los libros y todas esas cosas. Al final, compro un libro que no está en su lista (y que no le regalaré, obviamente). La gracia me saldrá cara: tendré que regresar más tarde y solo.
 
Aún es temprano. Su novio va a recogerla en una hora, todavía, y acordamos hacer tiempo en el Real Plaza Salaverry. En el patio de comidas, con un jugo de frutas de por medio, seguimos hablando de libros pero ya no de los de autores consagrados sino de los que ella y yo estamos escribiendo. Y sale, otra vez, el tema del tiempo que nos falta para escribir y del dinero que necesitamos para pagarnos ese tiempo libre. Recuerdo mi herejía de la víspera y la repito: si fuera millonario ya no escribiría. De nuevo el horror. Qué dices, no te creo, no es posible, ¿te sientes bien? Yo me defiendo con una nueva hipótesis: Escribir es reciclar. La única forma de darle utilidad a lo que te salió mal es usarlo como insumo para una historia o una canción. Entonces, si las cosas te salieran siempre bien, te quedarías sin material. No la convenzo. Los ricos también lloran, dice. Como me he quedado sin argumentos y tengo que comprar el dichoso libro, huyo. Además tengo un trabajo atrasado en casa.

Pero antes de salir del centro comercial, busco el baño. Además de mear tengo que lavarme la cara porque siento que se me ha pegado algo oscuro y viscoso desde anoche. Y me pierdo. En serio. Porque en los flancos de los grandes ambientes del centro comercial hay muchos pasadizos y escaleras mal señalizadas que llevan a los baños y a las áreas de servicio. Cuando por fin encuentro el baño y hago lo que tengo que hacer y regreso al laberinto, recuerdo que eso de extraviarse tiene su gracia. Elijo no mirar los letreros y, recordando juegos de niñez, busco mi propia ruta de escape. Tomo unas escaleras enormes que supongo me llevarán a la calle. Pero, al pie, hay una puerta y, detrás, otro pasadizo y avanzo y en un rato, algo confundido, empiezo a alucinar que las escaleras y los pasadizos se seguirán enredando, como si en vez de estar caminando por una bien planificada estructura de concreto, yo estuviera dentro de una soga hueca, que alguien (¿un gigante?, ¿una bruja?) ha usado para tejer un nudo monstruoso. Y se me ocurre que la próxima puerta que abriré me llevará a una calle de otra ciudad, en donde se habla un idioma incomprensible y en donde tendré que pedir a los transeúntes (con señas y muecas) indicaciones sobre la ruta más rápida para volver a mi patria lejana. Pero no. La puerta que abro da a una tal Avenida Salavery, que conozco demasiado bien. Decepcionado, recuerdo que ya no soy un niño y me pongo a buscar la librería en donde compraré por fin el regalo que tenía que comprar, para irme pronto a casa a avanzar con mi trabajo pendiente. En el bus anoto en mi teléfono: "niño centro comercial escaleras especie de portal para viajar grandes distancias se pierde no puede volver a casa". Ideas que algún día podrían servirme.

Domingo, 1 de diciembre

A las cinco de la tarde hay un pequeño evento al que que he sido invitado. Es en la Casa de la Literatura. Se presentará la nueva convocatoria del concurso anual de microrrelatos y se retransmitirá por las redes sociales de la institución. Como tuve la fortuna de ganar la edición del 2017 (y de ser miembro del jurado el 2018), Liliana, la jefa de la Biblioteca, me ha invitado ("para que cuentes tu experiencia"). Durante la semana le había dicho que sí. Pero luego de enviar mi mensaje de respuesta, me arrepentí, pues no he terminado ni el videito ni el artículo que tengo que entregar en la semana. La inercia sigue siendo más fuerte que el deber.

Llego temprano (para variar). No hay mucha gente aunque, felizmente, conozco a algunos de los asistentes con los que puedo matar el rato conversando inanedades. Luego empiezan los discursos. En una de esas, Antonio (gran poeta, parte del staff de la Casa y habitual presentador de estos eventos) me señala y pide que les cuente cómo se me ocurren la shistorias. Yo, aturdido (nunca me han preguntado eso), digo que no tengo un método, que solo salen. El brevísimo silencio que sigue me termina de despertar: estoy haciendo el rídiculo y mi respuesta es inaceptable. Entonces, corrijiéndome, miento una historia sobre cómo salió la única historia que me han leído (la del cuento de hace dos años) a partir de una anécdota de mi abuelo con su propia biblioteca. Mi testimonio los convence. Aliviado, pero incómodo, tomo asiento. Los demás hablan de lo bonito que es escribir, del viejo asunto de crear universos, de cómo estimular esa comunicación asimétrica y extraña entre lectores y escritores y bibliotecarios. Me siento desubicadísimo pero, al mismo tiempo, parte de un mundo pequeño, aburbujado, alejado de la realidad que bulle afuera, en la que tampoco encajo. Arrastrado por el mood de hartazgo y extrañamiento que he sobrellevado ese fin de semana, me pregunto, como si me estuviera tomando el pulso, qué es lo que preferiría estar haciendo en ese momento y me averguenza mi respuesta mental: lo que quiero hacer no tiene nada que ver con escribir ni con leer ni con estar en un centro cultural un domingo por la tarde, sino con cosas más profanas y corrientes y que implican gastos que no están a mi alcance. No me siento digno de ese espacio y busco una ocasión para marcharme. Además, tengo una buena excusa: hay cosas que hacer en casa. Cosas que tampoco quiero hacer, pero que no tengo más remedio que hacer.

Pero, aunque supuestamente tengo apuro, mis pies están en otra. En vez de llevarme a Evitamiento para tomar los chinos (que me dejarían en casa en media hora), prefiero la ruta larga y camino hacia la Estación Central. Al pasar por la plaza de armas me detengo a ver unos drones luminiosos y a una niña a la que sus padres obligan a posar para una foto frente al inmenso árbol navideño, y a un grupito muy compacto de viejitos que avanzan apurados, como si fueran ellos, y no yo, los que tienen que regresar rápido a sus casas para terminar un trabajo pendiente. En el cruce de jirón de la Unión con Huancavelica dos niños miran, idiotizados, a uno de esos artistas  plateados que, parados en un pedestal de plástico, imitan a las estatuas para ganarse unas monedas y me pregunto qué ocurriría si una avispa reconrosa se le mete entre la piel y a la ropa. En el atrio de La Merced un mendigo, aparentemente cojo, me extiende la mano con brusquedad; me imagino que, en ese mismo momento, antes de que yo le mienta diciendo "no tengo, amigo", aparece por ahí alguien que el mendigo conoce pero no espera; alguien que le grita y le reclama que le pague un dinero que le debe, provocando que el cojo -milagro de la Virgen- salga corriendo para eludir al acreedor. Más allá, un enésimo jalador, de esos que buscan clientes para los talleres de tatuajes que hay en los altos de las casonas, me ofrece los mejores precios del centro histórico para darle color a mi brazo desteñido; lo percibo tan inusualmente entusiasmado que sospecho que lo que hacen allá arriba no es marcar la piel de la gente sino cortarla, para extraerle un riñón o alguna que otra menudencia que paga mejor que la tinta encarnada. Y entonces, en otra fantasía, alucino que yo sí tengo mucha, mucha plata, y que debo llegar pronto a mi casa. Pero no para hacer el video ni el artículo pendientes, si no mi equipaje, pues estoy a punto de emprender mi quinto viaje alrededor del mundo. Pero que, a pesar de la urgencia que tengo por ir de pesca al Lago Tanganika o perderme en los laberintos de Angkor, no podré evitar lo inevitable: anotar, antes de que se me olvide, la historia de un tipo pintado de plateado que trabaja como estatua en el Jirón de la Unión, que sufre una grave indigestión y que le pregunta al cojo que mendiga al lado dónde puede encontrar el baño que urgentemente necesita. Y que el mendigo le responde, pensando en la recompensa que recibirá por ello, que en el segundo piso de la casona que hay al frente, ahí en donde hacen tatuajes, ahí le pueden prestar un baño. Y que el tipo de plateado, agradecido, dejándole encargado el pedestal de plástico, emprende la carrera, escaleras arriba, esperando llegar a tiempo antes de que las tripas lo traicionen, sin sospechar que en ese momento empezará la más extraordinaria y la más terrible y la más alucinante aventura de su vida. Algo digno de contarse. Algo que solo yo —con plata o sin ella— puedo y debo contar.



Pablo Ignacio Chacón

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