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El hombre que se enterró a sí mismo

Crimen y Castigo es una trampa que te encierra en los bolsillos del abrigo de su protagonista, desde donde compartes su ansiedad, su esperanza, su terror y sientes el filo del hacha que esconde bajo la ropa. Desde ahí comprendes también que el infame proyecto que cocina en su mente (asesinar a una vieja usurera para robarle), no es algo que se contradiga, como podría parecer, con su buen corazón ni con su capacidad para ayudar desinteresadamente a sus semejantes. Porque desde el principio de la novela queda claro que todos los monstruos son seres humanos. 

Raskolnikov sobre Alena Ivanovna


El autor te lleva de las orejas de un clímax a otro, porque el libro está lleno de emociones fuertes. El episodio de los asesinatos es el primero de estos grandes momentos. Cuando Raskólnikov camina hacia la casa de su víctima aún discute consigo mismo e intenta disuadirse. Pero para evitar flaquear, pretende distraerse con las cosas menudas que ve por las calles de San Petersburgo:

Por su mente desfilaban pensamientos, breves, fugitivos, que no tenían nada que ver con su empresa. Cuando pasó ante los jardines Iusupof , se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego se hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios, llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la realidad. «¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! lo mejor es no pensar en nada.» Sin embargo, seguidamente, como en un relámpago de lucidez, se dijo: «Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino»
Más tarde, ya ante la puerta de su víctima, la atmósfera se vuelve más cargada y el suspenso arrecia.

Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido..., demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco.» Pero los latidos de su corazón, lejos de normalizarse, eran cada vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento después insistió con violencia. No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres... Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta. Era  evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse... Un instante después oyó que descorrían el cerrojo. 
Luego, aunque como lector yo no podía simpatizar con sus acciones, estaba ya tan metido en la escena que no quería que lo descubrieran sino que escapara con su botín y que se salvara sin que nadie lo vea. Es entonces cuando la tensión exaspera tanto como fascina. 

Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo. «Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...» Descorrió el  cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen rato. Se oían gritos lejanos. Sin duda llegaban del portal. Dos fuertes voces cambiaban injurias. «¿Qué hará ahí esa gente?» Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que  disputaban debían de haberse marchado. Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió estrepitosamente, y alguien empezó a bajar la escalera canturreando. «Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó. Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo  esperó. Al fin todo quedó sumido en un profundo silencio. No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar, cuando percibió ruido de pasos. El ruido venía de lejos, del principio de la escalera seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikof recordó perfectamente que, apenas oyó estos pasos, tuvo el pesentimiento de que terminarían en el cuarto piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este presentimiento? ¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad significativa? Eran lentos, pesados, regulares... Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más perceptibles. Llegó un momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya estaba en el tercer piso... «¡Viene aquí, viene aquí...!» Raskolnikof quedó petrificado.. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que nos vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y asesinarnos, mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin poder hacer movimiento alguno para defendernos.


Ilustración del artista ruso Mihail Chemiakin (1943) para una edición de Crimen y Castigo. Representa una de las pesadillas que sufre Rodion Raskólnikov en la que se vé asi mismo, siendo un niño, mirando con impotencia como un grupo de personas tortura a un caballo viejo. Imagen tomada de http://vervearcana.ning.com/ 



Esas idas y venidas de tensión son constantes. A veces aparecen en entornos ominosos como el de la escalera descrita, pero también en situaciones aparentemente inofensivas como una conversación casual en una taberna o en la miserable habitación del protagonista que, a pesar de ser pequeña y oscura, es el único lugar donde parece sentirse cómodo. Algunos de esos diálogos encierran los mayores momentos de tensión de la obra como las tres memorables conversaciones entre Porfirio Petróvich (el juez de instrucción que investiga el asesinato), y el protagonista, verdaderas batallas verbales en las que ambos intentan todo el tiempo "hacerse caer" en trampas y dejarse en evidencia. El uno, para hacerle confesar a su interlocutor un crimen sobre cuyo autor sólo tiene sospechas pero ninguna prueba; el otro, para liberarse de la investigación; todo ello ocurre en medio de la corrección y cortesía y evitando que la violencia, que parece inevitable, estalle. 

-Él (el sospechoso) no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?

Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención. «Me ha dado una buena lección -se dijo mentalmente, helado de espanto-. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.» Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfirio Petrovitch y estrangularlo. En el momento de entrar  en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle alguna palabra imprudente. Ésta era su esperanza por lo menos.
Una construcción prodigiosa

Los diálogos de la obra no son nunca conversaciones casuales sin importancia. Casi no existen aquellos diálogos "cotidianos" de frases breves. En todos se dicen cosas relevantes, envueltos en anécdotas aparentemente intrascendentes. Pero nada está dicho por que sí, todo tiene un fin. Asuntos secundarios que en algún momento son mencionados de manera tangencial revelan su importancia en un capítulo posterior. Pero a pesar de esa evidente planificación ninguno de los diálogos luce impostado. Todos destilan naturalidad. Lo mismo ocurre con los hilos que unen a los personajes. Aunque todos están vinculados de algún modo entre sí, como los de una obra de teatro, esa relación nunca luce forzada porque es presentada de manera ordenada y gradual. Lo que más me sorprendió entonces (como el aprendiz de lector y escritor que soy), son estas evidencias del monumental trabajo de construcción de la trama, algo incluso más meritorio si tomamos en cuenta que la novela fue originalmente publicada en entregas parciales, sin posibilidad de una revisión integral antes de la publicación (bueno, es una suposición, no he averiguado aún si su autor la terminó antes de publicar la primera entrega). El arquitecto Dostoievski hace que semejante edificio descanse sobre pilares sólidos y nunca revela grietas ni adornos innecesarios. Sus bases son, básicamente, dos: La primera es el escenario, perfectamente coherente, del San Petersburgo de mediados del siglo XIX, con sus vicios, novedades y contradicciones, que nunca es presentado como un telón de fondo pintoresco sino como parte de un tejido vivo en el que se entrelazan las vidas de los personajes. El otro pilar es, precisamente, su colección de personajes. 

Al fondo, el Palacio de Invierno (hoy Museo del Hermitage) y a ;a derecja la cúpula brillante de la iglesia de San Isaac. Esta es una de las vistas que Raskólnikov describe en uno de sus inquietos recorridos por San Petersburgo y que recuerda que le gustaba ver en sus épocas de estudiante porque le traía cierta tranquilidad. En primer plano el Río Nevá. Imagen tomada de snaphappyross.co.uk


No hay ninguno entre ellos que no resulte interesante. Todos muestran con claridad sus virtudes y defectos y son coherentes y consecuentes. Ahí está, por ejemplo, Rasumikine, un estudiante voluntarioso y ético pero al mismo tiempo iracundo y vulgar. O Sonia, que de ser un un personaje secundario se erige en coprotagonista en la  segunda mitad de la novela, una prostituta profundamente religiosa. O Catalina Marmeladova, su madrastra (abnegada, obsesiva, mitómana, protagonista de dos magníficas escenas como son la de la cena y la de locura), Dunia (la hermana de Rodia, astuta, de carácter fuerte y orgullosa pero al mismo tiempo capaz de cualquier renuncia), Porfirio Petrovich (el juez, un verdadero genio, despreocupado, arrogante, antipático), Svidrigailof (un hedonista incorregible, que sabe ser tan malvado como bondadoso y cuyo personaje encuentra un final impactante) o Piotr Petrovich (calculador e hipócrita pero magnánimo). Pero incluso los personajes que aparecen poco tienen ocasión de brillar (como Marmeladov, alcohólico, irresponsable y generoso, o Lebeziatnikof, cuya corrección moral contrasta con su cinismo anarquista).

Pero el gran personaje, cuyos pasos seguimos todo el tiempo, es Rodia, núcleo emocional de la obra y a quien llegamos a conocer tan profundamente como si lo estuviéramos diseccionando. Sus particulares teorías políticas (en las que hay hombres con más derechos que otros porque son "extraordinarios"), su sentido del deber para con la familia, sus ambiciones personales, su miseria, su fatalismo, su ateísmo, su soberbia, su misantropía, su inteligencia, su altruísmo, sus delirios, en fin, todos sus rasgos parecen ser los hilos de una inmensa telaraña que él mismo teje a su alrededor para inmovilizarse. Así este infeliz se convierte en su propia cárcel, en su propio sepulturero. Tienta permanentemente al destino encontrando un placer enfermizo en ponerse en peligro para demostrarse a sí mismo y a los demás algo misterioso que nunca logra definir. Su mirada paranoica y pesimista convierte en oscuridad todo lo que mira y todo lo que toca haciendo de su vida un viaje a los infiernos de la culpa y la desconfianza. 

Pero a pesar de sus delitos y de la dureza con la que se dirige a las personas que lo aprecian y admiran, el autor se las ingenia para que Rodia inspire simpatía y compasión en el lector. ¿Cómo es eso posible? Yo me preguntaba eso desde más o menos la mitad de la novela, a medida que él se volvía más antipático. Probablemente si no lo viéramos actuar de manera generosa en muchos momentos (con la familia Mameladov, por ejemplo) no podríamos quererlo. Pero hay algo más. Pienso que la verdadera razón de que el lector siempre crea en él es que Rodia no está seguro de nada. Ni siquiera de su maldad. Está sometido a la duda constante, al siempre estar-a-punto-de-ser-algo pero sin concretarlo. Vive en el limbo y no acaba por decidirse. Pero también es un hombre en proceso de cambio y eso permite que siempre exista esperanza (para sus amigos, los lectores e incluso sus enemigos) de que se reforme, de que encuentre esa paz que parece imposible. Y es por eso que quienes mejor lo conocen, Sonia, Dunia y hasta su gran perseguidor, el juez Porfirio, le señalan un posible camino para salvarse. Es justamente este útimo personaje quien, me parece, describe mejor que nadie el drama del asesino en una de las últimas frases que le dirige. Sin decir las cosas por su nombre le sugiere a Rodia lo único que puede hacer para salir del pozo en el que se ha metido:
... (Usted) es uno de esos hombres que se dejarán arrancar las entrañas sonriendo a sus verdugos si lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá.

Fiodor Dostoievski  (1821-1881). Imagen tomada de loff.it


(5 de julio de 2015)

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