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Despedida adelantada



De poco ha servido el mantenimiento que le doy. Ahora se sobrecalienta más que antes. Algo tendrá que ver el verano. Pero también el tiempo que lleva funcionando y el esfuerzo que hace por mi culpa. Cuando tengo que usar alguna aplicación en línea (de edición de videos, por ejemplo) o cargo más de dos programas locales, la máquina ruge y, si no cierro algunas pestañas, se apaga. 

¿Cuánto tiempo le queda? No lo sé.  Puede que unos meses, quizá hasta un par de años, pero bien puede morir antes de que termine de escribir estas líneas. La pantalla tiene problemas: Unas rayas rojas, horizontales, están bailando todo el tiempo en la parte inferior. No es grave, las rayas tienen un espesor de un centímetro. Pero cuando aparecieron, hace poco más de un año, sólo cubrían un par de milímetros. Es una enfermedad lenta pero inexorable que irá infectando el resto del recuadro. Las teclas se conservan mejor, a pesar de las manchas inexplicables que tienen y de lo sucios que se ven sus intersticios. Pero rebotan bien, mantienen su uniformidad y no se han despintado. El borde metálico brillante que rodea el tablero principal, en cambio, se ha descascarado en varios de sus tramos. Alguna vez fue un distintivo elegante. Hoy es lo primero en lo que alguien se fijaría para comprobar que se trata de una computadora vieja.  

Vieja y todo, la uso mucho. Casi todos los días. Es mi principal puerta de acceso al mundo y mi espacio de trabajo. Todo el dinero que he ganado en el último año se lo debo a ella. Pero las satisfacciones que me ha dado exceden lo laboral. En ningún otro teclado, ni siquiera en un cuaderno, he escrito tanto (ficciones y garabatos como éste, la mayoría de los cuales nunca difundiré).

Pero ya no sale a la calle. Hace algún tiempo perdió su condición de portátil y se ha convertido en parte de mi mobiliario. La inmensa batería, tuvo alguna vez el propósito de darle más tiempo de autonomía que a otras laptops de su generación. Ya no sirve. Solo resiste veinte o treinta segundos y, si no la enchufas al toque, se apaga. Si conservo esa batería en su sitio es sólo por la ligera inclinación que le da al teclado, como si fuera un atril, lo que me permite escribir con más comodidad. 

En la calle ha sido reemplazada por mi tablet o por mi móvil, donde la tarea de escribir es más difícil e incómoda. Por eso, cuando estoy allá afuera, extraño mi laptop, a pesar de sus achaques y averías.

He pensado que mis cuidados y trabajos han dotado a esta computadora de algo parecido a un alma. Y que, entonces, ella también me extraña cuando no toco sus teclas. Y que en esos momentos, cuando está fría y apagada, se pregunta en dónde estoy y se tortura con la idea de que mis dedos escriben ficciones en otros dispositivos, cuya existencia le oculto para no herirla y para que no sepa que ha dejado de ser la única. Pero creo que cuando se entere de mi infidelidad (es decir, en este momento) me perdonará, porque mis defectos -que ella conoce como nadie porque se los he contado todos- no la hieren ni la irritan, sino que la convencen de quererme más. Y por eso es que escribo esto. Porque puede que no tenga otra oportunidad para decirle, con todo el sentido del tacto que soy capaz de reunir, lo importante que es también ella para mí.

Sí, estoy alucinando. Y también exagerando. Porque quizá esta máquina me acompañe durante muchos años más. Y el día en que las rayas cubran toda su pantalla y el borde se le descascare por completo y las teclas se le salgan al menor contacto, ya habrá ocurrido algo parecido con mi cara, con mi pelo y con mis dientes.

(02/03/2016)

Pablo Ignacio Chacón (c) Todos los derechos reservados


Pablo Ignacio Chacón Blacker 

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