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Número Uno

A veces, cuando viajo en bus sin radio (sí,existen), cuando miro al techo en las noches de insomnio, o cuando hago una caminata nocturna para bajar una comilona brutal, se me da por hacer listas mentales de asuntos que no tienen ninguna importancia. Uno de esos jueguitos consiste en preguntarme qué música escogería para distraerme si quedara abandonado en una isla desierta sólo con un reproductor de música (con batería solares). La lista no puede exceder las cinco o diez piezas. Todas las listas de preferencias que haces (de comidas, lugares, películas, viajes y de eso que estás pensando) van cambiando a lo largo del tiempo a medida que vives nuevas cosas (es decir, a medida que envejeces). Es lo normal. Pero en el caso de la música hay una pieza que desde siempre se encuentra en los primeros lugares de mi ranking.  
  


La conocí cuando era un adolescente que se machacaba el cerebro con canciones de Queen, de Juan Luis Guerra y suites para orquesta de Rimski Korsakov. Fue algo sin ninguna expectativa, sólo porque había por ahí un casete que nunca antes había escuchado, de la colección que mi papá, melómano, había comprado. Decidí darle una oportunidad con esa generosidad desprejuiciada que sólo es posible cuando estás aburrido. No sé si fue el desdén inicial, la falta de referencias, o el particular estado de ánimo que tenía en el momento de ponerle play al equipo... pero cuando cuarenta minutos después terminé de escuchar el último movimiento (de los tres que tiene la obra), yo estaba hecho pedazos. La música puede hacerte cosas como ésa, sobre todo si eres joven y no sabes nada de la vida. Hace que te vibren cuerdas internas que no sabías que tenías. Fibras que se moverán, cómo no, durante los terremotos que el amor, la ausencia o la euforia te producirán cuando seas adulto. No era la primera vez que la música me hacía eso. Me había pasado, (con la cuarta de Tchaikovsky o la sétima de Beethoven...). Pero normalmente esas sensaciones acudían a mí a partir de la segunda o tercera audición, nunca en una primera escucha, que fue lo que me ocurrió con ese casete. Un flechazo.

Desde entonces, el Concierto para Violonchelo en si menor de Antonín Dvořák encabeza mis preferencias. Le tengo tanta ley que incluso me obligo a no escucharlo durante largos períodos de tiempo, sólo para asegurarme de olvidarme de alguno de sus fragmentos. Así cuando por fin decida volver a oírlo, siempre hay algo de sorpresa.

La razón de mi manía me resulta desconocida. No me ocurre con otras obras del autor (aunque me gustan mucho sus tres últimas sinfonías). Tampoco es que esta música evoque un trauma, recuerdo dichoso o alguna imagen especial. Así que no lo entiendo. Supongo que habrá que resignarse a la respuesta habitual para estos casos: No se puede explicar el amor.


La razón de la sinrazón

De todos modos, como soy necio (y me gusta escribir huevadas), he ensayado algunas teorías al respecto. Creo que en primer lugar es un asunto de expectativas. El arranque de cada uno de los tres movimientos que componen la obra (que siguen la habitual lógica "rápido y largo", "lento" y "rápido y corto") es convencional y no expone sus mejores melodías. Es decir, empiezas a escuchar, dices "sí, es agradable, está bien" pero sin mucho entusiasmo. Pero luego, a medida que la música avanza y las variaciones melódicas se suceden, esos motivos aparentemente desangelados van sonando cada vez mejor gracias al talento que tenía el compositor para exponer con distinto énfasis y color una misma idea. Les saca el jugo de una manera impresionante. Y entonces, de pronto, aparece un segundo tema, mucho más bonito (lo mismo ocurre en los tres movimientos). Y cuando llega la sección del desarrollo (algo para lo que Dvořák era un genio) al entremezclarse y contrastarse cada melodía se engrandece tanto que al final de cada sección no puedes creer que al inicio no sintieras nada por ellas. ¿Cómo lo hizo? Simple: Te bajó las expectativas desde el inicio y luego te zampó todo su genio. Te sorprende y, por lo tanto, te convence.

Después está otro factor que tiene que ver con el formato de la obra y que ha sido señalado por todos los criticos: La manera en que Dvořák resuelve el enfrentamiento, a primera vista desigual y abusivo, entre la orquesta y el violonchelo solista. Hay que tener en cuenta que este es un instrumento desprovisto de la imponente sonoridad del piano o el violín, los favoritos de los grandes compositores para el género del concierto. Un piano o un violín pueden competir sin arredrarse con cualquier bosque orquestal. El cello en cambio tiene un registro grave y "aterciopelado" y es muy difícil que logre dejarse oír sobre el resto de la orquesta. Hasta que  Dvořák compuso esta obra, en la mayoría de conciertos de violonchelo el solista debía tocar o bien muy fuerte o esperar a que el resto de la orquesta se calle para sonar y lucirse. Pero en Dvořák el chelo casi nunca toca solo. El prodigio (que arrancó elogios y una honesta envidia de parte del mismísimo Brahms cuando leyó la partitura) se logra mediante una inteligente dosificación de sonoridades. Por ejemplo en algún momento el chelo toca melodías elaboradas mientras la orquesta hace algunos arabescos brevísimos, células muy pequeñas que se suceden entre silencios, estableciendo la armonía y dándole color al discurso principal: Cuerdas en pizzicatti espaciados o maderas resuenan suaves en el fondo... Pero apenas el solista toca una nota larga y la mantiene, el resto de instrumentos sale de su timidez, reforzando los sonidos y tocando juntos. El oyente, que ya ha fijado en el oído la nota larga que está tocando el chelista, no tiene entonces problemas en distinguirlo del resto de ejecutantes que se acaban de incorporar. El volumen del conjunto sube y baja con gran rapidez, para darle los huecos necesarios al solista para que toque a su antojo, pero sin dar nunca la impresión de que la orquesta se ha callado.

El gran compositor checo Antonín Dvořák (1841-1904)
Pero tampoco es que la orquesta actúe de mera comparsa. El compositor cede a otros instrumentos algunos momentos de esplendor y virtuosismo (una flauta en el segundo movimiento, un violín en el tercero) y le regala a otros instrumentos momentos intimistas (como en la maravillosa presentación del segundo tema a cargo de un corno, en el primer movimiento) pero sin hacerlos competir con el protagonista. Este estudiado equilibrio, basado en el volumen y la intensidad variable de cada compás, no es, como pudiera parecer, contraproducente con la inspiración, porque nunca parece obvio ni forzado. Además ocurre mientras brotan de todas partes abundantes melodías secundarias que se funden con los temas principales y que se comportan como los actores de una obra de teatro, evolucionando y degradándose. 

Hay cosas mucho más subjetivas que destacar y que acaso expliquen mi desmesurada adicción a esta pieza. A mí me da la impresión que el compositor dota al violonchelo protagonista de silencios, arranques y pausas que evocan por momentos la respiración de la voz humana cuando declama, gime, llora, protesta y se ríe, obrando una magia misteriosa con la que resulta fácil identificarse y que te mantiene atado y atento a un drama que no sabes en qué consiste pero que percibes cercano, inmediato, como si resonara desde dentro de tu pulmones y no desde las vibraciones del aire circundante. Sí, ya sé, muy fumado. Mejor vemos algunos detalles de la estructura de la obra. 

Temas, estructura... y Josefina

El primer movimiento (Allegro) es el más convencional formalmente hablando y está estructurado en forma sonata. Arranca con la exposición discreta de una melodía de apariencia humilde en las maderas graves (el primer tema):



Pero pronto es elevada por la orquesta al tutti y tocada con una gran variedad de timbres y matices. Luego la intensidad baja y un corno dibuja el hermoso segundo tema:



Ah muy bien, dices. Pero hay más: La melodía continúa, volviéndose más apasionada en manos de los clarinetes y oboes:


 
Pero como esto no es una sinfonía (aunque hasta entonces lo parece) hace su entrada el chelo solista que se dedica a enriquecer y explotar al máximo las posibilidades de este material, alternando fraseos largos con otros de gran virtuosismo. El solista y la orquesta nunca se repiten y le sacan tanto jugo que los hace sonar, a veces íntimos y otras veces triunfales. El movimiento, repleto de contrastes, termina de manera grandilocuente.


El segundo movimiento (Adagio ma non troppo) mucho más reposado, también tiene dos temas principales. El primero es otra vez sencillote, expuesto por el clarinete (con acompañamiento de oboe y fagots):



y de inmediato, tras la repetición del solista, aparece un segundo tema, mucho más abierto, que se alterna entre los clarinetes y el violoncelo protagonista. Fíjense como ocurre lo que les comentaba: El instrumento a mantiene una nota y sólo entonces el otro se desquita. Todo esto se hace sobre un insólito acompañamiento, muy tenue, de los trombones y la tuba:
 

Luego de esa exposición hay un tutti en el que la orquesta toca una melodía de tintes trágicos. Ya, bacán, buen material. Pero, espera ¡hay más! El solista se lanza entonces con un tercer tema, muy cantabile, sobre una serie de arpegios de las sección de cuerdas:



Esta melodía no era nueva. Fue usada por Dvořák muchos años antes en una canción para piano y voz que se convirtió en la favorita de Josefina Cermákova, una mujer que él había amado profundamente (sin ser correspendido) en su juventud. Años después el compositor se casaría con la hermana de Josefina (Anna, que fue su compañera hasta el final de sus días) pero parece ser que la pasión por su ahora cuñada nunca se apagó del todo. Cuando Dvořák escribió este concierto supo que Josefina se encontraba muy enferma y por eso incluyó el tema, a manera de homenaje. Influyó también la distancia: En ese momento Dvořák estaba en Nueva York en donde dirigía el conservatorio local y los recuerdos de su patria, Bohemia (entonces parte del Imperio Austrohúngaro y hoy de la República Checa) se dejan sentir en la partitura que, según los musicólogos, contiene varias referencias a la música de su tierra natal. Esta sección concluye con mucho lirismo y emoción contenida.

El tercer movimiento (Finale: Allegro moderato) es probablemente el más original (y mi favorito). Aunque durante la primera mitad de esta sección pareciera que nos encontramos con un típico "tecer movimiento" de concierto del siglo XIX (esto es, un rondó saltarín, juguetón y con aires folclóricos) la segunda mitad rompe ese esquema. Pero vamos por partes.

El tema principal, insinuado por la orquesta pero formalmente presentado por el solista, es enérgico y marcado. 


La orquesta lo hará suyo y lo expondrá en más de una ocasión de manera imponente pero también será utilizado, más adelante, en todo tipo de variaciones. Hay varios temas secundarios en esta sección. Uno de ellos tiene dos partes, la primera llena de notas sforzandi  y de melodía marcada y ascendente y la segunda bastante más cantable (con la indicación "dolce" en la partitura) con un inconfundible aire folclórico.


Luego baja la intensidad, aparece un nuevo motivo lírico sobre una base ondulante, la orquesta repite el segundo tema con fuerza y se vuelve a exponer el principal por todo lo alto. Sólo entones "se acaba el baile" y el compositor se pone otra vez emotivo y presenta una nueva melodía (con la indicación dolce cantabile) con la que construye uno de los pasajes más bonitos de la obra, en el que el chelista llega a tocar junto a un violín solitario con el que se mide de igual a igual sobre un acompañamiento sostenido del resto de la orquesta, a la que le parece desesperadamente difícil contener la emoción. Esta es la melodía:

Sobre ese motivo aparecen una y otra vez variaciones del tema principal en toda la orquesta en medio de una serie de juegos virtuosos del violonchelo protagonista. De pronto una majestuosa fanfarria (otra variación del tema principal) como si fuera un viejo coral, detiene definitivamente la fiesta. El compositor hace que el volumen general baje de inmediato (pasa de forte a piano en un solo compás).

El golpe de efecto le sirve al solista para adueñarse otra vez de la situación, estableciendo un nuevo estado de ánimo general, más sereno y doloroso, mientras los otros instrumentos repiten con suavidad la melodía de la fanfarria, como si se tratara de los ecos de ésta. Mientras el chelo susurra lo que parece una elegía se escucha a los clarinetes tocar (como en la lejanía) el que fuera el tema principal del primer movimiento, como el mensaje lejano de un aliado y amigo que ha venido a despedirse para siempre. Luego, hace lo mismo un corno con sordina. Los violines, a su vez, haciendo uso de sus registros más agudos, traen a escena a otro viejo conocido: Es el bellísimo tema de Josefina, del segundo movimiento. Este pasaje no estaba en la primera versión que Dvořák hizo de la pieza. Fue agregado cuando el compositor regresó a Europa y se enteró de que su viejo amor había, finalmente, fallecido. Lo que está haciendo el compositor es pasar revista a la vida de la obra, desde sus inicios. Es un recurso que usa en sus últimos trabajos para orquesta

Quizá por eso se percibe cierta "tristeza" en el ambiente. Siempre que escucho esa parte pienso en algo parecido a una serena resignación, no la del que no ha luchado, sino precisamente la del que ha dado todo y no tiene de qué arrepentirse, aunque se le haya acabado el tiempo para seguir intentándolo. No lo sé, me pasa desde la primera vez que escuché esto, cuando aún no había vivido nada, y todavía hoy me mueve. 

Los timbales, respetuosos del nuevo clima general pero queriendo participar del mismo, dan golpes muy muy muy suaves, como no queriendo molestar, estableciendo por breves momentos un ritmo que sabe a despedida y que pronto desaparece en una modulación del solista que, al fin se queda casi complentamente solo, sosteniendo una nota mientras su mano izquierda hace vibrar los trastes y la derecha con el arco hace oscilar el volumen misteriosamente. Los contrabajos le acompañan con timidez, soltando acordes  secos en pizzicatti. Todo parece indicar que la música se extinguirá lentamente. Y ya te vas a ir, ya vas a decir "ya está", vas a acabar y vas a regresar a tu vida caótica y aburrida, estás por recoger tus cosas y entonces, sin que te lo esperes, el chelo levanta la voz, insolente, y consigue despertar a una orquesta que tú jurabas que ya se había dormido. Y durante unos prodigiosos segundos todo se agita y se ilumina en un crescendo inexplicable y antes de que te des cuenta están ahí los trombones, los cornos, la tuba, las maderas y todas las cuerdas tocando en fortísimo y soltándote la moraleja rotunda, una última novedad, una espectacular variación del primer tema (como si te dijera "levántate, sigue adelante") que cierra la obra. 

Pero iba a escribir sobre otra cosa....

Ah sí... Originalmente iba a hacer unas líneas sobre una reciente velada en el Gran Teatro Nacional en donde tuve la oportunidad de escuchar, por primera vez en vivo, esta obra maestra. Quería ilustrar el artículo con la portada de la partitura original... pero navegando en internet encontré una más reciente, completa, gratuita y perfectamente legible y me ganó el entusiasmo y empecé a recorrerla buscando las partes que más me gustan de la obra, resucitando mi oxidado solfeo y emocionándome al constatar que podía identificar las diferentes secuencias. Pero ya me divertí, ya pasó y ahora es tiempo de regresar a mi planeta y contar, de la manera más breve posible, la historia que quería contar...

Como decía fui al Teatro, al último concierto de la temporada de invierno de la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN). Al último piso, como me es habitual. El programa empezó con la obertura de Ruslán y Ludimla de Glinka durante la cual tuve que soportar las impertinencias de mis vecinos de butaca (creo que me estoy volviendo cada vez más intolerante) y sentir lástima por la debilidad de los violines frente a los cobres. Insisto en que hay ciertas obras que la OSN no debería acometer sin antes reforzar a las cuerdas o esconder a los cobres. El resultado es que uno se pierde la mitad sonora de la obra, por más que casi todos toquen bien.

El segundo número en el programa era el esperado concierto de Dvořák. Alarmado por lo que acababa de vivir abandoné la butaca que me correspondía (pues de sólo pensar que escucharía los mismos ruidos durante mi obra favorita me daba miedo) y me fui a los asientos más lejanos, los parias, esos a los que nadie nunca va porque desde ahí no se ve nada (como ya describí en otra parte, aquí) y de los que, precisamente por eso, nadie me iba a echar. Ahí me senté con la intención de mirar al techo y dejarme llevar por Dvořák, su nostalgia y su amor imposible. 

Durante la interpretación me sacaron de mi trance dos torpezas mayúsculas de los cornos (para variar) siendo especialmente espeluznante la que ocurrió al inicio del tercer movimiento... pero salvo esos crímenes de lesa humanidad, pude disfrutar de una versión correcta (que por momentos, como en el segundo movimiento, rozó la excelencia). En lo personal el conjunto logró conmoverme durante el primer y tercer movimientos, cosa que se explica no sólo por el talento de la chelista norteamericana Wendy Warner (solista de esa noche) sino por la inteligente contención de la directora JoAnn Falleta que trató de disimular las falencias de algunos de nuestros instrumentistas. Por otra parte yo llevaba más de un año sin escuchar la obra y, como dije al principio, eso te obliga a olvidarte de la densidad y los colores de algunas partes y disfrutarlas casi como en tus primeras audiciones. 

Las dos protagonistas norteamericanas de la noche: La directora JoAnn Faletta y la violonchelista Wendy Warner. Las fotografías han sido sacadas de sus respectivos sitios web oficiales.

La bajada

Al final terminé, si no saciado, por lo menos agradecido de haber asisitido. Venía el intermedio y pensé seriamente en irme a casa porque ya tenía lo que quería y no necesitaba más. Además no estaba muy interesado en la segunda parte del programa que estaría dedicado a las Variaciones Enigma de Elgar, una obra que no despierta mi entusiasmo (salvo por la famosa novena variación que, bien ejecutada, conmueve). Pero, como ocurre después de un momento de emociones intensas, tampoco estaba preparado para enfrentarme al desorden y los ruidos callejeros de los viernes por la noche, así que decidí permanecer en el sitio que había invadido, con la manos cruzadas sobre la panza y el cuerpo estirado en la pose más negligente, mirando sólo por mirar las planchas de madera del techo y sus primeros signos de deterioro (hay unas burbujas raras por ahí que sería bueno que alguien revise), mientras recordaba los temas de Dvořák y pensaba en lo fácil que resulta hacerme feliz.
 
Pero la paz nunca dura. Y pronto tuve que recordar que estaba en un lugar público y no en mi palco privado. Dos señoras, que se estaban paseando por entre las butacas del cuarto piso (supongo que para matar el rato mientras terminaba el intermedio), me preguntaron, con confianzudo atrevimiento si en "estos asientos" (refiriéndose al mío) "se veía mejor el espectáculo" por el hecho de estar más adelantados con respecto al escenario que el resto de butacas. Para espantarlas no tenía más que decirles la verdad. Y por eso les dije que se veía muy mal y que había que asomar medio cuerpo por la barandilla para tener una vista completa de lo que pasaba allá abajo. Ante su mirada de extrañeza agregué que, en compensación, en ese sitio no se escuchaban las molestas voces, toses y bolsas de los vecinos. Una de ellas asintió, comprendiendo al fin. La otra trató de hacer invisible una incomprensible bolsita de plástico que llevaba junto a la cartera.

Como correspondía se largaron cuando empezaron a sonar los timbres. Sonó el tercero y al poco rato sonó Elgar. Y lo hizo bastante bien, la orquesta no tuvo esta vez errores ( fue, técnicamente, la mejor interpretación de la noche), acaso porque estaban bajo la severa mirada de una directora que se sabe de memoria la pieza (por algo dirigió sin partitura). Pero apenas sonó el primer aplauso corrí a ganar la calle porque en mi mente, indiferente al compositor británico, empezó a sonar otra vez el concierto del bohemio (el segundo tema del primer movimiento) y necesitaba que me abandonara pronto, no vaya a ser que se me queden sus motivos resonando en la cabeza más tiempo del deseable y me acostumbre a su belleza. Y, ya saben cómo es, de ahí  a la infidelidad hay sólo un paso.

Epílogo

Fui el primero en salir del cuarto piso. Pero en la escalera mecánica que da al foyer me crucé con una pareja (una mujer y un hombre maduros) tomados del brazo, que tarareaban la novena variación de la obra que acabábamos de escuchar. Sentí dos cosas ante esa visión: Primero, maravilla: Era una representación convincente de la felicidad: Tú, yo, abrazados, tarareando la música que nos gusta, mientras bajamos por una hiperiluminada escalera que nos lleva derechito hacia el caos del mundo, que no nos podrá hacer daño porque en este momento somos invencibles.... (¡Qué envidia!). La segunda cosa que sentí, por supuesto, fue remordimiento... por no prestarle suficiente atención al bueno de Elgar que, después de todo, no tiene la culpa de la obra que programaron antes de la suya. Pero cuando salimos a la calle mis escrúpulos y el tarareo fueron violentamente borrados por los bocinazos de los micros y los gritos de los cobradores. Fue entonces que otra música, la de mi querida y apestosa ciudad, me sacó por fin del hechizo bohemio (en sus dos acepciones). Para rematar el cuento diré que en el bus al que me subí resonaba no se qué cosa de Tego Calderón. Perfecto, me dije sin renegar, es parte del ritual, así será más fácil olvidarme del concierto de  Dvořák, durante un año, al menos. Cuando ese tiempo pase estaré otra vez listo para revivir la aventura.

Otrosí


Una versión recomendada
El concierto para violonchelo en si menor de Dvořák es probablemente la más importante obra concertante para chelo y orquesta del siglo XIX. No existe ningún concertista para chelo que se respete que no se sepa de memoria esta partitura. Propongo para el que quiera (aunque dudo que alguien haya llegado hasta aquí) una de las mejores versiones en video que conozco, registrada en 1977, con el gran Mstislav Rostropovich como solista y la Orquesta Filarmónica de Londres bajo la batuta de  Carlo Maria Giulini (Si hacen clic en la imagen se abrirá el video en otro página) 


https://www.youtube.com/watch?v=nJSlmoXpzfM


El primer movimiento va hasta el minuto 16:34 . El segundo movimiento de 16:44 hasta 29:53 . El tercero desde el 29:55.

La partitura puede encontrarse completa en la web del Proyecto Biblioteca Internacional de Partituras Musicales aquí. Esa fue la fuente de donde saqué y edité algunos de los fragmentos que aparecen aquí (que en algunos casos he tenido que cortar a la mala, razón por la que no todos los márgenes cuadran) 

(22 de setiembre de 2015)

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