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Aspas


En medio de la mesa había dos cebiches, un pote de cancha y una Inca Kola de a litro. A los lados, dos tipos que habían trabajado juntos cuatro años atrás y que se encontraban por primera vez desde entonces. La excusa: Rajar de los "viejos tiempos" cuando en medio de los asuntos menos estimulantes del día a día laboral, se reunían brevemente para despejar la mente, improvisando discusiones sobre los temas más variados, haciendo juegos de palabras y gastándose bromas sumamente nerd que nadie más se arriesgaba a celebrar.  

Uno de ellos era un catedrático universitario, ingeniero, conocido en la antigua oficina por su legendaria facilidad para irse por las ramas cuando hablaba de cualquier tema. Y esta vez se explayó a su gusto: Habló de sus recientes vacaciones con su esposa e hija, de una lesión en el hombro, del carro que se había comprado y de las ganas que tiene a sus sesenta y un años de comerse el mundo. Le contó a su interlocutor lo difícil que resulta lidiar con las mafias que amenazan la universidad en la que trabaja. Pero que, a pesar de ello, se sentía orgulloso de lo que hacía. Había liderado un cambio curricular en la carrera de informática que había sido tan valorado por los mismos alumnos que ahora éstos se sentían motivados a presentar sus propios proyectos de investigación, sin que algún profesor se los pidiera. Luego dio un discurso sobre lo gratificante que es inocular pasión en otros, resolver problemas complejos y dedicarse a lo que a uno le gusta. Al final dijo que ya no quería saber nada de sueldos ni dependencias, que quería convertirse en un emprendedor exitoso, dueño de sus horarios. Estaba convencido de que ése era el camino que tenía que seguir si quería dejar una huella en el mundo, aunque no gane mucho dinero en el intento. Los brazos de este ex gerente de sistemas, como si fueran los de un molino de viento, se movían en todas las direcciones, haciendo más creíble y convincente su discurso, como si no bastara con sus argumentos y fuera necesario hipnotizar de algún modo a su interlocutor. Pero también como si fuera necesario atajar cualquier objeción, desviar cualquier ataque, debilitar al pesimismo. No se limitaba a contar sus sueños. Predicaba. 

Al otro lado de la mesa estaba el ex gerente de proyectos, veinte años menor. En su hoja de vida no había licenciaturas ni nada comparable a los pergaminos de su amigo, pero su variado historial laboral, sus aficiones y lecturas le permitían defender bien sus ideas. Llevaba tres años siendo un emprendedor y eso le daba la autoridad suficiente para opinar sobre las nuevas aspiraciones de su interlocutor. Le habló de los proyectos en los que estaba trabajando, de los muchos que se habían quedado en el camino y de los clientes, más o menos fieles, que había logrado mantener (y gracias a los cuales sobrevivía). Pero no pudo evitar confesar que no se había acercado a la fortuna que soñaba cuando renunció a su empleo, tres años atrás, a pesar de sus esfuerzos y de correr todo tipo de riesgos. Usó las palabras "suerte" y "contactos" y se permitió dar consejos al respecto. Luego cambió el tono y admitió que en los últimos días se había sentido tentado a regresar a ese sistema empleado-empleador del que tanto había renegado. No porque lo añorara sino porque después de todo lo que le había pasado, ya no le parecía tan oscura y humillante la idea de trabajar para alimentar sueños y fortunas ajenas. Porque el que está cansado de incertidumbres no le hace ascos a cualquier seguridad, así sea la de los grilletes. Eso sí: para que su debilidad no fuera tan evidente y no lo avergonzara tanto, llenó su relato de bromas que su interlocutor celebró moviendo festivamente sus aspas de molino. 

Pidieron un chaufa de pescado porque los cebiches quedaron cortos y la conversación daba para más. Hablaron de aplicaciones informáticas, de cómo los paradigmas cambian cada pocos años, del futuro de la humanidad y de la ruina de la civilización. Los temas de siempre. Pero, por momentos, el emprendedor pesimista recordaba su disimulado desahogo y las ideas oscuras que tan vehementemente había defendido hacía un rato. Ahora no estaba tan convencido de ellas. Las sentía —como antes— ajenas, falaces, absurdas, cobardes. Como si hubieran chocado contra algo que las atajaba, desviaba y debilitaba. 

Un par de horas más tarde, ya solo y camino a su casa, el menor trató de entender ese cambio. Rememoró la conversación y el entusiasmo de su ex colega mayor. Y entendió, recién entonces, a sus 41 años, que la juventud no es más que un estado de ánimo.


Pablo Ignacio Chacón

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